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La perversión del documental, la verdad a la venta del mejor postor
La sobreproducción del género ha derivado en una caída de calidad e integridad
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Un documental televisivo era eso que emitía La 2 en horarios de sobremesa como inevitable llamada a la siesta. Eran aquellas soporíferas producciones que el Canal Historia llenaba de ovnis y nazis. Lo que National Geographic convertía en una lenta retransmisión del apareamiento del reno siberiano. Y un producto muy querido, en todas sus versiones, por el mundillo cultural. Fue todas esas cosas hasta que, con la explosión de las plataformas de ‘streaming’ y su necesidad de alimentar continuamente un catálogo interminable, lo marginal se convirtió en popular.
De golpe, el público masivo descubrió que adoraba los documentales, aunque los documentales que adoran distan mucho de ser como los de antes. Su democratización los ha acercado al gran público pero también ha desvirtuado la vocación de un género cuyo objetivo era la búsqueda de la verdad. En plena época de las ‘fake news’ y el relativismo moral, la única verdad que importa ahora es la de los protagonistas de estos contenidos, que cambian las portadas de revistas por los documentales debido a puro interés promocional, para lavar su imagen, revertir la opinión pública o hacer campaña, para sí mismos o contra alguien. Su verdad, adornada como documental, es más creíble que un puñado de titulares, por mucho que, escarbando un poco, sea evidente que solo se trata de una cuidada puesta en escena.
Los ejemplos se cuentan a patadas, y la serie documental de ‘Harry y Meghan’, ya disponible al completo en Netflix, es solo el último caso de esa guerra de trincheras de la que saca partido el ‘streaming’, a base de márketing. Nada que no hiciera antes Mia Farrow en ‘Allen v. Farrow’ (HBO Max) , que se vendió como «la verdad» cuando solo era propaganda, una campaña contra Woody Allen , obviamente sin Woody Allen. No se escatima en recursos, pero cuesta Dios y ayuda encontrar en estos contenidos una opinión diferente, contraria, a la de quienes acaparan el título y la portada. Todo lo contrario de lo que debería ser un documental y su implacable búsqueda de información inédita, imparcial, pura.
El espectáculo, la prioridad
Por enturbiar todavía más la monarquía inglesa los duques de Sussex se han embolsado 100 millones de euros. Lo que cuenta ‘The Crown’ de la Casa Real británica es casi igual de caro, pero al menos avisa de que solo está inspirada en hechos reales. Lo que ahora está de moda no son documentales sino hagiografías, porque no descubren nada, y, si alguna novedad se les cruza en el camino, la esquivan, como sucedía en ‘Tiger King’ (Netflix) , que prefería quedarse en la mofa del personaje que en hacer hincapié en el tema de fondo, de verdadero interés documental: la mafia del tráfico de animales exóticos. La anécdota y el espectáculo por encima de la profundidad y la información.
La edad de oro de los documentales, que ha llevado el interés por este género a nuevos públicos, ha derivado en una sobreproducción y una inevitable pérdida de calidad. A base de un lenguaje sacado de los mejores thriller, las plataformas engancharon a una gran masa de espectadores a ‘true crimes’ hechos con paciencia y buen ojo como ‘Making a murderer’ (Netflix) , un híbrido entre la investigación y el morbo del ‘cliffhanger’. La única manera de seguir alimentando a ese hambriento público es con productos frívolos que, revestidos con el prestigio de la palabra documental, son en esencia lo mismo que la telerrealidad de las cadenas tradicionales. De Tamara Falcó , a Lola Flores vista por sus propias hijas en Movistar+, como si con ‘mucho acento’ no bastara. Por no hablar de la ingente cantidad de autoloas de los deportistas. En este campo, Amazon Prime Video, por cierto, se lleva la palma. Hay para todos: de Sergio Ramos –ojo, dos temporadas– a Rafa Nadal, de ‘La familia’ que conforma la ganadora selección española de baloncesto a Carolina Marín, que como reza el título de su documental, puede porque piensa que puede.
Esto ha hecho que del esplendor de los documentales se haya pasado de golpe a la era de los autobombos, de los ‘docurrealities’ que usan el término documental por puro postureo. Afortunadamente, como siempre, hay excepciones que salvan el fango en el que se está convirtiendo el género, como ‘Nuestro planeta’ (Netflix), con David Attenborough como narrador; ‘La historia del cine: Una odisea’ (Filmin), de Mark Cousins, o el español ‘El desafío: ETA’, en Prime Video. También la maravilla de ‘Las últimas estrellas de Hollywood’ (HBO Max), que Ethan Hawke se sacó de la manga para reivindicar, a través de unos testimonios inéditos, a Paul Newman pero también a Joanne Woodward. Por desgracia apenas son un puñado, la triste rareza que confirma la norma.
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