LA HUELLA SONORA
Volver a empezar
La huida a cualquier lugar prohibido en el que aún existan reglas, etiquetas, modales, miradas, olor a moqueta, propinas desorbitadas y cierto silencio
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Si alguien me preguntara qué hice durante aquellos años tendré que decir que no lo recuerdo bien. Trabajaba, escribía y cuidaba a una niña. Luego la niña creció y comenzó a no necesitarme tanto, así que decidí limitarme a no molestar demasiado.
Pero todo aquello ... convive en una nebulosa, como una de esas resacas después de ir al casino, cuanto te levantas y corres hacia la cartera en unos segundos eternos en los que eres a la vez un desdichado y un triunfador. Podríamos llamarla la cartera de Schrödinger. En cualquier caso, lo importante es que no sabes si está llena o vacía. Solo recuerdas que en un momento de la noche te cansaste del ambiente, de la gente, de los chicos tristes, de las chicas vulgares, de la vida posmoderna, de la falta de intensidad, de cómo nos sobra móvil, de cómo nos falta el humo y de cómo huiste a la ruleta como atajo para huir al pasado, a la posibilidad de un futuro, a un exilio en Montecarlo. O quizá a todo ello a la vez.
MÁS huellas sonoras
Aunque el casino en realidad es lo de menos, lo importante es la huida a cualquier lugar prohibido en el que aún existan reglas, códigos, etiquetas, modales, miradas, olor a moqueta, adrenalina, feromonas, camareros antiguos, mujeres malas, futbolistas brasileños, propinas desorbitadas y cierto silencio. Eso ya solo se consigue en un casino, en una iglesia o en un libro de Reverte. Aunque todo esto en Madrid no funciona igual. Los casinos de la capital suelen ser nidos de turistas hispanoamericanos, de mujeres a la caza del triunfador y de estadísticos borrachos haciendo mal las operaciones con sucesos. Y, claro, ahí no hay ni profesionalidad ni mitos ni crupieres buenos, que son los que te miran como perdonándote la vida y dándote a entender que estás en su mesa y que ahí él es quien pone las reglas. Digamos que un crupier bueno es el que te hace sentir mal.
En cambio, un crupier malo actúa como tu empleado, es fiel como un bretón y sus reglas cambian a medida que cambian las propinas. Mientras lo piensas sigues mirando a la cartera, tratando de recordar algo, buscando pistas y rezando a un Dios que, al fin y al cabo, te hizo a su imagen y semejanza, por lo que ayer también debió parecer una bestia dando coces en busca de algo de sentido. El móvil sin batería, la camisa todavía puesta, la luz aun encendida. Y la culpa como un caballo de carreras.
El crupier bueno es el que te hace sentir mal y, en cambio, el malo es el que actúa como tu empleado, fiel como un bretón
Justo cuando juras no volver a hacerlo y te atreves a dar el paso definitivo hacia la cartera, la vida te da los buenos días con una cantidad ingente de dinero que elimina de golpe la culpa y la resaca. Ganaste y el presente cambia de golpe el pasado. Y entonces ya no eres tan bestia. Y las coces quizá no eran tales y la ducha es pura alquimia. Agarras la primera camisa blanca que te encuentras y en el bar te ponen un buen café. Hace sol, leemos a Ricardo Colmenero y, de camino a El Rastro, compramos las mejores gambas de todo Huelva.
Y, allí, en El Rastro, lo de siempre: busco un San Francisco, una sombra y una ausencia. Hay turistas, castizos, baratillos y rastreros. Hay libros, poesía, parejas de la mano y también estoy yo, que doy vueltas en círculos sin haber llegado a recordar aún qué hice exactamente durante todos aquellos años. Recuerdo, eso sí, que trabajaba, escribía y cuidaba a una niña. Suficiente.
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