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Suceder a Lucifer: los 24 días de infierno del heredero de Hitler hasta terminar cazado

Karl Dönitz, el que fuera uno de los almirantes más destacados de la 'Kriegsmarine', lideró un gobierno de transición a caballo entre el nazismo y el aperturismo tras el suicidio del 'Führer'

Las confesiones secretas de Hitler antes de pegarse un tiro en la Segunda Guerra Mundial: «Yo no quería esta guerra»

Donitz y Hitler en el Fuhrerbunker BA
Manuel P. Villatoro

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Sucedió un 24 de diciembre de 1980, en Nochebuena, y quedó constancia de ello en las páginas de ABC: «El almirante alemán Karl Dönitz, el hombre que sucedió a Adolf Hitler en 1945, tras el suicidio de este, y que posteriormente firmó la rendición incondicional de Alemania en la Segunda Guerra Mundial, falleció el miércoles, a los 89 años de edad». Así terminó sus días el encargado de liderar la capitulación de Alemania ante los Aliados y, sobre el papel, la última cabeza visible del Reich durante apenas 24 jornadas.

Dönitz, obligado a encabezar una transición necesaria, ha sido tan despreciado por la historia como lo fue en la prisión de Spandau, donde terminó tras su captura, por sus compañeros de partido. Su figura ha quedado relegada en los libros, quizá porque no satisfizo a nadie. Los Aliados le acusaron de seguir luchando tras ser nombrado sucesor de Hitler. A cambio, los altos cargos nacionalsocialistas le consideraron un traidor por no defender hasta el último hombre las ruinas del Tercer Reich. Héroe o villano, lo mejor que se puede decir de él es lo que escribió en sus memorias 'Diez años y veinte días'. En ellas reniega del Holocausto, pero no del líder al que siguió de forma ciega.

Nazi convencido

El futuro líder del Reich se sintió atraído por la ideología nazi desde que conoció sus reivindicaciones contra el Tratado de Versalles. Dönitz disfrutó de la subida al poder del NSDAP en 1933 y, tan solo dos años después, fue nombrado jefe del Arma Submarina. De 1939 a 1943, cuando fue ascendido Gran Almirante de la marina, colaboró para que se sucedieran las grandes victorias en Polonia y Francia. A continuación, y para su desgracia, sufrió la locura que supuso la invasión de Rusia y el comienzo de las derrotas germanas. En todo ese tiempo, y a pesar de lo que insinuó después, consideró a Hitler un faro para la sociedad. «Cualquiera que crea que puede hacerlo mejor que el 'Führer' es un estúpido», afirmó.

Miembro del Partido Nazi con número 9.664.999, Dönitz fue testigo de excepción del comienzo de la debacle del Tercer Reich tras el fallido cerco de Stalingrado. También lo fue de los sucesivos desembarcos en Sicilia y Normandía, lo que, en la práctica, llevó a Hitler a ponerse a la defensiva y a que los ejércitos alemanes asumieran que no ganarían la guerra. El revés más sangrante fue el del frente del Este, donde los soviéticos avanzaron a pasos agigantados hacia Alemania a partir de 1944. El Gran Almirante entendió que todo estaba perdido en enero de 1945, cuando recibió un informe en el que se corroboraba que estadounidenses, británicos y rusos habían iniciado la carrera hacia Berlín. «Contenía los planes, preparativos y las medidas a adoptar por los Aliados tras la conquista de Alemania después de que se efectuara la capitulación sin condiciones», desvela.

En sus idealizadas memorias, Dönitz afirma que, durante los estertores del Reich, no participó en los asuntos de Estado. Al parecer, allá por febrero, durante una visita al confinado Hitler en el 'Führerbunker', respondió con sequedad a Speer cuando este le preguntó por el devenir de la guerra: «Represento a la Marina, el resto no es asunto mío. El 'Führer' sabe lo que está haciendo». Esa fue su principal defensa ante los tribunales tras la contienda: mostrarse como el oficial al mando del arma menos ideologizada del ejército germano. Por tanto, no fue el responsable de la llamada a morir por el Reich que se hizo en Berlín cuando el mariscal Gueorgui Zhúkov con vía libre después de que Ike Eisenhower renunciara a hacerse con la ciudad, arribara a sus suburbios en la segunda mitad de abril.

No concuerda este hecho con que Dönitz fuese seleccionado por Hitler como su sucesor. El marino, eso sí, se escuda en que apenas quedaba él para tomar el mando después de las sospechas de traición de los dos principales candidatos: Hermann Göring y Heinrich Himmler. En todo caso, el 30 de abril le fue comunicada la nueva y, el 1 de mayo, le confirmaron el suicidio del dictador nazi con un sencillo radiograma: «El 'Führer' se despidió ayer, 15.30 horas. Testamento del 29-4 cede a usted el cargo de presidente del Reich». A pesar de su asombro, el Gran Almirante aceptó a sabiendas de que «se acercaba la hora más sombría para un soldado, la de la capitulación».

Suceder al diablo

Desde el principio, su máxima fue retrasar la rendición el tiempo suficiente para conseguir que las tropas y los civiles alemanes que se retiraban desde el este pasasen a territorio de ingleses y estadounidenses. Tras las tropelías cometidas contra los rusos, sabía que todos aquellos que cayeran en manos de Stalin serían internados en campos de concentración y, a la larga, exterminados. «Proseguiré la lucha contra los bolcheviques todo el tiempo que sea necesario hasta lograr que las tropas combatientes y los centenares de miles de familias de las zonas alemanas orientales sean salvadas de la esclavitud o la destrucción», afirmó en un discurso el 1 de mayo.

Desde la sede de su gobierno en Flensburgo, un buque mercante en el que se reunía con sus ministros, Dönitz movió las escasas piezas de las que disponía y dilató, como pudo, las negociaciones con unos Aliados que exigían una rendición total e incondicional ante soviéticos, estadounidenses y británicos. Mediante artimañas políticas consiguió convencer a Ike Eisenhower de que retrasara unas jornadas la firma de la capitulación para ganar tiempo. El 7 de mayo de 1945 primero, y el 8 después, no tuvo más remedio que enviar a sus subalternos para que firmaran el fin de la contienda.

Al igual que con su escasa participación en las grandes decisiones de la guerra, Dönitz negó tener conocimiento del Holocausto. En sus palabras, tuvo conciencia de las tropelías cometidas en los campos de exterminio cuando, el 7 de mayo de 1945, dos de sus ministros regresaron con un número de la revista estadounidense 'Stars and stripes' , «Contenía fotografías de Buchenwald. Eran espantosas. […] Nos preguntábamos cómo podían haber ocurrido tales cosas en medio de Alemania sin que nos hubiésemos dado cuenta». A pesar de ello siguió defendiendo los postulados de un Hitler que había logrado «la unión de todas las estirpes alemanas en un único Reich».

Puede que el mayor error de Dönitz fuese creer, al menos durante algunas jornadas, que su participación en la capitulación podría valerle el perdón de los Aliados. La ingenuidad hizo que se planteara ser el líder de un gobierno de transición que procesara a los viejos jerarcas por las barbaridades cometidas y cuya máxima fuera reconstruir el país a partir de una gigantesca red de servicios. La realidad, no obstante, le atropelló el 23 de mayo, durante una reunión en el buque que servía de sede a su gobierno. «El general Rooks nos leyó una comunicación en la que se disponía, por orden de Eisenhower, que debíamos ser detenidos». El último 'Führer' respondió resignado: «Sobran las palabras».

Tras ser juzgado fue trasladado a Spandau. Esta prisión levantada en 1876 en las afueras de Berlín se convirtió, tras la Segunda Guerra Mundial, en la residencia de los jerarcas nazis que habían combatido por Adolf Hitler. Dentro de sus característicos muros de ladrillo rojizo estuvieron encerrados desde el famoso Rudolph Hess hasta Albert Speer. Todos ellos, defensores de la esvástica y del orden mundial que ansiaba establecer el megalómano líder nazi.

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