Los ciclos terminan, pero las estrellas en el pecho permanecen. Aquel 11 de julio del año 2010 España estampó en su pecho una rúbrica imborrable. La estrella de campeón del mundo. El anhelado trofeo de unas vitrinas despobladas, pero que habían comenzado a cobrar brillo con la Eurocopa lograda dos años antes. El gol de Andrés Iniesta en la prórroga fue la firma perfecta para una selección que dominaba por entonces el fútbol de selecciones, pero que se había abonado a ganar los partidos por la mínima. Un punto de sufrimiento, un punto de épica. Así sabía mejor. Cuando los penaltis rondaban ya la mente de los entrenadores, cuando el reloj estaba a punto de marcar el minuto 117, una jugada mezcla de suerte e ingenio colocó el balón en los pies de Iniesta. Su gol y su recuerdo a Dani Jarque entablaron una fraternal ligazón entre la selección y el pueblo. Un motivo de orgullo, otrora motivo de inquina y bochorno, para un país en tiempos difíciles.
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