Kibutz, el sueño de una vida en común roto por Hamás: «Juntos, nos levantaremos»
Las comunidades rurales más próximas a Gaza han sido el epicentro del terror. Claves en la creación del estado de Israel, en estas aldeas, relatan sus vecinos, decenas de familias comparten trabajo y servicios públicos
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El pestillo de un búnker salvó la vida de Cecilia a 700 metros de Gaza. Mientras, en el kibutz de Be'eri, una granada hizo saltar por los aires a Daniel, un médico que trataba de taponar las heridas de decenas de vecinos acribillados a ... balazos. Los supervivientes de los ataques llamaban desesperados a la puerta de otras comunas en busca de auxilio. Muchos no tienen donde volver. Y las alarmas no dejan de sonar. Ya han pasado ocho días desde aquel 'sabbat' que empezó con la celebración de la popular fiesta del Sucot y acabó convirtiendo los kibutz, tranquilas colonias rurales, en trampas mortales.
Estos asentamientos, hoy tristemente conocidos por el terror que sembró Hamás, son incluso más antiguos que el propio Estado de Israel. El primer kibutz, Degania, lo crearon en 1909 un grupo de judíos rusos que huían de persecuciones y matanzas. Fundaron una comunidad agrícola en la que no existía la propiedad privada, todos trabajaban por el bien común, sin competir y las decisiones se tomaban en conjunto. Durante las guerras mundiales y en las sucesivas oleadas de antisemitismo que sacudieron Europa muchos jóvenes les imitaron, compraron tierras yermas y las convirtieron en fértiles cultivos. Al principio, cada uno hablaba el idioma del país del que huyó, pero tras la creación del Estado de Israel en 1948 (al que contribuyeron de forma decisiva) y el impulso del hebreo como lengua oficial, los vecinos se integraron aún más. Siempre han sido una torre de babel cultural, en el mejor de los sentidos.
Con el tiempo, los kibutz fueron evolucionando y hoy muchos son exitosos gracias a sus fábricas (de lo más diversas, desde piezas para maquinaria hasta gafas) o incluso al turismo.
En los 270 que hay repartidos por todo el país, según la Biblioteca Virtual Judía, con una media de entre 500 y 600 habitantes, viven unas 120.000 personas, no llega al 3% de la población de Israel, pero son claves a nivel cultural e incluso económico, ya que aportan el 33% de la producción agrícola del país. Existen también los moshav, donde sí existe la propiedad privada y la organización es más familiar.
El kibutz cubre las necesidades básicas de sus vecinos, que comparten también el día a día: los niños se crían en la guardería comunal, hacen extraescolares juntos y algunos cuentan incluso con comedores y lavanderías comunales. Hay incluso grupos de vecinos que se dedican a cuidar a los mayores o las personas más vulnerables. Y también celebran fiestas propias. «Muchos socialistas españoles vinieron a finales de los años 70 a vivir este experimento de convivencia«, cuenta Esther Bendahan, directora de Cultura del Centro Sefarad-Israel.
Luego llegaron también cientos de iberoamericanos huyendo de regímenes dictatoriales y de la pobreza. «Es una propuesta muy interesante de vida, diferente de la de acumular riqueza, se basa en la idea de crecer juntos. Aunque luego hay también quien no se adapta, jóvenes se sienten encerrados, molestos por no poder decidir por sí mismos...«.
Matanza en Be'eri
El médico que no huyó para salvar a sus vecinos
Daniel Levi estaba en casa, en el kibutz de Be'eri, cuando recibió la alerta del ataque terrorista. Es médico y en aquel momento decidió que su sitio estaba en el hospital del asentamiento, en su lugar de trabajo. Aunque antes le pidió a su mujer y a sus dos hijas que huyeran al norte, lejos de Gaza. Tenía las manos manchadas de la sangre de sus vecinos cuando alguien irrumpió en el centro médico echando la puerta abajo. Entonces supo que era Hamás. Iba armado, así que empezó a disparar como un loco contra los terroristas hasta que una granada hizo saltar todo por los aires y arrancó la vida de Daniel mientras él trataba de salvar la de otros.
Llegó a Israel desde Perú hace una década e iba a cumplir en enero 35 años. «El martes nos dieron la noticia», dice al otro lado del teléfono Steve Levi, que todavía utiliza verbos en presente cuando habla de él. Daniel estaba haciendo la Aliá, el término hebreo para la ley del retorno, por la que los judíos vuelven a la tierra de Israel. Conoció a una chica israelí, se enamoró y se casó con ella: «No llevaba mucho tiempo en el kibutz, pero me contó que se había trasladado a Be'eri en busca de paz«. Steve relata que su familia es el resultado de las mezclas y las persecuciones al pueblo judío en Europa: »Tenemos una parte española, judío-sefardí, pues los Levi se instalaron en España«. La otra rama de su árbol genealógico se escapó de la Alemania nazi. La noche de los cristales rotos y, desde Berlín, huyeron a Perú . Pero no es el único hostigamiento que registra su ADN: »Uno de mis bisabuelos se casó con una mujer cuya familia había sido aniquilada en un pogromo de Odesa, en Ucrania. Tenemos raíces en España, Alemania, Ucrania y Turquía«, enumera con una mezcla de orgullo y tristeza.
Él mismo, que lleva siete años viviendo en Madrid, pasó tres meses en una de esas comunidades: «Precisamente me refugié en un kibutz porque me pilló un atentado suicida en Tel-Aviv, en el año 96«. Por eso, para él y su familia son esos lugares de acogida al que llegaban los judíos expulsados con lo puesto. Desde el sábado, también es el escenario en el que Daniel, y al menos cien compatriotas más, fueron asesinados.
Supervivientes en Nahal Oz
22 horas en un búnker
Aunque Cecilia Gallardo ya está a salvo, las noticias que llegan a cuentagotas del kibutz Nahal Oz, su hogar desde hace treinta años, son descorazonadoras: «A mi vecino de al lado lo mataron, y a una familia completa. Hasta hoy hay diez asesinados. Y han raptado a 7 personas, entre ellas una alumna mía de 7 años, una rubia preciosa», relata esta chilena, que trabaja como profesora y terapeuta en su comunidad.
Ella sobrevivió de milagro. Prácticamente a rastras, tras la segunda lluvia de bombardeos que cayó sobre ellos ese sábado maldito, logró llegar al búnker de la casa de su hijo. Afortunadamente, repite sin cesar, ni sus hijos ni sus nietos se encontraban en casa, en el kibutz que Hamás tomó en apenas dos horas, en el momento del ataque. Es lo que le da fuerzas para seguir adelante. «A mí me salvó la vida un pestillo. Los búnker se abren por fuera, están pensados para evitar las esquirlas de las bombas, no para detener a un terrorista. Hay gente que no tuvo esa suerte y no tenían como cerrarlo«, recuerda emocionada. Allí, escondida con su perro, pasó 22 horas, hasta que la rescató el Ejército israelí. «Los kibutz apenas tienen una reja en todo el recinto, donde vivimos unas 400 personas, y no teníamos armas, sólo un M16 y las pistolas de algunos vecinos. Fue horrible, la gente escribía: 'Auxilio, están aquí'».
Cecilia salió con lo puesto y no sabe qué será de ella y su familia. No tiene nada. A su casa no puede volver, porque fue bombardeada y ha quedado completamente destruida. Antes de la llegada al poder de Hamás, en la franja de Gaza era posible la convivencia. «Mi sueño era vivir en un kibutz. Yo no quería dinero, sólo trabajar y que mis hijos pudieran estudiar. Aquí todos nos conocemos, celebramos fiestas juntos, hacemos actividades juntos, si alguien está enfermo se le cuida también. Cada uno recibe en función de lo que necesita, es un modelo de sociedad es más justo en el reparto de la riqueza«, rememora con nostalgia. »Ahora somos como refugiados«.
Tkuma, el refugio
El terror llama a la puerta
A Miriam Shimon y a su marido les avisaron a las 8.00 horas de que debían cerrar las puertas y las ventanas de su casa. Viven en el moshav religioso de Tkuma, a no más de 20 kilómetros de la franja. Acostumbrada a que el peligro pueda aparecer en cualquier momento –y aun siendo 'sabbat'– llevaba el móvil encima. «Nos encerramos en el búnker con la instrucción de no abrir a nadie», cuenta esta judía nacida en Argentina, que llegó a Israel en 1984. De repente, empezaron a llamar de forma violenta. Temieron que su vida fuera acabar en pocos segundos pero, entonces, un hombre empezó a llorar desconsoladamente al otro lado: «Por favor, ¡abran! Nos hemos escapado de la fiesta de Be'eri«. Eran cinco varones y una mujer de unos veinte años que habían logrado salir de uno de los kibutz arrasados por Hamás: «Estaban rotos, temblando y, cuando lograron empezar a hablar, entendimos que esta vez era distinta a las anteriores. Aquellos animales empezaron a disparar a sus amigos y tuvieron que ver cómo muchos caían al suelo, muertos. Ellos siguieron corriendo, cogieron un coche y Dios los trajo hasta nuestra casa«. Miriam, todavía desgarrada, expresa que les salvó la vida haber tomado una ruta alternativa. Atravesaron los cultivos de otros kibutz en lugar del camino principal, donde habrían sido aniquilados.
Muchos jóvenes han vuelto al kibutz porque lo consideran un buen lugar para criar a los niños y conciliar
El sonido de los aviones sobrevolando el moshav hizo que, ya el domingo por la mañana, los Shimon salieran de su casa para refugiarse en el norte. «Nos fuimos sin nada y nos han acogido en un kibutz, donde además los niños pueden jugar. Mis dos hijos y mi yerno están luchando ya con el Ejército de Israel«, explica ahora la madre preocupada por la vida de su familia. Miriam y su marido, que es judío yemenita, están en contacto con la gente del moshav, donde viven unas 200 familias, ahora prácticamente desierto. Hablan y rezan, pues es el único consuelo que les queda cuando reciben noticias de cadáveres degollados y mujeres violadas. «Estamos unidos y somos seres humanos frente a animales –dice refiriéndose a Hamás- a los que nada importa el pueblo de Palestina». Miriam sabe que cuando todo acabe los kibutz renacerán porque «juntos, los levantaremos«.
La reinvención de Hokuk
Vivir del turismo entre alarmas
En el kibutz Hokuk, cerca del mar de Galilea, no dejan de sonar las alarmas por los ataques al norte del país, pero se sienten afortunados porque aún no han sufrido bajas. César Shabtai Kopelman reconoce que está preocupado por lo que ha pasado, pero sobre todo «por lo que vendrá«. Este uruguayo-israelí es miembro de una comuna donde convive con 600 personas. Él se mudó hace 44 años a Israel, en cuanto se casó, atraído por esta vida en la que la gente tiene que »compartir, tomar decisiones mutuas y buscar el progreso colectivo más que el personal«. Muchos jóvenes, afirma, están volviendo a los kibutz porque ven que son buenos lugares para criar a sus hijos y conciliar la vida laboral y profesional.
Hokuk, relata el que fuera su secretario general durante once años, cuenta con una hospedería que recibe peregrinos de medio mundo: «Quien no haya visto un kibutz que no diga que visitó Israel». Aunque en la última semana los turistas, una de sus principales fuentes de ingresos, se han esfumado. «Unos pocos se han quedado para apoyar. Y, además, como son peregrinos cristianos, quieren rezar por la paz«, cuenta Shabtai Kopelman, que resta importancia en este momento a este contratiempo económico. »Se sigue trabajando en la agricultura, la crianza de pollos y vacas«, asume. El sueño de los kibutz se ha quebrado, pero, pese a todo, resisten.
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