Del sueño americano a la amarga pesadilla de Ciudad Juárez

Miles de familias con niños han sido deportadas a México tras cruzar ilegalmente o tratar de entregarse en la frontera

María Alejandra Ordóñez y su hija Alexia Abigail, procedentes de Guatemala, en el gimnasio municipal Kiki Romero en Ciudad Juárez (México), cerca de la frontera con Estados Unidos, de donde fueron deportadas D. Alandete

Hubo tres días hace una semana en que María Alejandra Ordóñez, madre soltera de 19 años, y su hija Alexia Abigail, de tres, no sabían dónde estaban. Los agentes de inmigración de Estados Unidos no se lo dijeron, tras arrestarla a ella y ... a otras nueve personas que acababan de cruzar ilegalmente el río Bravo en una pequeña lancha. Madre e hija habían pagado mil dólares, para ellas una fortuna , ahorros de toda una vida, a un pollero, como se conoce aquí a los traficantes de personas. Detenidas en Estados Unidos, durmieron cada noche en un sitio distinto en el suelo de frías celdas, y en literas en grandes tiendas de campaña.

En este limbo, fueron interrogadas varias veces, y pidieron asilo a EE.UU. , porque, dijeron, la mara les estaba amenazando en su pueblo de Coatepeque, en Guatemala . Ella, que tenía su modesta tienda de abarrotes, un pequeño colmado, apenas ganaba 2.000 quetzales al mes, 210 euros, en largas jornadas de más de 12 horas, y no tenía ni para subsistir, mucho menos para darle mordidas a la mara. María Alejandra sabía muy bien que ella y su pequeña estaban sentenciadas a muerte en su puebl o. Así que el 10 de marzo pusieron rumbo a EE.UU. Salieron de Guatemala y recorrieron todo México , 3.000 kilómetros hasta la frontera, a pie y en autobús, durmiendo en el suelo, a la intemperie, en cunetas, en casas abandonadas. Finalmente llegaron al estado de Nuevo León y allí buscaron un lanchero.

Lázaro Montenegro y su familia en el gimnasio habilitado como refugio, que cuenta con decenas de literas D. A.

En la lancha en que María Alejandra trató de cumplir su sueño, darle una vida mejor a su hija, viajaban otros niños, algunos solos, abandonados por sus padres , sabedores de que la nueva administración estadounidense dice no deportar a menores de edad . Ella recuerda que algunos de esos niños, aterrados, tenían apenas tres años. A su mismo lado viajaba un bebé a los brazos de un hombre. A María Alejandra, antes de salir, uno de los polleros le dijo que su hija tenía más opciones de ser admitida en EE.UU. si la dejaba sola. «A las familias las devuelven», le advirtió. Ella se lo pensó, pero no logró reunir las fuerzas suficientes para dejar sola a su niña. «No podría seguir viviendo pensando que está sola», dice, junto a su hija, que la escucha atentamente mientras cuenta su historia y asiente con la cabeza.

Deportadas en silencio

Tras contar las amenazas que padecía en Guatemala, y su indefensión siendo madre soltera, María Alejandra creyó por un instante que la ‘migra’ se hizo cargo de la gravedad de su situación. Finalmente, tras la tercera noche, un agente le dijo que la iban a llevar a una iglesia para tomarle los datos y de allí las llevarían a una residencia temporal. Cuando la subieron a un avión, María Alejandra suspiró aliviada mientras su hija gritaba de alegría. Era la primera vez que iba a volar. El trayecto, que hizo con otros inmigrantes aterrados y enmudecidos, fue muy rápido. Enseguida las colocaron en un autobús. Tras 20 minutos en la carretera, María Alejandra notó algo que le llamó la atención, una gigantesca bandera, de color rojo, blanco y verde. Dos, de hecho, a ambos lados de un puente, que cruzaron sin que nadie les dijera nada. Al otro lado pudo leer, a la distancia: « Bienvenidos a Ciudad Juárez ». Acababan de ser deportadas a una de las ciudades más peligrosas de México, donde miles de mujeres han desaparecido o han sido encontradas muertas desde los años 90. Abrazó a su niña, y lloró.

Hoy María Alejandra vive, con otras familias de deportados en caliente por EE.UU., en el gimnasio municipal Kiki Romero, cerca de la frontera , y a mil kilómetros de donde cruzó ilegalmente a EE.UU. Por aquí han pasado 1.400 personas en apenas un mes. Duermen en literas y reciben desayuno, comida y cena. Según cuenta Lorena Montoya, de 45 años, asistente de derechos humanos en el gobierno municipal, estas semanas han sido dramáticas. «Han sido días muy malos porque nos estuvieron deportando a las familias que ni siquiera cruzan por Juárez, nos los deportan por aquí porque otros estados no quieren deportaciones de mamás con niños por la violencia, como si aquí estuviéramos en la gloria. Hay estados que se han arreglado con EE.UU. para no recibir familias con menores de 10 años, por el riesgo de seguridad, secuestros y demás».

Lorena Montoya, de 45 años, asistente de derechos humanos en el gobierno municipal D. A.

Este amplio gimnasio, custodiado por la Policía por si se acercan los polleros para tratar de ofrecer sus servicios de cruce ilegal, está repleto de literas, que se han ido vaciando en días recientes porque muchos guatemaltecos y hondureños han vuelto resignados a sus países. Otros, los menos, han logrado cita en EE.UU. para tramitar el asilo. Hay también familias mexicanas que han tratado de entregarse, huyendo de la extorsión y las amenazas del narco.

A Juan Diego y Lázaro José Montenegro, de 17 y 13 años, el narco quiso reclutarlos en Queréndaro , su pueblo de Michoacán. Su padre, Lázaro, de 47 años, se negó, y comenzaron las amenazas. Les dejaron notas con promesas de muerte. Cortaron la luz de la casa. Unos desconocidos les mostraron armas en plena calle. A su hermano, tío de los niños, lo secuestraron. El mensaje quedó claro: los chavales eran del narco, según dice el padre, «para que aprendan a robar, asesinar, secuestrar».

Lázaro, que tiene familia en Chicago, tomó una decisión. En septiembre, él, su mujer, su hermano y sus cuatro hijos pusieron rumbo al norte, 1.700 kilómetros a pie y en autobús. No quisieron jugársela con los polleros. Creían tener razones suficientes para pedir asilo. El 7 de abril cruzaron todos juntos el puente que une Ciudad Juárez con El Paso (Texas). Allí pidieron asilo . Tomaron sus datos y los expulsaron, sin darles acuse de recibo. Así lo ha estado haciendo el gobierno de EE.UU. desde la pandemia: al programa iniciado por Donald Trump para que los peticionarios de asilo esperen una decisión en México se ha unido el decreto que cierra a cal y canto la frontera por la pandemia de coronavirus.

Mantas y otros enseres para auxiliar a los emigrantes que tratan de entrar en EE.UU. D. A.

Desde entonces, la familia Montenegro espera en el limbo de este gimnasio. Al padre le llegan tentaciones de todos los lados. «Nos rondan los polleros. Nos dicen que nos pasan por 800 dólares. O que mandemos a los niños solos, que no los devuelven . Pero queremos entrar todos juntos. Tenemos pruebas de que nuestra vida corre peligro en México», dice, sentado en un banco junto a su mujer, Marilú, de 43 años. «Y aquí ya no me dio de nadie».

Lázaro y su familia esperarán en este albergue mientras esté abierto y hasta que EE.UU. les dé cita. Tienen su teléfono y los detalles de su caso. Y no contemplan volver a Michoacán. Es más, no pueden. «Hasta nuestra casa se ha quedado el cártel. Nos llaman los vecinos y nos cuentan que allí se han instalado, que van de noche y encienden las luces», dice. «Yo sé que el futuro de mis hijos está allá», y señala hacia el norte. Los niños, a su lado, asienten, aunque no tengan certezas de lo que les depara el futuro.

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