Don
Felipe y Doña Letizia, Príncipes de Asturias
La lluvia veló los primeros momentos de la Boda Real, pero no
restó brillantez a la ceremonia del enlace del Príncipe
de Asturias y Doña Letizia Ortiz Rocasolano, celebrada en la
catedral de la Almudena y que concentró la atención de
todos los españoles
ALMUDENA MARTÍNEZ-FORNÉS/
Todo
estaba perfectamente controlado y ensayado para la boda de Estado, la
primera que se celebraba en España desde hace 98 años.
Todo, menos el tiempo, y fue precisamente la lluvia la que veló
los primeros momentos de una Boda Real en la que Madrid -y España-
habían volcado toda su ilusión. La lluvia, que empezó
a caer cuando Su Alteza Real el Príncipe de Asturias salía
del Palacio Real, se convirtió, de repente, en un fuerte chubasco
que impidió el paseo a pie de la novia y privó a todo
el mundo de un espectáculo tan esperado. La decepción
se podía ver en los rostros de todos los familiares de los novios,
cuya seriedad llenó la ceremonia.
Con
la música de los truenos como fondo, el Príncipe de Asturias
y su prometida, doña Letizia Ortiz, se convirtieron en marido
y mujer. Eso sí, sin decir, ni una sola vez el tradicional «sí,
quiero», ya que los contrayentes escogieron la fórmula
más larga de las tres posibles.
Pero
el mal tiempo sólo será una anécdota de este día
histórico, pues el matrimonio del Heredero de la Corona, de 36
años, supone un paso previo para la continuidad de la Dinastía.
Por ello, uno de los momentos más importantes de la ceremonia
fue cuando Don Felipe, antes de dar su consentimiento al enlace, cumplió
con la tradición de mirar a Su Majestad el Rey y esperar a que
le diera la venia. Bastó un leve gesto de Don Juan Carlos, un
asentimiento con la cabeza, para que el Príncipe de Asturias,
dando la mano derecha a su prometida, afirmara: «Yo, Felipe, te
recibo a ti, Letizia, como esposa y...».
Después,
llegó la entrega de los anillos y de las arras, en la que los
nervios contenidos motivaron un lapsus del Príncipe de Asturias,
que tuvo que repetir la fórmula desde el principio: «Letizia,
recibe estas arras...».
Antes,
Beltrán Gómez-Acebo, primo de Don Felipe, había
leído la primera de las lecturas, y Menchu Álvarez del
Valle, la abuela paterna de la novia, había declamado, con su
voz radiofónica, la segunda lectura.
A
las nueve y cuarto de la mañana habían empezado a llegar
los invitados a la catedral, y a las diez y veinte, el organista del
templo, Roberto Fresco, amenizaba la espera con diversas piezas musicales.
Cuando faltaban quince minutos para las once, el cortejo nupcial, encabezado
por el Infante Don Carlos y Doña Ana de Francia, empezó
a salir por la Puerta del Rey del Palacio Real. Mientras cruzaban el
Patio de la Armería por la inmensa alfombra roja, la lluvia se
hacía más fuerte. Les seguían los Duques de Soria,
los Duques de Palma y los Duques de Lugo, y cerraba el cortejo Su Majestad
el Rey, del brazo de la Infanta Doña Pilar.
Detrás,
el Príncipe de Asturias, con el uniforme de gran etiqueta de
comandante del Ejército de Tierra, acompañado de su madre
y madrina, la Reina. Sobre el impecable uniforme azul marino, Don Felipe
lucía el collar de la Orden del Toisón de Oro y la banda
y la placa de la Gran Cruz del Collar de la Orden de Carlos III.
Las
campanas de la catedral anunciaban ya la llegada del cortejo, que era
recibido por el arzobispo de Madrid, cardenal Antonio María Rouco
Valera. En el momento en que el Rey entraba en el templo, el organista
interpretó el himno nacional. Cuando faltaban siete minutos para
las once, ya estaba el Príncipe de Asturias, con su uniforme
mojado por la lluvia, esperando a su prometida ante el altar. A su izquierda,
en el lado del Evangelio, se situaban los Reyes, los Duques de Lugo
y los Duques de Palma de Mallorca. A su derecha, en el lado de la Epístola,
los familiares de la novia, los amigos de ambos y los testigos. Pasadas
las once, el Príncipe de Asturias miraba el reloj. impaciente,
como cualquier novio. Serio, quizá nervioso, dirigía sus
ojos con mucha frecuencia hacia la puerta principal de la catedral.
Dentro
del templo, unos monitores de televisión reproducían lo
que sucedía fuera. De pronto, se ve una imagen de los pajes dentro
de un coche. Tantos días de ensayo, recorriendo una y otra vez
la larga alfombra roja para acompañar a la novia con una inmensa
guirnalda de flores -símbolo de la alegría, la abundancia
y la felicidad-, no habían servido para nada.
[sigue]
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