Dos millonarios, un mismo destino: lo que Trump no aprendió de George Washington
La campaña electoral y las primeras elecciones protagonizadas por el primer presidente de la historia de Estados Unidos entre finales de 1788 y principios de 1789, distan mucho de la confrontación y la beligerancia empleada por el último ganador de los comicios
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En 1788, cuando comenzó su carrera presidencial en las que iban a ser las primeras elecciones de la historia de Estados Unidos, George Washington era uno de los hombres más ricos del país, al igual que Donald Trump en 2017, cuando accedió a ... la Casa Blanca por primera vez, y ahora. En el caso del primero, sus credenciales venían avaladas de su labor a la cabeza del Ejército continental en la lucha contra los ingleses durante la Guerra Civil americana y de cómo, a pesar de ello, logró la unidad del país y se ganó el respeto de todos. El segundo, sin embargo, ha basado su exitosa estrategia en la división, la confrontación y la difusión de bulos, como que los inmigrantes se estaban comiendo a los perros de los vecinos de Springfield.
Ya conocen cómo se ha producido la victoria que ha devuelto a Trump la presidencia de Estados Unidos, en «una victoria política que no se había visto antes», según sus propias palabras en el discurso que dio poco antes de conocerse el recuento final de los votos. Y tenía razón, porque se trata de una elección histórica, ya que es la primera vez que un presidente del país es elegido después de haber sido declarado culpable por la justicia. En concreto, de 34 delitos graves por falsificación de documentos hace ochos años, en un intento por silenciar a la actriz de cine para adultos, Stormy Daniels, sobre el encuentro sexual que mantuvieron en un hotel del Lago Tahoe, en California, en el pasado.
Ahora vamos a contarles cómo fue aquella primera carrera presidencial y en qué ambiente se celebraron las primeras elecciones del país a finales de 1788 y principios de 1789, con un George Washington a los historiadores de diferentes signos han calificado como un político «inteligente y capaz de tomar decisiones que contentaron a casi todos en situaciones de riesgo». De hecho, muy pocos fueron los que se sorprendieron cuando se anunció que el comandante del Ejército unionista había ganado las elecciones por una amplia mayoría sobre sus oponentes.
Una de las primeras cosas que hizo Washington cuando acabó la Guerra de Independencia en 1781, tras la derrota y rendición británica en Yorktown, fue dar un paso atrás y renunciar a su jefatura en el Ejército continental. Esta decisión fue vista por muchos ciudadanos como un gesto personal con el que visibilizar que había llegado la hora de dar prioridad al gobierno civil sobre el militar. A continuación volvió a su hacienda en Mount Vernon, en Virginia, para dedicarse a la tranquila vida del campo y a cultivar las granjas que poseía, pero su retiro no se prolongó mucho tiempo.
La Convención
Washington fue llamado para presidir la Convención Constitucional de 1787. Suele considerar que fue elegido, sobre todo, por su papel conciliador a favor del proyecto constitucional, un papel conciliador que el ya presidente electo Trump no ha tenido en ninguna de las dos campañas que ha tenido. Todo lo contrario, puesto que ha sido a través de la confrontación como el actual líder de los republicanos ha obtenido sus mayores réditos. El primer presidente, sin embargo, fue capaz de poner de acuerdo a todos después de una guerra y redactar y ratificar un documento que sirviera como Carta Magna para el país.
Una vez aprobada la Constitución por diez de los 13 estados, el Congreso convocó las primeras elecciones para determinar quiénes serían los electores presidenciales de cada estado. Esta primera parte del proceso se celebró entre el 15 de diciembre de 1788 y el 10 de enero de 1789. Pero no debemos llevarnos a engaño. En la antigua Grecia, el concepto de democracia se refería al «gobierno del pueblo» y se oponía a la autocracia o a la «tiranía». La voluntad popular se expresaba en elecciones, pero éstas se limitaban a los hombres «libres», excluyendo a los esclavos, a las mujeres y a los extranjeros. De la misma forma, en el contexto político de Estados Unidos a finales del siglo XVIII, esta democracia de Washington también sufrió restricciones.
El primer presidente de Estados Unidos, de hecho, defendió la participación en las elecciones limitada a los «caballeros» blancos, o sea, a los propietarios de tierras y licenciados universitarios. Con este sistema de votación restringida de los primeros años de democracia en Estados Unidos los ciudadanos seleccionaron a los miembros de cada estado que serían los encargados de votar al presidente y vicepresidente. El 4 de febrero de 1789 se reunió el Colegio Electoral. Diez estados emitieron sus votos electorales: Connecticut, Delaware, Georgia, Maryland, Massachusetts, New Hampshire, Nueva Jersey, Pensilvania, Carolina del Sur y Virginia. Nueva York, por su parte, no logró presentar una lista de electores, mientras que Carolina del Norte y Rhode Island no pudieron participar porque no habían ratificado todavía la Constitución.
Dos votos por elector
Según el artículo II de la nueva Constitución, cada elector del Colegio Electoral poseía dos votos. El candidato que más obtuviera sería nombrado presidente y el segundo, vicepresidente. Washington quedó en primer lugar con 69 votos, muy por encima de los 34 de John Adams. No parecía que hubiera discusión, después de adoptar un carácter conciliador tras su paso por la guerra, convertido en un héroe nacional y ser el ciudadano favorito de Virginia, el estado más grande en aquel momento.
Adams, por su parte, había desempeñado el importante cargo de primer embajador de Estados Unidos en Gran Bretaña. Al ser de Massachusetts, con su elección como primer vicepresidente, proporcionó a la administración un equilibrio regional entre el sur y el norte. «Los otros candidatos que recibieron votos electorales fueron John Jay, con nueve; Robert Harrison y John Rutledge, con seis cada uno; John Hancock, con cuatro, y George Clinton, con tres. Y otros cinco candidatos se repartieron los siete votos restantes», detalla Montserrat Huguet en su 'Breve historia de la Guerra de la Independencia de los Estados Unidos' (Nowtilus, 2017).
El 16 de abril de 1789, George Washington comenzaba su viaje hacia la investidura desde su casa, en Mount Vernon, hasta la capital, que en ese momento era Nueva York, para tomar posesión del cargo. Lo hizo desde el balcón principal del Federal Hall de Nueva York, que era el lugar donde operaba el Congreso antes de trasladarse a Filadelfia, primero, y a Washington D. C. en 1800, cuando fue elegida capital de la República. El acto ha sido narrado con suma precisión por multitud de historiadores, hasta constituir todo un mito de la historia nacional.
El diario de Washington
En su diario, Washington anotaría que dejaba la intimidad del hogar, la felicidad doméstica, para embarcarse en un futuro incierto con un sentimiento de ansiedad, sin que ello fuera óbice para el enorme sentido de responsabilidad que le embargaba. El periplo de siete días hasta la capital fue un paseo triunfal por las calles de las poblaciones que iba atravesando: Alexandria, Baltimore, Wilmington, Filadelfia, Trenton. El primer presidente recaló en Elizabethtown, Nueva Jersey, el 23 de abril, para cruzar el río hasta Manhattan. El embajador holandés en Nueva York describió así su entrada en la ciudad:
«Los ciudadanos habían construido una gran barcaza para la ocasión, gobernada por una tripulación vestida de blanco. Para dar la bienvenida al presidente se había formado un comité de tres senadores y cinco representantes del Congreso, que se adelantaron hasta Elizabethtown a recibirle y acompañarle en su entrada a la ciudad. Pequeñas fragatas y balandras ocupadas por multitud de ciudadanos formaban una comitiva espontánea. A la entrada del puerto, un paquebote español se encargó de la salva, tras la cual desplegaron banderas de todas las naciones. El carguero de España rindió saludo a su excelencia, el presidente Washington, con trece salvas, repetidas desde tierra. El gobernador George Clinton, el alcalde y otros oficiales recibieron a Washington con las compañías de ciudadanos uniformados, de comerciantes y demás gentes de la ciudad. Escoltado por el gobernador, el presidente caminó hasta la residencia que el Congreso le había preparado».
En aquel nuevo país que todavía se estaba construyendo, todavía no se había organizado el protocolo de la toma de posesión. Durante toda una semana, Washington permaneció en su nuevo hogar, mientras el Senado y la llamada The House, la futura Casa Blanca, hacían los preparativos. El 30 de abril, por fin, nuestro protagonista se dirigió al Federal Hall, sito en Wall Street, y a la cámara del Senado. Allí, él mismo y el vicepresidente John Adams, junto a los senadores y congresistas, salieron a saludar a la ciudadanía congregada. A falta aún de una Corte Suprema de Justicia, Robert R. Livingstone, canciller del estado de Nueva York, se encargó de tomarle juramento.
Las crónicas de la época destacaron ciertos silencios del nuevo presidente, tiempos muertos durante el juramento seguido en la calle por una masa de ciudadanos expectantes. Con una mano en la Biblia, un «volumen sagrado» tomado de una logia masónica local y posteriormente conocido como la «Biblia inaugural de George Washington», declaró: «Yo, George Washington, juro solemnemente que ejecutaré fielmente la Oficina de Presidente de los Estados Unidos, y haré lo mejor que pueda para preservar, proteger y defender la Constitución de los Estados Unidos». Y Livingston exclamó: '¡Viva George Washington, presidente de los Estados Unidos!'».
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