«En Guernica, mi hermano de 14 años tuvo que recoger pedazos de cuerpos»
Luis, Andone y Francisco corrieron al ver un Heinkel 111 soltar la primera bomba a las 15.30 del 26 de abril de 1937. Comenzaba el episodio más dramático de la Guerra Civil
Cuenta Francisco García San Román que la primera vez que escuchó las sirenas serían las 15.30. Tenía siete años. Se encontraba en casa con su madre y sus cuatro hermanos, recién terminada la comida. Un avión solitario acababa de sobrevolar Guernica «a bastante poca altura», antes de dar la vuelta sobre las casas y marcharse sin disparar un solo tiro. Era la maniobra que anunciaba la tormenta de bombas que reduciría la ciudad santa de los vascos a llamas y escombros, matando a cientos de personas y convirtiendo aquel episodio en el más dramático y controvertido de la Guerra Civil española .

Guernica era una población de unos 5.000 habitantes que carecía de verdadera importancia militar. En ella, además de Francisco, vivían también Luis Iriondo , que tenía 14 años, y Andone Bidaguren , de nueve. Tres de los 235 supervivientes registrados en el Centro de Investigación por la Paz Gernika Gogoratuz .
Los tres eran unos críos. Apenas tenían constancia de que España estaba en guerra . «En algunas calles había palos y sacos de tierra puestos, pero yo no sabía para qué eran», recuerda Francisco, que hoy tiene 82 años, vive en Irún y jamás volvió a residir en Guernica después de aquel fatídico día en el que su casa fue arrasada por una bomba.
Día de mercado
Andone se mudó a los tres años a un caserío del barrio de Olesko , a menos de un kilómetro del centro del pueblo. A su casa iban todos los días a comer los «gudaris», los soldados del gobierno vasco a los que escuchó en varias ocasiones que «algún lunes de estos, que había mercadillo, iban a bombardear Guernica». Luis, que trabajaba en el Banco Bilbao de botones porque se habían suspendido las clases, sí había escuchado a su padre comentarios sobre los frentes y la muerte de algunos jóvenes del pueblo. Se había acostumbrado a ir a los refugios casi a diario cuando sonaban las alarmas. «Pero al ver que nunca ocurría nada, dejamos de hacerles caso », comenta a sus 90 años, desde su actual casa en Guernica.

Sin embargo, aquel lunes 26 de abril, con el pueblo a rebosar de comerciantes de las zonas rurales y milicianos huidos del frente de Bilbao, Guernica se convirtió en el infierno de sus vidas . «Fue la peor experiencia que he tenido jamás», asegura Francisco, a quien su padre le había avisado de que si sonaban las campanas se fuera corriendo al refugio que había en la fábrica de armamento , a 300 metro de su casa. Le decía que se tapara la boca con un pañuelo y mordiera un palo para evitar que las explosiones le «reventaran la boca».
Tras aquel primer avión marcando la dirección, un bombardero Heinkel 111 de la «escuadrilla experimental» de la Legión Cóndor apareció en el cielo, arrojó la primera carga en el centro de Guernica y desapareció de inmediato. A dos de los hermanos de Andone, de 7 y 8 años, este primer ataque les pilló cerca de su caserío jugando al fútbol. Al principio se quedaron paralizados, sin saber qué hacer, y luego echaron a correr hacia casa. «Entonces mi padre grito: “¡No salgáis, si nos tienen que matar, nos quedamos aquí muertos!”. Pero mis dos hermanos y yo estábamos tan nerviosos que no le hicimos ni caso y nos liamos a correr hacia el campo, hasta que llegamos a una ría . Nos metimos los tres dentro del agua cubiertos hasta la cintura, pensando que allí no nos vería nadie, y nos quedamos quietos las cuatro horas que duró el bombardeo. ¡No podíamos ni hablar del miedo que teníamos!», recuerda Andone.
«El aire no me llegaba a los pulmones»
Tras aquella primera ristra de bombas, la gente salió de sus refugios con el fin de ayudar a los heridos, pensando que había terminado, pero lo peor aún estaba por llegar . «Enseguida vinieron otros tres aviones, y después otros tres, y así sucesivamente», añade Andone. Las pausas entre una oleada y otra no eran muy largas, porque los bombarderos se turnaban. «Arrojaban las bombas y volvían posiblemente a Vitoria a reponer su arsenal, cruzándose con los que habían ido antes», explica Luis.

En una de las pausas, el mismo Luis intentó salir corriendo del refugio de la terraza del mercado, porque creía que iba a morir asfixiado . «Dentro el aire no me llegaba a los pulmones y las cerillas se apagaban al encenderlas», recuerda. No le dio tiempo ni a salir de la plaza, porque volvieron a sonar las explosiones, esta vez mucho más fuertes. «El ruido parecía entrar por uno de los brazos de la plaza y recorría toda su extensión con un sonido largo, lúgubre, que se metía hasta dentro», asegura.
Las oleadas de aviones descargando bombas sobre Guernica eran casi continuas: tres Savoia SA-79 , tres Heinkel He-111 de la Aviación Legionaria italiana y 18 Junker Ju-52 de la Legión Condor atacando simultáneamente, además de cinco cazas italianos Fiat CR-32 y 16 alemanes, entre Messerchmitt BT-109 y los Heinkel He-51 , que ametrallaban todo lo que se movía por las calles. Arrojaban una combinación de bombas incendiarias y explosivas antipersona de 50 y 250 kilogramos. Mataron entre 250 y 300 personas (algunos periódicos franceses de la época elevaron la cifra a 3.000) e hirieron a muchas más, derrumbando muros, destrozando los tejados y prendiendo las casas. Fueron destruidos 271 edificios, las tres cuartas partes de la ciudad.
«Señor mío Jesu… ¡broooom!»
Suerte que los frágiles refugios se habían reconstruido y reforzado tras el bombardeo de Durango el 31 de marzo. En uno de ellos, Luis intentaba terminar la oración de «Señor mío Jesucristo» que le habían enseñado en clase de catequesis para rezar en los momentos de peligro. Pero el miedo no le dejaba terminarla: «Señor mío Je… ¡broooom! Señor mío Jesu… y otra bomba. Una y otra vez. Siempre lo mismo», recuerda.

Andone y sus hermanos pequeños estuvieron dentro de la ría hasta que terminó el bombardeo, cuando ya había anochecido. «No parecía de noche. Todo Guernica estaba en llamas y era como si fuera de día», cuenta hoy, a sus 85 años, y recuerda que en el monte junto a la ría se encontró a mucha gente gritando y llorando, preguntando por sus familiares y sin poder volver al pueblo, que estaba ardiendo por completo.
Los testigos describieron la escena en términos dantescos y apocalípticos . Familias enteras quedaron enterradas entre las ruinas de sus casas o murieron aplastadas en algunos refugios. Vacas y ovejas ardiendo por el fósforo blanco y brincando enloquecidas entre las viviendas de madera y ladrillo hasta caer muertas. Como Perico, el burro de la familia de Luis, muy querido por los niños del pueblo, que murió al derrumbarse la cuadra en llamas cuando intentaba soltarse, a pesar de los intentos del padre por rescatarlo.
«Hijo mío, están durmiendo»
A estos tres supervivientes hay escenas que se les quedaron grabadas para siempre a sangre y fuego , marcándoles para el resto de sus vidas. Como cuando Francisco salió del bunker de la fábrica con su madre, cinco horas después, y su hermano mayor, de 9 años, señaló varios cuerpos sin vida sobre el suelo: «Ama, mira como están estos», exclamó. Y su madre contestó: «Hijo mío, están durmiendo». Después de aquello, ni se les ocurrió ir a ver cómo había quedado su casa. Ya no había casa. Todo se había derruido o estaba en llamas.

Andone recuerda perfectamente como, al día siguiente del bombardeo, los mandos del ejército franquista ordenaron a todos aquellos que tuvieran carro y vacas, que recorrieran las calles de Guernica para revolver los escombros y retirar los cadáveres. Su padre y su hermano de 14 años estaban entre ellos. «Tuvieron que ir durante varios días a recoger los muertos, tanto los que estaban enteros como los que estaban en pedazos, que eran casi todos. Cabezas, brazos… los metían en cajas de madera y se los llevaban al cementerio. Después venían a casa a comer y no podían ni tragarse la comida, por lo que daban de comer al ganado y volvían al pueblo a recoger muertos. No eran personas. Llegaban aturdidos los pobres», relata.
Cuando por fin dejaron de llover bombas sobre Guernica, a eso de las 20.30 o 21.00, Luis salió de entre los sacos del refugio del mercado y echó a correr desesperado entre las llamas y la nube de humo que cubría el cielo, en busca de su amigo Cipri. Sabía que se encontraba en un refugio en la carretera de Lumo , desde donde «Guernica parecía una hoguera». «Al llegar al refugio –cuenta– vi que había un “gudari” con un fusil haciendo guardia en la puerta. Detrás de él, me pareció ver cuerpos de personas, pero cuando me acerqué a ver mejor, me detuvieron. Ni pensaba que el Cipri pudiera haber muerto allí… como meses después me enteré».
Contemplando como ardía su pueblo
Exhausto, sin saber muy bien qué hacer, se subió con un amigo al que se había encontrado buscando a su familia, Eloy, a una loma desde la que se veía todo Guernica. «Allí, sentados en la hierba, contemplamos como ardía nuestro pueblo – recuerda perfectamente –. La casa donde vivía Eloy, que estaba junto a la mía, era una de las más grandes de Guernica. De repente, las paredes de su casa se desplomaron produciendo una gran humareda. Eloy, sin emoción alguna, me dijo: “Allí están mi abuela y mi tía. Una sorda y la otra paralítica”».
Y allí se quedó Luis un rato largo, cuando todo parecía que había acabado, antes de ir a buscar a su madre y huir hacia Bilbao, Santander y París . Allí, a sus 14 años, fumándose un cigarro y con los pantalones largos que le había regalado ella el día anterior. Los pantalones largos que para su familia eran el reconocimiento de que sus padres ya no le consideraban un niño. Y después de aquello, desde luego que ya no lo era.
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