400 años de la muerte de Felipe III, el Rey que se pasó la vida vengándose de su padre
El hijo de Felipe II es un Monarca ninguneado y recordado únicamente como un paréntesis pacífico y corrupto en el pasado de España, a pesar de que durante su reinado el Siglo de Oro alcanzó su cima y se asentó un siglo más de poder Habsburgo

Los reyes no saben morirse sin montar cierto ruido. El anecdotario cuenta que Fernando ‘El Católico’ falleció por castigarse el vetusto corazón con afrodisíacos; que a Felipe ‘El Hermoso’ le dio un patatús por beber un vaso de agua fría, que ... a Carlos I le persiguió un mosquito hereje hasta Extremadura y que a Felipe II le sobrevino en su agonía otra armada invencible, pero esta vez de piojos. La mayoría de estas historias no pasan de la categoría de fábulas que, con un sentido moralizante y satírico, buscan resumir con brocha gorda los reinados y las personalidades de los difuntos.
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Así ocurre con el mito sobre la muerte de Felipe III ‘El Bueno’ , de la que este miércoles se conmemoran 400 años. El francés De la Place describe en sus ‘Piéces intèressantes’ que, estando el Rey sentado cierto día demasiado cerca de una chimenea, se contuvo de llamar a nadie al impedírselo la etiqueta. Ninguno de los gentiles hombres osaron entrar en la habitación a la espera de que apareciera el Marqués de Polar . El Rey pidió a este noble que apagase o disminuyese el fuego, pero el marqués se excusó también con el pretexto de que la etiqueta se lo prohibía, para lo cual se debía llamar al Duque de Uceda . Felipe tuvo que aguantar el calor cada vez más intenso hasta que acudió Uceda, lo que le afectó de tal forma a la sangre que al día siguiente sufrió ardiente fiebre y la muerte.
«Varios historiadores han intentado revisar su negativa imagen, pero estas nuevas visiones no han conseguido convencer. Sin duda, mostraba momentos de energía y de interés en el proceso de gobierno»
En realidad, Felipe murió a los cuarenta y dos años de una rara enfermedad infecciosa que contrajo durante un viaje a Portugal. La escena de la chimenea se supone una leyenda, o más bien una parodia. El golpe absurdo que puso fin a un reinado frívolo, donde la corrupción se había extendido desde la corte a todos los grupos sociales. El carácter bondadoso del Rey no inspiraba para celebrar abiertamente su fallecimiento, pero sí para esbozar un gesto de alivio por la ausencia de un personaje que nadie se ha molestado siquiera en historiar desde entonces.
Una difícil transición
No es que falte una biografía definitiva del soberano, si es que alguna lo puede ser, es que simple y llanamente faltan trabajos para completar una. «Varios historiadores han intentado revisar su negativa imagen, pero estas nuevas visiones no han conseguido convencer. Sin duda, mostraba momentos de energía y de interés en el proceso de gobierno, especialmente al surgir alguna crisis, pero por lo general no era un intervencionista. Estaba contento dejando las funciones de gobierno en manos de su valido, una decisión comprensible cuando uno se da cuenta de los retos de gobernar una monarquía imperial y sumamente burocrática a escala mundial. Felipe II lo intentó y falló. En contraste, Felipe III prefirió dedicarse a la caza y los juegos de naipes, ¿quién puede afirmar que no tenía razón?», se pregunta el hispanista John Elliott .

De los once hijos que Felipe II tuvo a lo largo de su vida, solo dos sobrevivieron a su muerte: Isabel Clara Eugenia , el ojito derecho del Monarca, única mujer con la que compartía los asuntos de Estado; y el futuro Felipe III, siempre enfermizo y en un segundo plano. El hecho de que hasta sus últimos años la sucesión estuviera en vilo, en manos de un joven de salud quebradiza , hizo que el Rey Prudente no prestara la suficiente atención a su educación y, por si acaso, mantuviera cerca a su hija soltera. «El Monarca conocía las limitaciones de su hijo, pues los informes que recibió a lo largo de su educación no eran buenos. Su tutor mostró sus dudas sobre la capacidad del príncipe; no estudió francés y a los quince años no sabía manejar las armas», recuerda Enrique Martínez Ruiz, catedrático de Historia de la Universidad Complutense y autor de una reciente biografía sobre Felipe II.
El Rey Prudente incorporó a su hijo a las reuniones del consejo a finales de junio de 1595: asistía, daba audiencias y participaba en actos públicos. Su comportamiento, sin embargo, no despejó la inquietud paterna, hasta el punto de que el Rey confesó a su secretario Cristóbal de Moura que temía que se «lo iban a gobernar» cuando él faltara. El médico psiquiatra Francisco Alonso-Fernández , recientemente fallecido, describió al heredero en su libro ‘Historia personal de los Austrias españoles’ como una persona «de dotación intelectual escasa o mediocre, casi en el umbral de la deficiencia. Si no fuera por su fervorosa entrega al divertimento, la imagen de Felipe III podría ser equiparada a la de los monjes medievales atacados por una especie de pereza melancólica». Frente a un padre muy exigente, la indolencia del Rey se tradujo en un joven perezoso sin interés por los asuntos de Estado y, no menos importante, con un profundo resentimiento hacia su padre.
«Era de dotación intelectual escasa o mediocre, casi en el umbral de la deficiencia. Si no fuera por su fervorosa entrega al divertimento, la imagen de Felipe III podría ser equiparada a la de los monjes medievales atacados por una especie de pereza»
«Fue un hombre con una obsesión monumental con su padre. Aunque esta no se manifestara de forma visceral, tomó muchas decisiones contra el criterio de lo que habría hecho él solo para demostrar que era quien mandaba. Era algún tipo de mecanismo de defensa», interpreta el historiador Alfredo Alvar Ezquerra, que en el año 2010 publicó la biografía ‘El Duque de Lerma. Corrupción y desmoralización en la España del siglo XVII’ (La Esfera de los Libros, Madrid) sobre el verdadero hombre fuerte de este periodo.
Los veintitrés años del reinado de Felipe III estuvieron marcados por la todopoderosa sombra del Duque de Lerma, Francisco de Sandoval y Rojas , un noble con más deudas que rentas antes de comenzar su ascenso a la corte. A pesar de todas las prevenciones del Rey Prudente para evitar que alguien así sacara provecho de la indolencia de su hijo, Lerma hizo saltar los planes de sucesión. Habían mandado a Lerma a Valencia de virrey, pero volvió a la corte justo a tiempo de lograr, con el cadáver aún caliente del anterior Rey, hacerse con las riendas y los papeles de las secretarías. «Lerma conocía a Felipe III desde joven y entendía bien cómo había que llevarlo. Era uno de esos genios que comprenden perfectamente la personalidad de los otros y los seducen como encantadores de serpientes», defiende Alvar Ezquerra .

Bajo la orquesta de Lerma, se expandió por el país una red de clientelismo y corrupción económica que tuvo en el traslado de la corte de Madrid a Valladolid y luego, de nuevo, de Valladolid a Madrid, su punto culminante. En una demostración de su capacidad para convertir «el trigo en oro», el Duque de Lerma se enriqueció con estas idas y venidas comprando terrenos en el centro de Madrid. Todo un pelotazo inmobiliario en pleno Siglo de Oro . Ni la reina Margarita, ni los familiares de Viena, ni nadie fue capaz de romper el estrecho vínculo entre el Rey y su valido. En el año 1618, sitiado por los escándalos y las conjuras, fue el propio noble quien, con permiso de Felipe III, solicitó a Roma el capelo cardenalicio y se retiró a sus propiedades de la ciudad de Lerma. Se fue de rositas...
Envenenada Pax Hispánica
Si Lerma pudo hacer y deshacer a gusto en España fue gracias a que de cara al exterior el reino se vio libre de guerras. La llamada Pax Hispánica, que ya inició Felipe II a finales de su vida, se cimentó en la paz con Francia, un tratado para concluir la guerra anglo-española de 1585-1604 y la Tregua de los Doce años, que supuso un paréntesis en la Guerra de los Ochenta Años iniciada en la revuelta de Flandes. «La política exterior de Lerma me parece magnífica: paz con todos para recuperarse económicamente, pero continuando la guerra fría y secreta a través del espionaje y de un cuerpo diplomático donde destacaba el mejor embajador de todos los tiempos: el conde de Gondomar en Inglaterra. Durante el reinado de Felipe III, aún España mantuvo su reputación en Europa. Lo peor vino más tarde», opina Miguel Cabañas Agrela , historiador especializado en las relaciones internacionales entre la Inglaterra isabelina y la España de los Austrias.
Alvar Ezquerra considera una cuestión de interpretación si aquello fue una retirada ordenada de la Monarquía católica o, más bien, una huida nociva para el futuro de la dinastía, pero tiene claro que la estrategia de Lerma de aliarse con Francia, dando la espalda a sus familiares Habsburgo, no sirvió para nada: «El valido apostó por un doble matrimonio, entre los príncipes españoles y los franceses, en una jugada que resultó magistral, y lo digo con ironía, pues se casaron en 1615 y en 1635 ya estaban en guerra ambas naciones. Siempre es un error pactar con los enemigos en vez de con los amigos», afirma.

En la misma semana que Lerma firmó la tregua con los «herejes holandeses» en Amberes , se tomó una resolución en Madrid que atravesó el reinado de Felipe III y ha perdurado hasta hoy como su peor error económico: la expulsión de los moriscos en 1609. «La medida provocó la despoblación de zonas que tardaron décadas en recuperarse. España se calcula que perdió el 4 por ciento de su población; pero Valencia perdió un tercio y Aragón una sexta parte. Aldeas moriscas desaparecieron e incluso lugares cristianos también se vieron al borde de la desaparición», argumenta Martínez Ruiz sobre una expulsión que afectó de forma desigual al país y estuvo entre las causas de la crisis agraria del siglo XVII.
Moriscos era el nombre que recibían aquellos musulmanes que tras la Reconquista habían decidido bautizarse, aunque seguían profesando la religión islámica en secreto. Con los otomanos y los piratas berberiscos haciendo de las suyas en el Mediterráneo, tener una minoría musulmana en la península suponía una amenaza de invasión muy real, pero no fue esta la causa última de su expulsión. Lejos de la idea de que Felipe III los deportó por motivos fanáticos, un análisis en frío permite vislumbrar razones propagandísticas más que religiosas: «Fue un lavado de imagen pensando en el exterior. Una forma de compensar la tregua con los herejes recordando que los españoles eran todavía los campeones de la causa católica», comenta Alvar Ezquerra.
Una explosión cultural
A favor de Felipe III y de Lerma hay que recordar que, a diferencia de los que vendrían después, ellos devolvieron el imperio incólume , tal y como lo habían recibido, sin pérdidas territoriales. «Tenía una personalidad débil, pero su reinado tuvo algunos aspectos positivos. Sin embargo, no se aprovecharon los periodos de relativa paz para reducir la corrupción, reformar el mecanismo de gobierno o rescatar la economía y las finanzas. En el fondo fue un reinado de oportunidades perdidas», sentencia Elliott. Pasarse la vida cazando y disfrutando del ocio palaciego favoreció, al menos, a que el Rey asegurara una descendencia robusta, con tres varones que llegaron sanos a la edad adulta. En eso Felipe III logró cumplir y mejorar lo hecho por el resto de miembros de la Casa de Austria , siempre enredada en problemas sucesorios.
«En el fondo fue un reinado de oportunidades perdidas»
Tampoco se puede olvidar la explosión cultural que vivió el país durante el reinado. «Son los mejores años del Siglo de Oro en la cultura, las letras y las artes de nuestra historia: Cervantes, Góngora, Quevedo, Lope de Vega, el conde de Villamediana, la plaza mayor de Madrid, el convento de la Encarnación, las primeras obras de Velázquez…», enumera Cabañas Agrela. Felipe III no estuvo tan interesado en la cultura como su padre o su hijo y, en gran parte, estas corrientes fueron consecuencia de lo sembrado antes, pero no se puede ignorar que era Felipe ‘El Bueno’ quien sostenía el cetro mientras Miguel de Cervantes publicaba la primera y la segunda parte de Don Quijote de la Mancha o cuando Velázquez daba sus primeras pincelas. No se trata de poca cosa.
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