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La gran mentira de que Felipe IV prohibió a los españoles aprender a leer y escribir

En un intento por ordenar el caótico mundo de las Escuelas de Latinidad, equivalentes a lo que hoy son estudios previos a la universidad, el Rey buscó fórmulas para orientar a los jóvenes hacia profesiones más prácticas

Retrato de Felipe IV, por Velázquez. National Gallery de Londres
César Cervera

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La Leyenda Negra que pende sobre la historia de España tiene forma de hidra: cuantas más cabezas se cortan, más mentiras aparecen. De la clásica idea de que entre Felipe II y la Inquisición española se cargaron el futuro cultural y científico del país, lo cual es muy fácil de desmentir con el dato de que no existe imperio posible sin científicos (matemáticos, cartógrafos, ingenieros, artilleros...), ha aparecido, en fechas muy recientes, la ocurrencia de que el nieto del Rey Prudente, Felipe IV, se dedicó a prohibir la enseñanza básica a los españoles a modo de golpe de gracia contra el conocimiento.

Una conocida divulgadora histórica decía hace pocos años en su programa de radio que «el más grave de los tropezones» que ha realizado España en materia educativa, de esas «decisiones erróneas» que «hacen que un país pierda el paso», tuvo lugar el 10 de febrero de 1623, cuando «el Rey Felipe IV ordenó el cierre de las escuelas de gramática en todos los pueblos de España. Uno se pregunta qué interés puede tener un rey en que la mayoría de sus súbditos sean unos zoquetes... pero también nos preguntamos si los lodos de hoy vienen de los polvos de entonces».

Esta afirmación de Nieves Concostrina sobre la restricción de la enseñanza para los pobres, que ha sido replicada por otros medios de comunicación, está remotamente basada en una realidad histórica ocurrida en pleno Siglo de Oro , el momento de mayor esplendor de las letras hispánicas. Solo remotamente...

Una medida reformista

A principios de su reinado, Felipe IV dictó en 1623, junto a una amplia ráfaga de medidas reformistas, una pragmática para limitar la existencia solo a las ciudades que tuvieran corregidor o cargos equivalentes de las llamadas Escuelas de Latinidad o Escuelas de Gramática.

Aunque el nombre puede llevar a equívocos, el verdadero equivalente hoy en día de estos centros sería el de estudios de secundaria o aquella formación previa al ingreso a la universidad, es decir, no se trataba de las escuelas para aprender las primeras letras. A estos centros acudían jóvenes ya sabiendo leer y escribir, normalmente hidalgos acomodados, que aspiraban a plazas de escribanos, plumistas, administradores, contadores, secretarios y otros cargos en la administración pública. Se estudiaba materias como geografía, filosofía, los autores clásicos y se usaba el latín como asignatura troncal. De estas escuelas, a las que no iban las niñas, se salía con 17 años, y de allí ya se pasaba o a la universidad o a trabajar.

El Conde-Duque de Olivares a caballo (c. 1634), cuadro de Diego Velázquez

La clave a la hora de desmitificar las oscuras intenciones de la medida de Felipe IV, un Rey de una gran formación cultural, está en el contexto en el que se emplaza. Como explica el catedrático de Historia del Derecho Manuel Torres Aguilar en su artículo académico 'La educación en la legislación real de la Edad Moderna: perfiles de su regulación', «el Monarca pretendía con esta medida que no proliferasen este tipo de escuelas por villas o lugares de menor entidad con los que se conseguía el doble efecto de limitar su número y, además, las que hubiese lo estuviesen en localidades donde la estructura administrativa permitiese un mejor control sobre las mismas. Solo se iba a permitir la existencia de una por localidad, y se fijaban también unos requisitos económicos para su fundación y funcionamiento fuera de las villas de corregimiento que consistía en garantizar la existencia de una renta de más de trescientos ducados para su funcionamiento, se prohibía su existencia en hospicios y lugares donde hubiese niños pequeños, sin explicitar la razón...».

La medida, de carácter técnico, buscaba establecer una regulación sobre un tipo de centro educativo en manos de maestros particulares , muchos de ellos sin la formación debida y sin la suficiente financiación. Desde tiempos de Felipe II, existían proyectos similares para remodelar y limitar las 4.000 escuelas de Latinidad (existían 32 universidades y más de 50 colegios mayores) que salteaban la geografía española sin orden ni concierto. Su reforma, en palabras de Felipe IV, resultaba urgente «porque de haber en tantas partes de estos reynos estudios de gramática se consideran algunos inconvenientes».

«El Monarca pretendía con esta medida que no proliferasen este tipo de escuelas por villas o lugares de menor entidad»

Tampoco es cierto que la aristocracia saliera beneficiada con la supresión de estos centros. En la obra coral 'Historia de la educación en España y América' , editado por Fundación Santa María, se desmiente con datos el mito de que la medida se aprobara por influencia de los jesuitas y nobles, supuestamente interesados en monopolizar el conocimiento, y se explica que la pragmática estaba pensada precisamente para potenciar las Escuelas de Gramática que sí eran viables, «mejorar la situación económica de los preceptores» y «evitar la competencia desleal y el intrusismo magisterial».

Una economía más industrial

La pragmática, además, ordenaba que los niños expósitos y huérfanos, es decir, los que estaban acogidos por establecimientos de beneficencia, no se dedicaran al estudio avanzado de las letras, sino a oficios útiles que requerían especialización, como la marina o cuestiones concretas de la milicia. Se orientaba la formación de los jóvenes hacia profesiones más prácticas y, en el caso de territorios rurales, hacia el trabajo en el campo , que desde la expulsión de los moriscos había quedado desasistido en muchas regiones. Para muchas familias era importante que el hijo trabajase con el padre o se fuera de casa a buscar faena, pues con los estudios no estaba garantizado ganar dinero, y las cosas no estaban para perder tiempo.

«Se cerraron estas escuelas que, por exceso, no servían de nada, y se dirigió a parte de la población hacia trabajos manuales en el campo y en la artesanía. Se trataba de desarrollar las manufacturas locales y evitar que algunos estuvieran ocupados en estudios locales de bajo nivel formativo», explica el historiador Alfredo Alvar Ezquerra , autor de la biografía 'Felipe IV, el Grande' (La Esfera de los libros), que insiste en matizar que no es lo mismo la «latinidad» que la «gramática».

«Sin latín y sin escuelas es imposible imaginar el Siglo de Oro. El primero que estaba preocupado por la educación de los jóvenes españoles en esas fechas era el Conde Duque de Olivares, ministro principal de Felipe IV, pero eso tiene poco que ver con que se cerraran escuelas en pueblos de 30 habitantes en donde había dos estudiantes aprendiendo latín por un maestro que no sabía latín...», apunta con humor el historiador granadino.

El cumplimento de la ley, en cualquier caso, fue bastante relativo y el número de escuelas no disminuyó a los niveles deseados por la Monarquía y por los intelectuales que exigían reformas. Todavía en 1624, el obispo de Badajoz, fray Ángel Manrique, seguía quejándose del excesivo número de bachilleres existentes en Castilla, «con perjuicio de los oficios necesarios para la república», y estipulaba que para sus necesidades eran suficientes cuatro universidades y solo veinticuatro Escuelas de Gramática.

«Sin latín y sin escuelas es imposible imaginar el Siglo de Oro»

Incluso en plena Ilustración, con Fernando VI se ratificó esta normativa y se reconoció que «la vigilancia de la utilidad común movió a los antiguos a prevenir reglas para la disminución de estudios de Latinidad ». «Con la abundancia de maestro hay menos elegancia en el uso de este idioma, fuera de otros daños que se intentaron evitar», se afirmaba en un texto de la época de los Borbones donde se recomendaba aumentar la vigilancia en torno a estos centros educativos.

La acusación de que Felipe IV tenía interés por limitar la educación básica de los pobres choca con su asombroso perfil como promotor de la cultura a todos los niveles. De joven fue un buen estudiante, culto, amante de la Historia, la Teología, el Derecho, la Música y los idiomas. Le atrajeron el arte, el teatro y la poesía, hasta el punto de que pintaba y escribía con soltura. El Rey tradujo personalmente obras italianas, redactó estudios de educación de príncipes, compuso obrillas de teatro, leyó con desesperación y amó con pasión la pintura. Con los años, se convirtió en uno de los mayores coleccionistas de pintura de su época, con importantes colecciones de Tiziano, Rubens, José de Ribera y de Velázquez, entre otros.

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