La explicación de un neurocientífico a por qué no tenemos recuerdos de nuestros 3 primeros años de vida
Mariano Sigman, uno de los neurocientíficos de mayor prestigio internacional y exdirector del proyecto Human Brain Project para entender y emular el cerebro humano, explica el gran poder de las palabras y plantea a los padres el reto de comer, al menos una vez a la semana, con los hijos y hablarles como si fueran sus sobrinos y «observar a ver qué pasa»
Pautas y frases (por edades) que te ayudarán a mejorar la comunicación familiar alrededor de la mesa
![El experto señala que muchas veces no podemos tomar decisiones por el murmullo mental](https://s3.abcstatics.com/abc/www/multimedia/familia/2022/09/29/mujerduda-Rtk5PbLJJUCZPHjR8hHxRdN-1240x768@abc.jpg)
Mariano Sigman es actualmente uno de los neurocientíficos de mayor prestigio internacional y exdirector del proyecto Human Brain Project, el esfuerzo más vasto del mundo para entender y emular el cerebro humano. Acaba de publicar el libro 'El poder de las palabras. Cómo cambiar tu cerebro (y tu vida) conversando' .
En sus páginas pretende aporta las claves para ejercitar el cerebro y ponerlo a nuestra disposición porque, tal y como advierte, «en muchas ocasiones intenta engañarnos». El motivo, en su opinión, es evidente: «El cerebro debe tomar infinidad de decisiones durante el día, y lo hace con escasa información a su alcance. Se precipita, y en no pocas ocasiones se deja llevar por los marcos mentales adquiridos, las creencias o los prejuicios. esto es algo que afecta no solo a cómo evaluamos a las personas con las que nos relacionamos, sino también a la percepción que tenemos de nosotros mismos».
En su libro asegura que la conversación ha perdido poder, ¿por qué?
Porque nos hemos vuelto escépticos de su capacidad de ejercer, lo que en realidad es su mejor virtud, que es enseñarnos a aprender, a pensar, a poder contemplar distintos puntos de vista, a ayudarnos a ver lo que no habíamos percibido… Todas estas cosas habían sido siempre la principal herramienta de la conversación desde la época griega, en la que los filósofos se juntaban a descubrir cómo funcionaban las cosas, conversando con otra gente para ver aquellos lugares en los cuales sus ideas no fluían del todo bien y así en la conversación ir fabricando ideas.
De hecho, hay experimentos en los que uno puede preguntar a la gente: «si se juntan dos personas que piensan distinto sobre algo, ¿cuál es la probabilidad de que cambien de idea, de que se pongan de acuerdo? ¿Cuál es la probabilidad de que a una persona se le ocurran cosas que antes no se le habían ocurrido?». La intuición de todo el mundo es que la probabilidad de que eso suceda es extremadamente baja. A eso es a lo que me refiero con el escepticismo de la conversación. Y, en realidad, no es cierto, es una ilusión, es algo que pasa en algún tipo de conversación, como en las redes sociales, por ejemplo. Pero cuando la gente se junta con buena disposición a conversar, de buena manera, entonces la conversación recupera esa enorme virtud que tenía de ser la mejor fábrica de ideas.
«Nunca nadie nos ha enseñado a tener buenas conversaciones, y hay muchos automatismos o hábitos que parten de cosas que están ahí para protegernos, pero que terminan siendo perniciosas. Especialmente en el vínculo de un padre o una madre y su hijo»
¿También en el entorno familiar? ¿De qué manera puede afectar la falta de diálogo a la relación de padres e hijos y al futuro desarrollo de esos niños?
El tema es que nunca nadie nos ha enseñado a tener buenas conversaciones, y hay muchos automatismos o hábitos que parten de cosas que están ahí para protegernos, pero que terminan siendo perniciosas. Especialmente en el vínculo de un padre o una madre y su hijo. Hay tanta preocupación, miedo y ánimo educativo, que muchas veces eso resulta en una pérdida compasiva o una pérdida de afecto. Por eso, muchas veces uno ve discusiones tan virulentas entre padres e hijos, entre la gente que más se quiere. Esta es la paradoja: ¿por qué la gente que más se quiere a veces se habla de manera tan tóxica?
El ejemplo clásico de esto es que, si una persona se tropieza en la calle, cualquiera de nosotros se acercaría y le preguntaría si se encuentra bien. Ese es el reflejo compasivo de intentar sanar el dolor de otra persona. Pero en general, cuando es un hijo el que se tropieza, entonces el reflejo típico es distinto. Muchos padres empiezan a decir: «te he dicho un montón de veces que no corras por ahí». Es tan fuerte el deseo que uno tiene de que eso no vuelva a ocurrir, que ese reflejo domina toda la conversación. La ciencia nos muestra que ese reflejo, en realidad, no es bueno porque decir tal cosa a una persona mientras lo está pasando mal no sirve para nada.
La buena forma de hacerlo —que no es la que siempre nos sale porque nadie nos ha enseñado— es esperar que todo pase, que todo esté calmo, y en el momento tranquilo conversar en ánimo educativo para ver qué se puede hacer para que esto no vuelva a pasar.
Momento de paz
¿Cuáles son las claves para fomentar la comunicación en el hogar?
Las claves están justamente en darse cuenta de que, en la exacerbación de algunas emociones, como el miedo o el hastío, se disparan cosas que terminan no siendo buenas. Cuento una idea muy simple en el libro de cómo el vínculo en la mesa familiar, con un hijo y un sobrino, es muy distinto. Si un hijo come mal o hace algo que no está bien, un padre siempre tiene la reacción de corregirlo y nos olvidamos de que a veces es importante no hacer esto, porque corregir es esencial, pero también lo es tener un momento de paz en el que uno puede hablar sin estar poniendo el foco en qué puede hacer para mejorar la forma en que se comporta su hijo.
Con el sobrino es muy distinto, si hace algo mal nos importa menos y podemos tener conversaciones a veces más divertidas. A veces basta simplemente con tomar conciencia de esto y, de manera deliberada, hacer un ejercicio muy simple. Podemos proponernos juntarnos a comer con nuestros hijos una vez cada tanto —una vez por semana, cada quince días—, pero no como si fuesen nuestros hijos, sino como si fuesen nuestros sobrinos. Es interesante explorar qué pasa y ver cómo cambia la conversación, el vínculo y el foco en el momento en el que uno ha redirigido la idea de con quién está conversando.
En sus páginas afirma que «las palabras tienen el poder de cambiar en nuestra mente: el razonamiento, las decisiones, creencias, la memoria, las ideas y emociones. ¿De qué manera se pueden los padres utilizar estas palabras para fomentar un buen funcionamiento de la mente en los hijos y crear su mejor versión?
Efectivamente, las palabras lo que hacen es dar una interpretación a aquello que nos pasa. Uno siente algo, y eso que uno siente en general es confuso y ambiguo, y tanto uno mismo como los demás lo interpretan de una manera. Por ejemplo, alguien te dice «estás enfadado por esto» y tú respondes que no estás enfadado porque no te has dado cuenta de que a lo mejor sí estás expresando cosas que tienen que ver con el enfado. Las palabras tienen ese poder muy fuerte de ponerle un sello a algo que nos ocurre.
De la misma manera que una emoción, uno lo puede poner para las virtudes. Por ejemplo, cuando un padre dice «esto te cuesta mucho» o «siempre se te da mal esto». Son frases que uno pronuncia sin darse mucha cuenta, pero que terminan teniendo un impacto muy grande porque forjan la manera en la que nuestros hijos se acercan a distintos problemas.
Un ejemplo clásico que cuento en el libro es cómo abordar o afrontar la dificultad. Cuanto nos dan un problema que es más difícil de lo que podemos hacer, hay dos maneras de reaccionar: una es con entusiasmo, pensando «¡qué bueno que tengo algo que no puedo resolver y que puedo trabajar para ver cómo se hace!», y la otra es con una especie de decepción. La primera lleva a una mentalidad de crecimiento y la segunda una mentalidad rígida. Se conoce que los niños con esa mentalidad de crecimiento tienen después trayectorias educativas mucho más favorables, no porque tengan más conocimiento previo, sino porque tienen una mejor predisposición.
«La mentalidad de crecimiento puede insuflarse, puede contagiarse y puede explicarse. Esa es la forma en la que los padres tenemos el poder de las palabras y la capacidad de injerir de manera muy decisiva en el devenir educativo y vital de nuestros hijos»
Los padres tenemos la oportunidad de ayudar a desarrollar una u otra predisposición, justamente cuando les presentamos el envase del problema. Si estamos ante un problema difícil se lo deberíamos explicar así: «este es un problema difícil y tú no sabes suficiente, y está bien que así sea, porque si trabajas, ves lo que pasa, te juntas con alguien para hablarlo, lees un poco, lo piensas internamente… Entonces llegará un punto en el que vas a poder hacerlo». La mentalidad de crecimiento puede insuflarse, puede contagiarse y puede explicarse. Esa es la forma en la que los padres tenemos el poder de las palabras y la capacidad de injerir de manera bastante decisiva en el devenir educativo y vital de nuestros hijos.
¿Qué palabras son las que perjudican más en el entorno familiar?
Las palabras perjudican cuando cierran puertas, y también nos benefician cuando son capaces de abrir esas mismas puertas. Muchas veces tenemos ese poder sin darnos cuenta, y casi nunca tiene algo que ver con la buena o la mala fe. Uno puede pensar que las palabras que perjudican son el uso de «tonto», «incapaz», «distraído», cuando uno empieza a poner estigmas muy fuertes en la mente de un niño.
Pero muchas veces hacemos esto piadosamente, y el ejemplo más clásico es la perpetuación del miedo. Pensemos en un padre que siempre dice a su hijo que tenga cuidado. Cuidado con esto, cuidado al cruzar la calle, cuidado cuando te subes al árbol, cuidado en la piscina, con esa fruta, con esa persona… Uno va tiñendo la experiencia del niño de miedo. Sin darse cuenta, a través de las palabras, está transmitiendo el miedo propio —que muchas veces es un miedo que no tiene asidero— a la otra persona.
«Muchas veces no podemos tomar las buenas decisiones porque en el murmullo mental de nuestras ideas es imposible esbozar estos argumentos y razonar de manera adecuada»
Frente a esto, también podemos modular las palabras para presentar alternativas. Un ejemplo bonito es el de la comida. Muchos padres quieren que los hijos prueben cosas que ellos no quieren comer, y hay un montón de espacio para transmitir esto: con argumentos que, por supuesto, el niño no tiene cómo aprender ni apreciar, o desde el lugar de la apertura, del disfrute, la experimentación y el goce por lo distinto. La misma idea —tratar que se embarque en un viaje de probar sabores— puede presentarse en un envase de palabras muy distinto que resulta en experiencias también muy distintas para un niño, no solo de lo que hace y no hace, sino sobre todo de cómo se vincula con aquello que hace, qué tipo de emoción tiene (en este caso con la comida, pero con cualquier otro dominio de la vida).
¿Cómo ayudar a los hijos a tomar mejores decisiones?
En realidad, no es distinto de cómo ayudar a cualquier persona a tomar decisiones. Hay un enorme recetario, pero destacan dos grandes ideas. La primera es entender que es fundamental reducir el espacio de búsqueda. Ante un menú con setecientos vinos es imposible saber por dónde empezar. Entonces, ordenar el paisaje y reducirlo a un conjunto pequeño de opciones razonables es una herramienta muy potente para poder decidir mejor, y es algo en lo que podemos muchas veces ayudar a un hijo.
La segunda idea es entender que en las decisiones se mezclan cosas que no son fáciles de conmensurar. Cuando uno decide, mezcla todo el tiempo peras con manzanas; es decir, cuando uno se va de viaje mezcla cuánto cuesta ese viaje, a dónde irá, con quién… Cada una de estas cosas tiene distinto peso para distinta gente. Es importante poder expresar estas diferentes voces, argumentos y razones que se miden con unidades distintas y poder entender cuál es importante para cada uno: quiero ahorrar en este viaje y entonces busco lo barato o, al revés, este es el viaje de mi vida y quiero poner por encima aquello que realmente quiero hacer. Esto —entender las prioridades— es algo que nos cuesta a todos, pero especialmente a los niños, y es un ejemplo de cómo podemos orientar la búsqueda para que tomen mejores decisiones.
«Una de las herramientas más simples pero efectiva para tomar decisiones es expresarlas en voz alta con un conjunto de personas, que nos escuche y podamos escuchar para poner claramente sobre la mesa todos los argumentos»
Por último, hay que tener en cuenta que cada una de estas cosas se arregla en conversaciones. Muchas veces no podemos tomar las buenas decisiones porque en el murmullo mental de nuestras ideas es imposible esbozar estos argumentos y razonar de manera adecuada. Desde grandes corporaciones, gobiernos y organismos educativos, es conocido que una de las herramientas más simples pero efectiva para tomar nuestras decisiones es expresarlas en voz alta con un conjunto pequeño de personas, que nos escuchen y podamos escuchar, y podamos poner claramente sobre la mesa todos los argumentos. Esto es clave con un niño, entrenarlo en este ejercicio del uso de la palabra, en este ejercicio de que un buen dispositivo para pensar y tomar decisiones es una conversación abierta, franca y tranquila para poner a prueba nuestras ideas.
¿Por qué se produce lo que Freud denominó en su día como amnesia infantil y provoca que apenas hay recuerdos de los primeros años de vida si se supone que es la época más impactantes para el ser humano?
Si uno se acuerda de una canción, se acuerda de esa canción en un contexto (dónde la escuchó, con quién…). Por eso hay canciones tan significativas para cada persona, no porque tenga una melodía particular, sino porque la escuchó en un momento, una situación concreta, y entonces la canción se inserta en la memoria, en ese libro del relato de nuestra vida. De hecho, uno empieza a recordar cosas porque empieza a contarlas. Es como cuando un niño cuenta a su madre, a su hermano o a su amigo «hoy he hecho esto» o «esto no me gustó». Con ese relato —en el que en realidad uno le está contando cosas a otra persona— es como empieza a configurarse la memoria, porque al mismo tiempo uno empieza a contarse cosas a sí mismo. Esas son las memorias que quedan.
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Nos acordamos de lo que contamos, lo que organizamos en palabras en el relato de nuestra vida. Cuando entendemos eso entendemos por qué no tenemos ningún recuerdo antes de los 3 años. No había relato, no teníamos palabras… En realidad, ni siquiera sabíamos ni quiénes éramos nosotros mismos en ese entonces, no podíamos todavía contar nuestra historia ni a nosotros ni a los demás. Ahí entendemos un elemento muy potente: uno piensa que la memoria es como una colección de fotos del pasado, pero la memoria es una historia contada. Es una historia que nos contamos a nosotros mismos sobre lo que pensamos que nos pasó y sobre las interpretaciones que le damos. Eso restringe la memoria, porque hace que nos acordemos solo de las cosas que grabamos en el relato verbal, pero también nos da mucha libertad, porque podemos elegir de manera deliberada qué cosas nos contamos y cuáles no para empezar a dar forma a nuestra memoria.
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