Del ultramarino a la pena del supermercado
BAJO CIELO
Vivimos en la inmediatez, en la bobada de no darle lo mejor a los nuestros
Algo se cuece en el Troca

Uno de los mayores iconos de los barrios de Madrid fueron las tiendas de ultramarinos. Aunque cada vez queden menos. Su nombre se refiere a los comercios que ofrecían productos de los territorios de ultramar. Desde café a especias, pasando por botellas de champaña, ... quesos, salmón, conservas, legumbres, chocolate y demás delicias, estos lugares de devoción traían a la meseta por travesías marinas los mejores bocados del puerto a tu boca.
Poco a poco, a medida que el siglo XX avanzaba, los ultramarinos fueron adaptándose en una suerte de tiendas de productos delicados, perfectos, sublimes. Las patatas fritas, con mucha sal, por favor, los mejores embutidos que se cortaban en máquina y eran tan finos que hasta el jamón de york era mejor que cualquier ibérico lleno de jotas; los vinos de todas partes, e incluso unos tarros con caramelos de ensueño, cajas de rosquillas, magdalenas y dulces traídos de conventos y manos de Dios. Todo a granel en sacos en el suelo, donde las palas te servían para llenar la despensa con alubias de Tolosa, verdinas asturianas, fabes como piedras, o caricos de Cantabria.
Recuerdo con el respeto de un feligrés Gascón, en la calle de Zurbano, donde, ataviado con chaquetilla blanca, José despachaba los mejores alimentos que uno pudiera imaginar. Tenía ese aspecto de viejo, de tienda añeja oscura con baldas por todas partes. Era el único sitio donde poder comprar la mostaza Savora. Allí descubrí, también, ese maravilloso palo que, con una pinza en un extremo, enganchaba las botellas a una altura de vértigo. A veces fruta escarchada, no siempre, porque dependía de demasiados factores que hoy se cubren a golpe de clic.
Poco a poco, los ultramarinos dieron paso al modelo de mantequería, donde además de todo lo anterior se podía disponer también de los mejores alimentos de cercanía y proximidad. Esa barra de mantequilla, por ejemplo, cortada a cuchillo y envuelta en un doble papel para que se conservara perfecta, o qué me dicen del foie francés, que mi madre compraba para Nochebuena, esa vez al año en la que todo era perfecto. Todo tenía un orden, una disposición, un respeto al producto que hoy se ve envuelto en un plástico de pena para recordarnos que comer es un trámite de desazón y desgana. Mostradores donde la báscula de aguja era el oráculo de la medida y la cuenta, antes de que el código de barras nos hiciera ser uno más de la manada.
En la calle Fernández de la Hoz estaba González, otro templo de esta forma de hacer felices a los demás. Salvador Santos Campano, el que fuera uno de los directivos del Atlético de Madrid en los gloriosos tiempos de don Vicente Calderón, era su santo y patrón. Y ayer que hubo derbi en este Madrid que añora esas formas, le brindo un homenaje por habernos dejado en este frío de invierno con su recuerdo en forma de nostalgia.
Aún quedan varios de estos lugares de peregrinación, como la propia Gascón o la mítica Bravo de la calle Ayala. Templos donde hacer la compra es un ritual de amor al producto y al goce, a lo exótico y al extremo opuesto de la cotidianidad de comprar lo mismo que todos. No eran los más baratos, pero cuando uno cualquiera se gasta mil y pico euros en un teléfono con inteligencia artificial, permítanme pensar que preferimos ser tontos a tener los mejores alimentos a los que todo el mundo puede acceder. Por eso es casi una obligación pasarse de vez en cuando por estas tiendas. Aprenderán, si nos las conocen, de la procedencia de cada cosa que les apetezca. Es verdad que un té de Chai lo puedes conseguir hoy en una cadena de cafeterías americana, pero es un insulto a la tradición y a la memoria de Madrid. Porque esas bebidas que se dispensan en todo tipo de modernidades, ya venían hace décadas en bolsitas de importación que un tendero se preocupaba de traer hasta aquí. Pero vivimos en la inmediatez, en la bobada, en el egoísmo de no darle lo mejor a los nuestros. Vayan a cualquier restaurante y comprobarán como los padres se libran de la educación y las formas volviendo a los niños gilipollas ante una pantalla.
Yo, de momento, pienso pasarme por Gascón, para que Pedrito entienda que se compra al peso lo que más nos gusta. Que se puede pedir ciento cincuenta gramos de lomo y una buena lata de anchoas de Santoña, para que esta noche veamos al Madrid hacer lo que, a estas horas que leen esto, ya será inevitable.
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