LAPISABIEN
Quince años
Paro, templo, me ajusto la parpusa y pienso que Madrid me ha enseñado lo que mi padre no tuvo tiempo
Vistillas morales
Son ya quince años y algunos días en Madrid. La disfruté, la sufrí. A veces, incluso hoy, la disfruto, a veces, pocas, y la sufro también en estos tiempos de 'pellets' y de peleles. Viene todo a cuento de que ya no soy el ... que era, ni la ciudad la que fue con sus árboles raquíticos o floridos según a quien le toque el bastón de mando.
Tampoco Madrid es la ciudad machadiana de mis días azules, que quedaron atrás, muy atrás en una orilla y con un libro de Juan Marsé. Llegué a la capital con la ropa justa, un enero frío, de los que, como el presente, generan sabañones que escuecen en el alma y las orejas. Un piso en el paseo de los Melancólicos, donde la luz del Vicente Calderón entraba los días de partido importante y tampoco me salían pústulas con el rugir de los goles rojiblancos.
Allí, cuando mi instalación definitiva en esta capital del dolor, había un bar de un pícaro de Lugo, que me tenía como hombre de los recados a cambio, literalmente, de un plato de lentejas, con algo de morcilla los días que había que celebrar algo. Su querida jugaba la partida con los clientes desocupados, que eran todos, y el Tito Perico entraba y salía, taxista él, con la velocidad de un McLaren y lo de Perico en todos los sentidos de su DNI.
Había un profesor de baile flamenco que se pasaba también por allí a marcar el compás con los puños en el mostrador. Yo iba colando artículos, reportajes, «cosas» que diría 'Pacumbral', vestido con un tres cuartos de muchos inviernos y desde un ordenador junto al teléfono en el que Elisa ya, harta de mis descuidos, dejó de llamar.
Hice de tramoyista, de productor y hasta de medio 'showman' por cuatro perras en el teatro Rialto, pero eso era cuando habitaba en el altillo de la calle de Fuencarral, justo al lado de donde empezó el 'tomate' del 36.
Iba invitado a veces al Bernabéu, un vez le di la mano a Sazatornil, y en un acto en el edificio de la UGT me llamaron desde Málaga para darme un premio que, físicamente, anda en un bar de la tierra materna como una estatuilla de latón porque los mil euros fueron directos a la causa de las emergencias inmobiliarias (lo de tener miedo a quedarte sin casa, que es lo que hace que un año en Madrid te quite tres de vida más o menos).
MÁS INFORMACIÓN
Y vuelvo a hablar de los quince años. De un compañero de piso, jubilado, al que le tengo que adelantar el alquiler porque se lo gasta en Dios sabe qué y con el que rodé una serie en los días de confinamiento con un sano sarcasmo que sobrevolaba a Simón y a Illa. De una bicicleta que más que bicicleta era confidente y que me la robaron el día que reventó el edificio de la calle de Toledo. Hablo, y escribo, y recuerdo, acompañado del pelo blanco en la perilla y de varios libros de los que el Netflix, ay, no ha sacado series. Ni las hará.
Unan a eso que perdí el acento del hondo sur y voy siempre acelerado, soñando con un atardecer en Caños de Meca. Con todo, cuando me dicen «castizo», paro, templo, me ajusto la parpusa y pienso que Madrid me ha enseñado lo que mi padre no tuvo tiempo.
Esta funcionalidad es sólo para suscriptores
Suscribete
Esta funcionalidad es sólo para suscriptores
Suscribete