Amanecer en Garabitas

Ya contó esta Casa que allí, según la leyenda romántica, se reunían las ánimas para subir al Cielo. Y algo de temblor se nota. Quizá eso sea la trascendencia.

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Jesús Nieto Jurado

Poco importa que el insomnio haya visitado con su espectro de terrores. Llegar al Cerro de Garabitas compensa los sinsabores de Madrid. Van cruzándose liebres que quizá, en la pandemia, se volvieron salvajes, y ahora no son ni una cosa (salvajes) ni la otra (animales saludadores). Ven al humano, y lo ignoran.

Amanecer en Garabitas, el día abriéndose, y un silencio silvestre que reconcilia con lo más atávico. Uno, en otra vida, salía de noche con la lámpara frontal por estos pinares, y se depuraba de los malos humores que trae cada jornada.

Un cartel muy cercano, que puede ser hasta memoria histórica o cachondeo, alerta de que se puede uno cruzar un cérvido, aunque no haya tenido la experiencia de pegar la hebra con Bambi a lo San Francisco de Asís.

El Cerro de Garabitas, ese altozano que a la distancia parece una instalación petrolera en el Atlántico desde el malecón de Rosales, es mi reto diario. Mi ofrenda a los dioses.

Mi respiro de Madrid y de sus cuotas. De vuelta a casa, suena música militar, la de la Fiesta Nacional, en mis auriculares, como contradiciendo a Brassens. A Paco Ibáñez. Los sintecho se desperezan del helor, humildes, cuando ya uno entra en las calles de la ciudad. Una excursión de buenas vibraciones, una paz tonta que dura lo que tarda en pasar una ambulancia.