Cuando Franco lo dejó todo atado y bien atado
La muerte del general no trajo la democracia ya que el Régimen sobrevivió durante siete meses hasta el nombramiento de Adolfo Suárez en julio de 1976
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![El cortejo fúnebre del féretro de Francisco Franco recorrió las calles de Madrid](https://s1.abcstatics.com/abc/www/multimedia/espana/2024/12/15/entierro-RA8eYrTRyQK5f0YU6NR6nVI-1200x840@diario_abc.jpg)
Corrían las Navidades de 1969. Fue el año en el que el hombre pisó la Luna por primera vez, Manson asesinó a Sharon Tate, Gaddafi dio un golpe de Estado que le llevó al poder, el Concorde superó la barrera del sonido y Seymour Hersh ... reveló las atrocidades del Ejército en una aldea de Vietnam. En julio, el general Francisco Franco había designado al príncipe Don Juan Carlos de Borbón como su legítimo sucesor. El jefe del Estado se dirigió a los españoles en su discurso navideño en TVE con estas palabras: «Todo ha quedado atado y bien atado».
Eso era lo que creían los dirigentes del Régimen del yugo y las flechas y millones de ciudadanos cuando Franco expiró el 20 de noviembre de 1975 tras una larga y penosa agonía. Dos meses antes, habían sido ejecutados cinco militantes de ETA y del FRAP a pesar de la petición de clemencia de Pablo VI y de las presiones internacionales. El dictador no dio su brazo a torcer pese a las manifestaciones en las capitales europeas.
Franco murió en la cama y fue enterrado como un estadista que había sacado a España de su retraso secular. Pero la realidad es que su Régimen estaba aislado y era imposible pensar en un ingreso en la Comunidad Económica Europea. Su principal apoyo era Estados Unidos, que tenía en la Península bases estratégicas tras los acuerdos entre Franco y Eisenhower.
El día en el que falleció el general los ciudadanos que repudiaban el franquismo y la oposición en el exterior celebraron su muerte. Pensaban que se abría la puerta para comenzar un proceso hacia una democracia parlamentaria con partidos, sindicatos y libertad de expresión. Yo mismo fui testigo de las celebraciones en algunos círculos de la oposición en París, donde me hallaba aquel 20 de noviembre. Fui uno de los últimos en enterarme de su muerte. Lo supe a las cuatro de la tarde cuando al entrar a la biblioteca de la universidad de Vincennes vi a una estudiante que leía 'Le Monde': «Franco est mort», rezaba su portada.
La esperanza de que la desaparición del dictador, su muerte física, supusiera el inicio de un cambio apenas duró 48 horas. El 22 de noviembre Don Juan Carlos juró el cargo tras responder afirmativamente a estas palabras: «En nombre de Dios y los Santos Evangelios, ¿juráis lealtad a su Excelencia el Jefe del Estado y fidelidad a los principios del Movimiento Nacional y demás Leyes Fundamentales del Reino?». El hombre que le exigió ese juramento fue Alejandro Rodríguez de Valcárcel, presidente de las Cortes y eximio falangista de Burgos.
La posibilidad de una transición democrática pronto quedó desmentida por aquel acto de pleitesía de las Cortes a Franco y por el refrendo de Carlos Arias Navarro como presidente del Gobierno.
Muchos pensaron que efectivamente Franco lo había dejado todo atado y bien atado, como el propio Valcárcel subrayó. No deja de suscitar por ello una cierta perplejidad que el Gobierno de Sánchez haya tomado la decisión de conmemorar el 50 aniversario de la muerte del dictador, que, si bien fue una condición necesaria para el posterior advenimiento de la democracia, no supuso ningún cambio significativo. En los siguientes siete meses, la dictadura se perpetuó.
Hay una anécdota que revela el estado de opinión de la oposición antifranquista. Se produjo cuando Don Juan Carlos envió un emisario a París para hablar con Giscard, presidente francés.
Giscard le dijo que existía la impresión en Francia de que su reinado podía ser muy breve, apenas unos meses. Los Gobiernos europeos acogieron con una mezcla de frialdad y decepción la llegada al poder del Monarca.
Presionado por el búnker, el entorno familiar de Franco y personalidades del régimen como Girón de Velasco, Don Juan Carlos tuvo que ratificar en el cargo de presidente del Gobierno a Carlos Arias Navarro, nombrado a raíz del asesinato de Carrero Blanco. En el nuevo Gobierno que se fraguó en un tira y afloja con el nuevo Monarca, Arias aceptó designar a Manuel Fraga como ministro de Interior y a José María Areilza al frente de Exteriores.
En una comparecencia en las Cortes para explicar su programa, Arias Navarro fue tajante: «Se nos llama, nos congregamos, para perseverar y continuar la gigantesca obra de Franco». Esas palabras, pronunciadas tres semanas después del fallecimiento del dictador, dejaban claro que no iba a haber más que cambios cosméticos en el Régimen. Arias insiste en que jamás legalizaría el Partido Comunista.
Don Juan Carlos asiste con una íntima desolación a los primeros pasos del Gobierno de Arias, consciente del daño que sufre su credibilidad, pero logra ganar una baza que luego sería clave para impulsar la Transición: el nombramiento de Torcuato Fernández-Miranda como presidente de las Cortes. El propio Rey le pide a Valcárcel que se aparte.
Fue en los seis primeros meses de 1976, un paréntesis en el que todo parece parado, cuando Fernández-Miranda y Don Juan Carlos empiezan a planear los cambios que desembocarán en unas elecciones generales en junio de 1977. En aquellos momentos, era imposible creer que habría una democracia plena en España tan sólo 18 meses después de la muerte de Franco.
La oposición en el exterior, sin posibilidad de reunirse y manifestarse en el interior, no permaneció inactiva desde el momento en el que Franco comenzó su declive físico. En julio de 1974, se crea la Junta Democrática en París. Allí están el PCE de Carillo, el PSP de Tierno, Comisiones Obreras y personalidades como García Trevijano, Calvo Serer y Vidal Beneyto. Un año después, en junio de 1975, nace la Junta de Convergencia Democrática, liderada por el PSOE de Felipe González. En ella aparecen partidos de extrema izquierda como la ORT y el MC. Las dos se fusionan en marzo de 1976, dando origen a la 'Platajunta', que sería clave en la negociación posterior con Suárez.
A finales de junio de 1976, la tensión y los desencuentros entre Arias y Don Juan Carlos son ya manifiestos. La actuación de la policía en marzo en Vitoria, con cinco muertos y decenas de heridos, provoca una fractura insuperable. El Rey ya no oculta su decepción, mientras arrecia la ofensiva de los nostálgicos del régimen, que convocan manifestaciones y toman las calles de Madrid. Un personaje como Blas Piñar, líder de Fuerza Nueva, se convierte en la referencia de quienes quieren la continuidad del franquismo puro y duro.
Don Juan Carlos y Fernández-Miranda habían tomado la decisión de forzar la salida de Arias y habían elegido a Adolfo Suárez, un joven dirigente que había sido director de TVE y ministro secretario del Movimiento, como su sustituto. El propio Monarca le pide a Arias que dimita y éste renuncia al cargo sin presentar resistencia el 1 de julio de 1976.
Tras una laboriosa y astuta labor de persuasión de Fernández Miranda, el Consejo del Reino, formado por prohombres del franquismo, acepta colocar a Suárez en la terna de aspirantes a la presidencia. Silva Muñoz y López Bravo son también incluidos. El 5 de julio Suárez es nombrado presidente del Gobierno. Su designación es acogida con un fuerte rechazo no sólo por parte de la oposición sino también por algunos personajes de la derecha moderada. Fue entonces cuando Ricardo de la Cierva escribió aquello de «¡Qué error, qué inmenso error!».
Pactos de La Moncloa
Fue en el periodo que transcurre desde julio de 1976 a las elecciones de junio de 1977 cuando se fragua la Transición, consolidada después por la ley de Amnistía y los Pactos de La Moncloa. En esos once meses cruciales, Suárez negocia con González y con Carrillo, logra la aprobación de la ley de Reforma Política, legaliza el Partido Comunista, crea UCD y convoca los primeros comicios en libertad desde el final de la II República. España sufre una transformación histórica bajo el mandato de Suárez, que toma decisiones que llevan al país a una democracia parlamentaria con partidos, sindicatos y libertades de asociación y expresión.
Todo esto lo pudo hacer Suárez, con la complicidad de la izquierda, en medio de una tremenda crisis económica y en un periodo en el que ETA intensificó sus atentados para impedir la consolidación de la democracia naciente. Es, por ello, que la decisión de Sánchez de poner el énfasis en la defunción del dictador en la cama ha sido interpretada por algunos como una apuesta equivocada. Lo cierto es que la muerte de Franco no trajo la democracia. Fue la Transición. Conviene recordarlo a las generaciones que no vivieron aquella época.
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