La sucesión de Carrero: ¿quién manda en España tras el magnicidio?

Carlos Arias Navarro, en primer plano, y detrás suyo Torcuato Fernández Miranda. EFE

El atentado abrió un inesperado proceso de sucesión, porque su designación por Franco como presidente del Gobierno seis meses atrás había cerrado la puerta a toda una generación de políticos. Durante dieciséis días, el presidente en funciones, Fernández-Miranda, gestionó el posatentado con serenidad frenando todo conato de violencia, pero el búnker del régimen consiguió que el elegido fuera Carlos Arias Navarro, el ministro de la Gobernación al que le habían matado al presidente

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Minutos antes de las 10.30 de la mañana del jueves 20 de diciembre de 1973, hoy hace cincuenta años, el vicepresidente del Gobierno, Torcuato Fernández-Miranda, entra en la sala donde habitualmente se celebra el consejillo, la reunión preparatoria del Consejo de Ministros de ... los viernes. Es el titular de Vivienda quien le da la noticia: «Carrero ha muerto». Torcuato palidece: «No es posible». No están todos, falta el ministro de la Gobernación, el responsable de la seguridad del Estado al que le acaban de matar a su presidente: falta Carlos Arias Navarro. En esos instantes, Torcuato recuerda el día en que seis meses antes el almirante Luis Carrero Blanco apostó por él en un momento en el que parecía estar amortizado para la política. Lo hizo por muchos motivos, entre ellos su condición de leal consejero de la persona que Franco había designado como su sucesor a título de Rey, el Príncipe Juan Carlos.

En esos momentos, mientras los ministros van ocupando sus asientos, Fernández-Miranda es plenamente consciente de que la elección de Carrero Blanco como presidente del Gobierno seis meses antes, en junio de 1973, había supuesto el fin para toda una generación de políticos. Era la primera vez que Franco delegaba en un presidente y se replegaba a la Jefatura del Estado: Carrero había sido designado para gestionar el posfranquismo, en una u otra dirección. Consumado el magnicidio por parte de ETA, el futuro tras Franco volvía a ser una incógnita. Sin Carrero, ¿quién? Por eso, Fernández-Miranda decide celebrar la reunión con una silla vacía.

Comienza la reunión. Fernández-Miranda se pone en pie, informa de que ha hablado con Franco y afirma: «Soy el presidente. No habrá estado de excepción». En esas primeras horas, el deseo de venganza asoma por tres veces. La primera, en la misma sala del «consejillo»: el ministro de Educación se ofrece para constituir comandos que lleguen «hasta donde la policía no puede llegar». El segundo lo protagoniza el ultraderechista Blas Piñar, que se planta en la sede de Presidencia dispuesto a movilizar a su gente; ambas propuestas son amablemente rechazadas. El tercer caso es más grave y aplacarlo requiere de la implicación activa del presidente en funciones: a las 18.00 horas, el director general de la Guardia Civil, teniente general Iniesta Cano, decide unilateralmente enviar un telegrama a todos los mandos de la Benemérita para que actúen «enérgicamente sin restringir ni en lo más mínimo el empleo de sus armas». Al enterarse, Fernández-Miranda dando una contraorden al ministro competente: «Dile a Iniesta que deje sin efecto la orden por otro telegrama y que lo haga inmediatamente. Acepto toda la responsabilidad y, si lo necesitas, te lo digo como presidente».

A miles de kilómetros de allí, Santiago Carrillo, líder de la izquierda comunista en el exilio, observa con honda preocupación. Teme que la respuesta del régimen sea una caza de brujas. En la madrileña plaza de las Salesas, centenares de ultras se concentran para clamar venganza frente al Tribunal del Orden Público, donde esa mañana comienza el juicio a los acusados de formar parte del sindicato ilegal Comisiones Obreras. El llamado proceso 1001 es un juicio político que ha centrado toda la atención de la seguridad del Estado, hasta el punto de descuidar la del presidente Carrero. En este contexto se produce un hecho insólito en los últimos 34 años: por primera vez, el régimen se preocupa por tranquilizar a la oposición en el exilio y Carrillo recibe una llamada. Es una comunicación que le impresiona, que ordena el presidente del Gobierno en funciones.

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Informar a los españoles

La segunda obsesión de Torcuato pasa por informar a los ciudadanos. Hay que decirles la verdad. Pero ahí se topa con un hueso aún más duro de roer: Franco no está por la labor. A las 16.27 se televisa un comunicado del ministro de Información que no aporta nada nuevo pese a que hace casi una hora que el ministro Arias Navarro ha confirmado oficialmente al Gobierno que Carrero ha sido asesinado. Fernández-Miranda está en permanente contacto con Franco, inicialmente por teléfono y después en sendas reuniones en el Palacio de El Pardo. A primera hora, el jefe del Estado tiene una sola preocupación, y se la transmite telefónicamente al presidente:

- Miranda, ¿no podría ser una triste casualidad?

Fernández-Miranda se encuentra a un Franco profundamente afectado. Él había seleccionado a Carrero para dirigir el país después de su muerte, él era el «atado y bien atado». El atentado, dice, corta «el último hilo que me unía con el mundo». El jefe del Estado se resiste a ver la realidad; una y otra vez, le repite a Fernández-Miranda: «No hay que alarmar al país». Pero Torcuato insiste: «El país ya está alarmado, Excelencia, es necesario informar de lo sucedido». Franco acaba cediendo: «Haga una nota, Miranda».

148 palabras

Doce horas después del atentado, el silencio se hace en el plató de Televisión Española. La cámara empieza a grabar. El presidente en funciones se pone las gafas, coge el papel y empieza a leer. 148 palabras. El primer párrafo, para informar a los españoles de que, efectivamente, el almirante Carrero Blanco ha sido asesinado víctima de un «atentado criminal» y para ensalzar la reacción del pueblo español, «propia de su nobleza». En el segundo párrafo, leído con especial énfasis, apuntala la actuación de las últimas 12 horas: «Nuestro dolor no turba nuestra serenidad, la serenidad en estos momentos es la mejor expresión de nuestra fortaleza».

Y envía un mensaje nítido a quienes apuestan por la violencia como respuesta al magnicidio: «El odio puede soñar con posibles revanchas; es inútil». El Gobierno no liderará vendetas ni cazas de brujas. Y, por último un mensaje cargado de Historia: «Hemos olvidado la guerra, pero no hemos olvidado, ni olvidaremos nunca, la victoria». Un minuto y medio, 90 segundos.

Un alto en el camino

En esas doce horas, Fernández-Miranda no dispone de un minuto para sí, pero logra hacer un alto en el camino para despachar con Juan Carlos de Borbón, Príncipe de España, la persona en la que tiene depositadas la esperanza de futuro. Minutos después, Torcuato acude a la capilla ardiente de Carrero, no sin críticas por haber tardado demasiado. La viuda del almirante, Carmen Pichot, guarda las apariencias con enorme dignidad, pero está hundida. Esa misma mañana se le había oído balbucear repetidamente «asesinos canallas». Es todo lo que se le escuchó. En la víspera, cuando su marido regresaba a casa ya de noche, le había preguntado directamente si el comienzo del juicio por el proceso 1001 no suponía un aumento del peligro de atentados. «No te preocupes -respondió Carrero- he hablado con el ministro de la Gobernación y me ha dicho que todo está bajo control». Trágicamente, Arias Navarro se había equivocado.

Con la Iglesia hemos topado

21 de diciembre. Las relaciones entre el régimen de Franco y la Iglesia están en su peor momento. El cardenal Enrique y Tarancón sabe que destacados miembros del Gobierno quieren evitar como sea que oficie el funeral del almirante. Recibe amenazas, como las que sufrió durante la II República. No obstante, es consciente de que la situación es diferente. «Antes me atacaban los enemigos de la Iglesia», piensa con honda tristeza, «ahora son gentes que se creen más católicos que yo». Ya hace unos meses tuvo que aceptar que una manifestación autorizada por el Gobierno recorriera las calles de Madrid al grito de «Tarancón al paredón». Por eso, acaba de oficiar la misa en la capilla ardiente; por eso esa tarde oficiará el entierro; y por eso, y si Franco lo autoriza, dirigirá el funeral previsto para el día siguiente. Fernández-Miranda zanja el debate: «El funeral será oficiado por el cardenal Tarancón».

A primera hora de la tarde, el Paseo de la Castellana está abarrotado de gente. El frío y la lluvia no han mermado los ánimos de decenas de miles de ciudadanos que quieren acompañar al cortejo fúnebre. En las primeras filas, el Príncipe, el cardenal y el presidente del Gobierno en funciones. Aunque la gran mayoría de los asistentes lo hacen pacíficamente, un grupo organizado se va a encargar de violentar la situación. La Policía y los servicios secretos temen, incluso, que pueda producirse un nuevo atentado y advierten a Tarancón: su integridad física corre peligro: «¡Tarancón al paredón, Tarancón al paredón, Tarancón al paredón!».

El cortejo fúnebre

El príncipe, caminando solo tras el féretro, es blanco fácil por su altura. No usa chaleco antibalas porque no hay «cabezas antibalas»

Tras el cardenal, el féretro con los restos mortales de Carrero abandona la capilla ardiente sobre un armón de Artillería arrastrado por caballos negros. El ataúd está a la vista de todos, cubierto con la bandera de España, las condecoraciones ganadas en su vida y el bastón de mando de capitán general ganado con su muerte. Delante, Tarancón y un grupo de obispos. Detrás, el Príncipe de España camina solo, sin nadie a su alrededor. Su altura, superior a la del resto, le convierte en un blanco fácil: «¿Para qué me voy a poner un chaleco antibalas? Mientras no fabriquen cabezas antibalas…».

Una minutos después, la comitiva llega al Cementerio de El Pardo. La tarde es gris y desapacible. El operario del cementerio le va pasando al presidente en funciones la pala con tierra. Torcuato entrega la primera al Príncipe, que la arroja sobre el féretro; después, es el turno de los hijos del almirante; la última paletada sobre el féretro de Carrero la echa, personalmente, Torcuato Fernández-Miranda. Aunque su gesto es serio, su ánimo se mantiene sereno.

El sucesor

En los días que discurren desde que Carrero es asesinado hasta que Franco designa oficialmente sucesor, el Príncipe sólo acude a visitar a Franco al Palacio del Pardo una única vez. Lo hace para compartir el dolor por la muerte de Carrero y para postularse a favor de que el elegido sea Torcuato Fernández-Miranda. Pero, desgraciadamente para las intenciones de don Juan Carlos, sólo él defiende la candidatura de Torcuato, y Franco lo sabe. «Torcuato es inteligente, pero tiene muchos enemigos».Y así es. Mientras Torcuato se esfuerza por gestionar la crisis provocada por el atentado, los aspirantes se movilizan. Unos, porque quieren alguien mucho más duro al frente del Gobierno. Otros, porque no se fían de su independencia.

No obstante, las circunstancias alimentan su ilusión de ser nombrado presidente del Gobierno: tal vez animado por la seguridad de que su gestión del magnicidio ha sido adecuada; tal vez, animado por las propias palabras de Carrero en la víspera: «Usted -le había dicho a Torcuato a propósito de Franco-, tiene una especial capacidad para interesarle, le interesa siempre…. Y le preocupa. La mayoría de los ministros le cansan».

Lo que le dijo Carrero era cierto pero no era toda la verdad. Aunque su personalidad política interesa al jefe del Estado, Fernández-Miranda no es querido por el entorno político de Franco y no es el candidato de la mujer de jefe del Estado, Carmen Polo, que va ganando influencia sobre su marido. Tampoco del propio Franco, que decide nombrar al ministro de la Gobernación, Arias Navarro. Carmen Polo se sale con la suya: «Menos mal, Carlos -le dice en un acto público unos días después-, que te han nombrado a ti. Ahora ya puedo dormir tranquila».

«Es que soy asturiano»

Expulsado de la clase política, Fernández-Miranda decidió pronunciar un discurso de despedida, y lo hizo junto a su sucesor, que le recibe sonriente y dicharachero. Arias le abraza y, entusiasta, le da hasta tres palmadas en la espalda. La sala está a rebosar: ministros entrantes y salientes conforman una buena representación de la clase política del franquismo, una excelente oportunidad para poner los puntos sobre las íes. «Se ha dicho que soy un hombre sin corazón, frío y sin nervios. No es verdad. Lo que sucede es que soy asturiano». Un leve murmullo recorre la sala, atónita ante unas palabras que en nada coinciden con la oratoria de la época. Pero el desconcierto no ha hecho más que empezar. Torcuato se apoya en tres cuartillas escritas a mano y dobladas por la mitad. Coge aire y prosigue. Es el momento de poner sobre la mesa, de un modo sibilino, la vejez –el atardecer- de Francisco Franco:

- Los asturianos tenemos cierto miedo al corazón y al sol. Sí, al corazón y al sol. En las tardes abiertas de cielo raso, cuando el sol luce con toda su fuerza los asturianos sabemos que a la caída de la tarde las nieblas y las nubes surgirán de las entrañas de la tierra o desde la invasión de la mar. En esos atardeceres, los valles, las montañas y senderos se hacen peligrosos.

Sin decirlo, Torcuato acaba de insinuar que la avanzada edad de Franco le impide tomar decisiones serenas y le convierte en una persona influenciable. Pero nadie le podrá acusar de tal cosa. Las siguientes palabras podrían ser, o tal vez no, para la creciente influencia de Carmen Polo: «Hay quien dice que entre la densa niebla cabalgan las brujas».

Unos días después, Fernández-Miranda acude a despedirse del jefe del Estado. Franco se refiere al nombramiento de Arias: «No, Miranda, no me he equivocado». Y moviendo la mano de izquierda a derecha repetidamente delante de la cara, añade: «Y los montes están despejados».

Torcuato Fernández-Miranda ha sido expulsado de la clase política, pero se va con una declaración de intenciones: «Afirmo mi lealtad, basada en la fidelidad, al Príncipe de España, expresión perfecta de limpio y claro futuro de nuestra Patria. No termino. Continúo un nuevo caminar político al servicio del pueblo».

La sala rompe a aplaudir mientras Fernández-Miranda se quita las gafas con determinación y guarda las cuartillas en el bolsillo izquierdo de su chaqueta. De nuevo, recibe el abrazo entusiasta de Arias, que será el último presidente del Gobierno de Francisco Franco.

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