La Graílla
Antes que los vencejos
El que si pisa Sevilla la encuentra cambiada vuelve a veces a las páginas de Antonio Burgos para reencontrarla
Ha nacido un recluta (16/12/2023)
POR la Avenida ya no se puede caminar a la sombra reparadora de los árboles y al volver la vista del espacio vacío, no limpio ni diáfano, los raíles y las catenarias, las franquicias de nombres extranjeros y el diseño de genitivos sajones ... hieren el alma de la vista como a Rafael Montesinos le dolía el azahar en la memoria. Cerraron la librería Antonio Machado en la que el alma buscaba refugio después de haberse convencido de su pequeñez en el Salvador y hasta la tradición de tirar la Cruzcampo de manera que el labio siempre querrá encontrarla a esa forma, aunque esté lejos de Sevilla, se ha hecho en demasiados lugares marca, protocolo, rutina aprendida y no rito heredado ni transmitido en la sangre.
Para entrar a la Catedral hay que pagar después de una larga fila de turistas y el visitante desavisado puede marcharse sin conocer a la Cieguecita, porque tampoco habrá nadie que le sepa decir dónde está y que no debe irse sin verla.
Los barrios viejos cambian sus casas de familias por pisos turísticos, sus parroquias se unen por falta de almas y en la calle Mármoles, eso no cambia, siguen aquellas columnas que mentaba Antonio Burgos cuando usaban la palabra para referirse a eso que él siempre llamó artículos y cultivó con la mirada de un águila y la exquisitez orfebre de Cayetano González. Quien despertaba en una habitación que daba a aquel lugar y conoció los jaramagos y la espera eterna ya no pisa Sevilla tanto como quiere y si la encuentra cambiada, menos espontánea, más prefabricada, vuelve de vez en cuando a las páginas de Antonio Burgos para reencontrarla.
Allí quedan lo que no volverá, lo que cambió y lo que ya tiene que vivir en otra parte. Las manos del Gran Poder con el escalofrío que va preparándose en la larga cola de la plaza, unas cornetas de Tejera y Pedro Gámez Laserna para sentirse eterno en la tarde rosa pálido del Subterráneo, el momento en que el misterio de Santa Marta parece pasar a la carnalidad y al movimiento, las chispas saltando del roce de los varales al entrar el palio de Santa Cruz, el temblor de lo que se espera cuando el último sol enciende los ojos verdes de la Virgen del Valle, el desvalimiento de la Victoria y por fin la presencia apabullante y teologal de la Macarena, radiante como una aparición en la calle Feria, y no se cuenta más porque quema pensarlo.
Si Antonio Burgos encontró su fiesta y sus cosas distintas, el que se marchó y sólo recuerda está sin ellas, sean diferentes o iguales, y vuelve de vez en cuando a aquel periodista al que sólo vio fugaz, discreto, silencioso, un noviembre convocado por la Virgen del Amparo. Al caer en sus endecasílabos carreteros lucha para no engañarse, porque nunca estuvo un Viernes Santo entre los terciopelos del Arenal y jamás conoció a Antoñito Procesiones o Fernando Morillo Lasso. No todo se lo tragó la tierra: no hay más que leer para que se haga la noche de una memoria de faroles, esquinas y paseos por el aire tibio y embriagarse en el sueño antes que los vencejos vengan quebrando albores.
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