La Graílla

Anónimos

Se tarda tiempo en asumir que la vida en la ciudad tiene más de soledad en indiferencia que de libertad escogida

Impuesto de la ilusión

Las colectas llenas

El que había nacido en un pueblo había tenido vocación de ser anónimo. Cuando pasaba por las calles de toda su vida, por esos lugares por los que caminaba solo desde muy chico, porque había confianza en que nada malo pasara al muchacho ... que tenía que ser autónomo, sentía que quienes lo miraban se preguntaban de dónde venía y a dónde iba, y que hasta los mayores eran capaces de trazarle una parte de biografía y desde luego un árbol genealógico en el que era una rama que sería inútil o no tendría sentido si se desgajara del tronco y de las raíces.

No era él, sino el hijo de sus padres y el nieto de sus abuelos y algún día su historia también estaría escrita como se sabía la de los mayores. Era imposible guardar un secreto en la calle en una tierra en la que todavía era normal tener las puertas abiertas para los vecinos y cruzar con familiaridad algunos umbrales ajenos con apenas una voz.

Los que habían conocido aquella vida cuando iban sueltos por una alguna ciudad que no fuera cercana se sentían como en un libro de ciencia ficción, invisibles y libres al saber que su rostro no tenía nombre y que nadie iba a reparar en si vagaba por aquellas calles ajenas ni en qué hora regresaría al lugar en que dormía, ya que no era su casa. Tardaría tiempo en darse cuenta de que aquello tenía bastante más de soledad en mundo indiferente que de libertad escogida.

En el Alcázar Viejo no hay anonimato ni nadie lo quiere. La costumbre del periodista que pregunta espera escuchar quejas, reclamaciones al Ayuntamiento y lamentaciones por no poder tener el coche en la puerta de casa, pero quienes viven allí, un poco más de 800 almas que parecen contentas, viven encantadas con poder saludar por su nombre a los vecinos y no entienden que saber que alguien vive en la calle San Basilio, en Duartas o en los últimos recovecos de Postrera sea meterse en su intimidad.

En la única tienda de alimentación los clientes mayores entregan a Fran la cartera para que busque las monedas más pequeñas y entre los dos den con el importe exacto, y confían con ceguera en su dependienta de toda la vida, que les reserva la mejor fruta y les dice cuáles son los alimentos mejores para el guiso que preparan. Las mujeres hablan con naturalidad familiar del columbario de la parroquia porque sin saber teología son conscientes de que si en una iglesia las recibieron como cristianas y las vieron casarse para buscar una nueva vida, en el mismo lugar tendrán que despedirlas los suyos para esperar, con la gente querida, la vida eterna que se prometió en el bautismo.

La última frase - «Aquí sí que se vive bien, y no como en esos pisos en que la gente ni se habla, aunque estén al lado»- resuena como la del alma consciente que descubre un engaño o un fraude, y se vuelve terrible cuando alguien que vive donde no lo conocen ve cómo algún vecino no mira atrás para sujetar la puerta del bloque, o evita saludar si es posible, y tampoco tendría mucho sentido porque ni siquiera saben los nombres.

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