Viaje regio. El atentado
Azorín envió a ABC la primera crónica telefónica del periodismo español en el primer regicidio frustrado contra Alfonso XIII cuando volvía en carruaje tras asistir a la Ópera de París, que fue publicada el 2 de junio de 1905
ABC, 2 de junio de 1905
Crónica escrita esta madrugada en París y transmitida por teléfono y telégrafo
Yo ruego al señor González Besada, este mundano y culto político, que deje saltar íntegramente estas pocas palabras desde los hilos telegráficos a las ... cajas de la tipografía. Ellas servirán para disipar infundadas alarmas.
He terminado mi crónica anterior en el punto en que el telón de la Gran Ópera cae pausado para finalizar el baile español 'La maledetta'. La función ha terminado. Este baile tiene dos actos; es interminable, es eterno, es abrumador, con sus gitanos, sus boleros, sus fandangos, sus seguidillas.
La gente de las butacas y de los palcos ha ido poco a poco marchándose. Media sala está casi vacía, el Rey permanece inmóvil en su palco, y cuando cae el telón, suena un aplauso. Después la orquesta rompe con la Marcha Real y la Marsellesa; se grita ¡viva el Rey! Y ¡viva la República! El Rey saluda sonriendo afablemente y abandona su palco, y entonces todas las señoras, con sus largos trajes de seda crujidora; todos los caballeros, con sus fracs, dejan vivamente sus sitios y corren presurosos por los anchos pasillos del teatro, por las amplias escaleras. Reina un momento de confusión enorme y pintoresco. Llena los ámbitos el susurro de las sedas que arrastran.
Todos corren a posesionarse de las balaustradas que dan a la monumental escalera por donde el Rey ha de salir. Sobre los escalones de mármol blanco lucen los cascos de plata de la Guardia republicana y los vivos rojos. Se oye de pronto el retumbar de una música que toca el himno español. Aparecen las primeras figuras de la comitiva, y luego, al lado de Loubet, el Rey, que camina lento, que levanta la cabeza para mirar á las balaustradas, desbordantes de damas suntuosas, y que sonríe, sonríe afable, contestando a la inmensa, atronadora aclamación que le saluda. Y cuando ha acabado de bajar la escalera y ha salido a la calle, todas las damas y los caballeros que le aclamaban, corren presurosos, febriles, al través del soberbio foyer, para llegar a la inmensa balconada del edificio y ver al Monarca subir en su coche.
La plaza aparece radiante con millares y millares de focos eléctricos. Una muchedumbre formidable se agolpa en las bocacalles. Son las doce y veinte exactas. El Rey ha salido ya en su coche. La comitiva se pone en marcha. Salimos corriendo de la Ópera. Frente a este teatro se extiende una recta avenida adornada con flores y banderas. Esta avenida desemboca en la plaza del Teatro Francés. Por aquí desfila la comitiva y entra en la calle de Rohan. Es corta esta calle. En el fondo está el edificio de las Tullerías que la corta, y a la derecha y a la izquierda corre la calle de Rívoli.
La comitiva ha atravesado ya la plaza del Teatro Francés y ha entrado en la breve calle de Rohan. La multitud lo invade todo; una fila de agentes, vueltos de cara a las fachadas, bordea las aceras y de pronto, cuando el coche Real acaba de dejar la calle de Rohan y va a torcer hacia la de Rívoli, retumba una detonación. Un griterío inmenso se produce; la enorme masa humana corre y se atropella; los caballos de los soldados saltan y patean; son derribadas las mesas y las sillas de los cafés que están en las aceras; se grita; salen coches en todas direcciones... y rápidamente, por todo París, cafés, círculos, redacciones, se extiende la noticia. Se ha cometido un atentado contra el Rey de España; los hilos internacionales han funcionado; se ha dado a la noticia proporciones desmesuradas.

Yo he ido hoy al sitio donde cayó la bomba, hoy jueves, a las doce. Un compacto grupo se renovaba incesantemente en el centro de la calle. Llegaban damas en automóviles eléctricos y en landós blasonados, que miraban un momento la leve huella y volvían a partir. Y esta huella es sencillamente un pequeño hoyo abierto en el pavimento de madera y cubierto de arena fresca.
Los curiosos meten en él sus bastones, pretendiendo sondarle. No se podría plantar en él una diminuta planta de claveles. La bomba, a juzgar por esta huella, debía tener bien poca fuerza. Es muy probable que, al caer debajo del coche regio, no hubiera hecho más que causar daños en éste, sin llegar a la persona del Monarca. Y esto es todo.
París entero pondera hoy la serenidad y despreocupación del Rey. Las muestras de simpatía y entusiasmo van a redoblar. Las parisienses, que estaban encantadas con la sonrisa en alto grado bondadosa e ingenua de nuestro Rey, juntarán ahora con más fervor, ante Alfonso XIII, estas manos finas, blancas, sutiles, maravillosas, que ellas solas poseen en el mundo.
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