Un paseo con José Andrés por Zahara de los Atunes

Algo que me volvió a ocurrir cuando acabé de almorzar en El Campanario GolfClub, ya muy cerca de Marbella. Manuel –Lolo– Marín, a quien ya había catado cuando manejaba los fogones de El Ancla, ha creado una cocina de producto excepcional, trabajada con un mimo también semejante. Hace honor al buen nombre de los fritos de Málaga, inalcanzables en cualquier caso, pero confecciona sus pescados con todo tipo de técnicas y manejos, dejándolos en un escalón cercano al ático.

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Carlos Herrera

Camino de Zahara cualquiera siente la tentación de anclarse en muchos de los lugares que la memoria de jugos impide olvidar. Menuda tentación la de sentarse a comer en el Ke de Sotogrande, o de apalancarse en el patio del Bar Finlandia en La Línea de la Concepción, o trabajarse todo Palmones de arriba a abajo, desde Willy a El Copo, o sorprenderse con la calidad de La Esquina, cerca de la algecireña playa de El Rinconcillo… Pero nos esperaba la caída del sol desde lo alto de la Cala de Los Alemanes brindando con soleras de Lustau, a los que Pepa Gea no es muy aficionada, pero yo compenso por los dos. Desde alguna de las casas de la ladera de la montaña se divisa el tramo largo de playa que lleva hasta Zahara pueblo, ese milagro de aldea gala cercano a Barbate que ha resistido las oleadas de masificación, cosa no sencilla; ahí a uno le entran siempre la ganas de comparar atardeceres prodigiosos, que si Sanlúcar, que si Finisterre, que si la Bahía de San Francisco, que si Morro Bay, que si la Baja California…

En Zahara, en casa de María Caballero y Gonzalo Madariaga, me cité con José Andrés, el admirable cocinero asturiano-catalán-norteamericano (casado con andaluza), polifacético siempre activo, sabio en muchas disciplinas, de gran corazón e inacabable movilidad en todos los frentes. Nos dejamos caer por el pequeño y delicioso mercado de abastos de la localidad, a medio camino entre el mercado gastronómico y los puestos de toda la vida. Tiene un par de pescaderías de infarto. A José le gusta encargar algunas piezas cada día e inventar comidas con los amigos, sea en casa propia o ajena. Tu citas a José a comer en casa y se trae un festín bajo el brazo, y además te guía en la elaboración. Y no para quieto. Como buen sabio, al igual que le ocurre a mi admirado Trifi, alma de Casa Trifón en Madrid, se deja caer cada mediodía por Antonio, el gran templo del atún, aunque sea para saborear algún aperitivo. A tal templo acudo cada año con las palmas juntas en posición de rezo. Antonio Mota creó ese hotel restaurante en la orilla de la mar a principios de los 80 y desde entonces algunos consideramos un privilegio poder sentarse en sus mesas bañadas de luz y talento y tratar de tú a tú al túnido (y lo que no es el atún) en cada una de sus formas y presentaciones.

La gallineta frita que salió de sus cocinas habla de los buenos manejos de una vitrina de producto que ocupa su barra y que parece (como ocurre en D'Berto, en El Grove o en Marinos José, en Fuengirola) un reportaje de Nacional Geographic. Regado todo con una botella de Horcajo, el gran vino de José Moro, procedimos a abrir la nostalgia del verano de 2024. Todo toca a su fin, antes o después, y los paseos por esta España de los asombros dejan paso a la ceremonia de la vuelta. Que también tiene sus cosas, pero posiblemente mucho más aburridas.