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Por qué necesitamos lo prohibido
opinión
Contra el vicio de prohibir, la virtud de reírse del paternalismo, la mojigatería, los totalitarismos
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Prohibir ficciones está muy en boga. Y pedir que se prohíban, todavía más. Desde la derecha a la derecha de la derecha hasta la izquierda a la izquierda de la izquierda, no hay una sola semana en la que no se exija la eliminación ... de una obra artística del espacio público. Canciones ('La mataré', o las de un rapero antimonárquico), películas (por un beso gay o por no reflejar a una minoría), pinturas (demasiada desnudez o demasiadas mujeres violadas), da igual. Parecería que hemos dado por perdida una realidad belicosa, contradictoria y pluriforme. Como perdedores, nos centramos en aquello asequible al cambio: las ficciones y los autores que vienen con ellas. Buen momento para reivindicar, en forma de museo o de artículo, lo prohibido y sus porqués.
Porque desteta. El paternalismo: una de las principales características de los censores o aspirantes a censores. Con la excusa de proteger a los niños, su objetivo final son los adultos. No vayan a ver tal o cual obra porque, de pronto, se sentirán perturbados en lo más hondo de su ser. No así los propios censores: personas más elevadas que el público al que 'ayudan' y, por supuesto, que aquellos autores inmorales dispuestos a inundar las calles con su hediondo arte.
Revolverse violentamente contra este personal debería ser obligación de cualquier persona en formación. Freud planteaba la necesidad de matar al padre para conseguir una psique fuerte, individual, adulta en lugar de estancarse en la dinámica del infantilismo –hoy popularísimo y aplaudidísimo–. Habría entonces que reclamar lo mismo a cualquiera deseoso de destetarse en sociedad: huir del censor –incluído ese que todos llevamos dentro–.
Porque libera. Otra de las señas de los censores: la mojigatería. El disfrute de lo prohibido contribuye a romper las duras cadenas de lo pacato y sus defensores. Las posibilidades infinitas que se encuentran en las páginas de Sade, en los cuadros de Vergvoktre o en las películas de Mario Bava amplían la conciencia. Porque de eso se trata. La ficción ofrece fundirse en otro-mismo, tener una experiencia fuera del cuerpo para imaginarse dentro del de los demás. Hasta en la piel de los más despreciables nos coloca. La ficción expande en nosotros una metafísica terapéutica con sus propias leyes reales, que nos afectan sentimentalmente y nos enseñan moral(es), aunque solo nos duren el tiempo que vemos una película o leemos un libro. Opuesto a la ficción, el puritanismo exige a la persona ser hiperconsciente de sus actos, incluso pide la demolición del mundo ficcional, a riesgo de ser castigada públicamente a través de uno de sus sentimientos primarios: la vergüenza. La ficción expande lo humano, mientras que el puritanismo lo limita, lo contrae y lo culpabiliza.
Porque democratiza. La cultura es una de las principales herramientas de los Estados democráticos para mantener cohesionadas sus sociedades plurales y contra- dictorias. Ya que no hay suficientes policías, las ficciones –también plurales y contradictorias– sirven como manual de prácticas donde encontrar cómo comportarse en sociedad, cómo gestionar nuestros asuntos públicos, personales y secretos y, además, cómo reaccionar ante comportamientos inadecuados o aberrantes –prediciéndolos, reaccionando ante ellos–.
Y lo más importante: sin hacer daño a nadie. Si cercenamos las ficciones, cercenamos también el entendimiento del diferente, esencial en una sociedad democrática. De hecho, he aquí otra razón por la que, en una sociedad tan polarizada, lo primero que se busca es la censura de las ficciones. Al limitarlas, abandonamos la democracia y nos asentamos en el siempre cómodo totalitarismo. En él todo encaja: sabes qué esperar; qué hacer y qué no; quién sí y quién no. Bonita aspiración de una sociedad infantil a convertirse en rebaño.
Porque divierte. Quizá sea la razón principal de mi gusto por lo prohibido en la ficción. Me divierte lo grotesco, lo parafílico, la imaginación marrana, la violencia descontrolada. Y me divierte aún más el desafío a todos aquellos que tratan de quitármelo. Disfruto tremendamente al sentir, próxima, la reacción de los potenciales censores, de esos mojigatos armados con blablá de derechas o blablá de izquierdas. Tratarán de impedirme que vea lo prohibido, blasfemias o toros incluidos. En ese momento me gustaría disponer –en la ficción, claro, no tengo media leche– de un stick de hockey como el de mi querido prohibido Jorge Ilegal y empezar a dar leches. Zas, zas, zas. Qué divertido.
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