CRÍTICA DE:

'Darse la mano': una escultura tan fiera como la pintan en el Museo del Prado

Madrid

'Darse la mano' repasa la vinculación histórica entre dos disciplinas, para nada rivales, como la escultura y la pintura

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José María Herrera

Madrid

El prestigio de que goza la pintura española del Siglo de Oro ha solido oscurecer la fama de la igualmente meritoria escultura de esa época. El Museo del Prado ofrece la oportunidad de corregir esta errónea impresión con una muestra que constituye un hito ... en su propia Historia: 'Darse la mano. Escultura y color en el siglo de Oro'.

La exposición gira en torno a una idea central: la alianza entre pintura y escultura. Lejos de ser actividades rivales, como a menudo se dice, ambas han colaborado siempre estrechamente.

Desde la primera sala se nos recuerda que tal colaboración no ha sido circunstancial y exclusiva de ciertos períodos históricos, sino que se remonta a la Antigüedad, algo que no todo el mundo sabe y que aquí queda demostrado con piezas romanas y cuadros pompeyanos en los que en vez de escoplos y cepillos vemos a los escultores empuñando pinceles y brochas.

Si es verdad, como dijo Goya, que el tiempo pinta, no es menos cierto que también borra, que es lo que pasó con los colores de las estatuas grecolatinas (y medievales) haciendo suponer a muchas generaciones que lo clásico era dejar el mármol o el bronce tal como son. Aún hoy hay quien al enterarse de que no era así pone la misma cara de estupefacción que, según las malas lenguas, puso Ruskin, uno de los críticos de arte más reputados del XIX, al descubrir en su noche de bodas que las mujeres, a diferencia de las estatuas que tan bien conocía, tienen vello púbico.

Devoción católica

Creer que las esculturas antiguas no se pintaban no impidió en épocas posteriores añadir color, especialmente a las confeccionadas con madera o materiales considerados menos nobles que el mármol o el bronce. Estas abundaron en el Imperio español debido a la devoción católica, que las dotó de singular valor como objetos de culto. El escultor crea la figura y el pintor la dota de gracia y vida, animando lo inerte. Pacheco, el suegro de Velázquez, compara en uno de sus textos el papel de la pintura aplicada a la escultura al soplo que Dios dio a Adán para que cobrara vida.

El momento de esplendor de la escultura policromada en España coincide efectivamente con el Barroco y la exaltación de la religiosidad asociada a él. Grandes maestros, pero también artesanos menores, generan miles de obras que recrean los evangelios y la vida de los santos. La arpillera de los eremitas, la espiritualidad de los místicos, los ojos como ascuas de los profetas, la piel clorótica de las arrepentidas, nada escapa a la destreza de tallistas, imagineros y escultores.

Dolores que se sienten. De arriba abajo, 'Cristodel perdón', de Luis Salvador Carmona; 'Sed tengo', de Gregorio Fernández; y 'La lactancia de San Bernanrdo', de Alonso Cano ABC

Una idea estética parece inspirarlos a todos, la de que el arte no miente: la escultura presenta la realidad como es, el bulto por así decir de la materia misma, y la pintura reproduce la impronta del alma encarnada en ella. De este trabajo de realismo al servicio de la fe tendrá el visitante la experiencia más directa que cabe porque uno de los propósitos de la exposición ha sido mostrar de cerca piezas procedentes de retablos generalmente situados a metros de altura o de pasos procesionales que rara vez se pueden contemplar así.

Pero no todo son imágenes espirituales bellamente policromadas. Los organizadores han buscado también la forma de mostrar la estrecha conexión entre pintura y escultura con ejemplos puramente artísticos. Además de cuadros que la evocan (Rubens, Ribalta, Goya…), podemos disfrutar, por ejemplo, de un magnífico 'San José' de Alonso Cano, primero en estatua, coloreada por el autor, y luego en lienzo. Impactante es la sala dedicada al negro, el color de la muerte, la tristeza y la soledad. Una afligida estatua romana de Ceres envuelta en el manto de luto propiedad de los Uffizi preside la entrada. Resistirse a darle el pésame resulta, les aseguro, casi imposible.

Los aficionados a la escultura policromada acostumbran a encontrarse con piezas medio apolilladas en las que la superficie coloreada se ha cuarteado. No será esto lo que les ocurrirá en el Prado porque, aparte de cinco nuevas adquisiciones en perfecto estado (dos piezas de Berruguete, otras dos de cierto autor catalán desconocido que vivió a finales del XIII, y otra de Juan de Mena) se han restaurado todas las que lo necesitaban.

'Darse la mano. Escultura y color en el Siglo de Oro'

Colectiva. Museo del Prado. Madrid. Paseo del Prado, s/n. Comisario: Manuel Arias Martínez. Patrocina: Fundación AXA. Hasta el 2 de marzo. Cuatro estrellas.

En suma, una visita placentera que los interesados en la Historia de la Escultura deberían acompañar con la lectura del catálogo, tan recomendable como ella.

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