Chillida íntimo, en su centenario: en el nombre de 'aita'
Acompañados por Luis, uno de los ocho hijos del escultor vasco y su esposa, Pilar Belzunce, como cicerone de lujo, seguimos los pasos del genial creador en San Sebastián, su ciudad natal. Un paseo físico y sentimental, que acabamos en Chillida Leku (Hernani), «su lugar en el mundo»
Chillida, el arquitecto del vacío que nunca temió a la muerte
Eduardo Chillida, en 'El Peine del Viento', en San Sebastián
«Yo soy de los que piensan, y para mí es muy importante, que los hombres somos de algún sitio. Eso de creernos que no somos de ningún sitio, que lo moderno es ser de Nueva York o París, porque vives allí, no. Los hombres ... somos de un lugar. (...) Y yo aquí, en mi País Vasco, me siento en mi sitio, como un árbol que está adecuado a su territorio, en su terreno pero con los brazos abiertos a todo el mundo«. Son palabras de Eduardo Chillida, incluidas en sus 'Escritos'.
El 10 de enero de 2024, el genial escultor habría cumplido cien años. Solía contar que el día que nació hubo un temporal tan fuerte que se hundieron varios barcos en la bahía y se inundó todo. Una bravura que contrasta con la quietud y el sosiego de los que hizo gala hasta su muerte, en 2002, a los 78 años. Llevaba un tiempo instalado donde habita el olvido. Hoy, sigue hoy muy vivo. Para recordarlo, a las puertas del centenario de su nacimiento, proponemos a Luis Chillida, uno de sus ochos hijos y presidente de la Fundación Eduardo Chillida-Pilar Belzunce, que acompañe a ABC Cultural en un paseo (físico y emocional) por el San Sebastián de su 'aita'. Siempre se sintió querido y reconocido en su ciudad.
Son las ocho y media de la mañana cuando aterriza el avión en San Sebastián. Luce un tímido sol. Esta hermosa ciudad brilla de forma especial con la luz de invierno. De repente, se asoman unos nubarrones que presagian lluvia. Dicen que en un solo día pueden aparecer las cuatro estaciones. Damos fe de ello. La cita con Luis es frente al hotel Niza, en primera línea del fotogénico Paseo de la Concha. ¿Quién no ha fotografiado su playa enmarcada por su célebre barandilla blanca? Unos pocos privilegiados pasean por la playa, a los que se unen unos surfistas.
El lugar escogido tiene su explicación. El Hotel Niza es propiedad de los hermanos Chillida. Lo regentó Juana Eguren Jáuregui, abuela materna del artista, que tenía en la ciudad un segundo hotel, el Biarritz. Amiga de Balenciaga, era una mujer muy emprendedora. Vivía en Zumárraga, en el caserío Intzenea (lugar de rocío). «El Biarritz se lo quedaron mis tíos, los Juantegi, y lo vendieron en los 70. Hoy ya no es hotel, se construyeron casas».
En pocos minutos a pie llegamos a la plaza Zaragoza. Contiguo al hotel Biarritz, estaba el piso donde vivía el pequeño Eduardo con sus padres (Pedro Chillida, militar de carrera, y Carmen Juantegui, soprano de profesión) y sus dos hermanos. Gonzalo sería pintor. El pequeño, Ignacio, murió en un accidente de moto. En la acera de enfrente, en un edificio que hace esquina, en la segunda planta, vivía Pilar Belzunce. Eran diez hermanos. Nació en Filipinas. La familia de su padre tenía una plantación de caña de azúcar. «Allí tuvo una educación mucho más abierta que la que existía en España en esos años. Y la mantuvo toda su vida. 'Ama' vino con trece años. Cuando se conocieron, ella tenía 14 y mi padre 15. Eran vecinos, se veían de balcón a balcón», comenta Luis.
Muy cerca, el colegio de los Marianistas, donde estudió Chillida. «Le invitaron a irse porque no era muy buen estudiante. Luego fue a la academia Malaxechevarría, que estaba en esa otra esquina. Es el lugar donde le inculcaron el amor por la lectura y el conocimiento».
Aunque la familia solía ir a la playa de Ondarreta, no faltan imágenes en el álbum familiar de Eduardo y Pili (así llamaba siempre a su esposa) en La Concha: él, guapo y atlético; ella, guapa y a la última. Hacían una gran pareja. En otra instantánea aparece Eduardo remando, con bastante estilo. «Mi padre siempre estuvo cerca del mar. Le encantaba remar por la bahía. No fue profesional, pero estaba en varios clubes y participaba en regatas. Era un gran deportista: remo, frontón, golf... En dos años consiguió un hándicap 3. Un día hizo un hoyo en uno. Le regaló los palos al 'caddie' y dijo: 'Aquí lo dejo'». Y, por supuesto, el fútbol. En la temporada 1943-44, 'el gato', como le apodaban por su agilidad saltando, fue portero de la Real Sociedad. Una lesión de ligamentos cruzados en la rodilla frustró su prometedora carrera.
La Real Sociedad juega esta noche [el encuentro con Luis Chillida tuvo lugar el 29 de noviembre] un partido de Champions contra el Red Bull Salzburg. Medio millar de hinchas austriacos han tomado San Sebastián y sus bares. Del estadio de Anoeta donde Chillida jugó aquella temporada, no queda ni rastro. Tampoco, del frontón que había junto a él. Hoy se alzan unos anodinos edificios. Pasamos por delante en coche, con Luis Chillida al volante. Es un avezado conductor. No en vano, ha participado tres veces en el Dakar (dos en coche y una en moto). De los automóviles que tuvo su padre, recuerda el Triumph descapotable que su madre le regaló. «Pedro, mi hermano, le hizo una poesía muy graciosa: 'Oh padre, tú que eres dulce como el agua potable, te hemos regalado un descapotable'».
En el balcón del bicentenario, en el Paseo de la Concha, se halla su 'Monumento a Fleming'. Es una segunda versión, realizada en 1990. La primera, que estaba en un parque, desapareció. Recuerda Luis que Odón Elorza, añorado alcalde de la ciudad, llamó un día a los Chillida por si sabían dónde estaba la escultura: «Como estaban rehabilitando el Paseo de la Concha, mi padre le dijo que si le hacían allí un sitio, hacía una segunda versión, un poco mayor. Cuando ya se había instalado, nos llamó un hombre diciendo que halló una obra muy parecida en un vertedero y que se la había llevado a su caserío. Nos la devolvió».
Ponemos rumbo al Paseo del Tenis. A lo lejos, en la subida al monte Urgull, se exhibe un torso, homenaje a Pedro Arana, realizado por Chillida. Ha comenzado a llover. Al final de este paseo se instaló en 1977 'El Peine del Viento', uno de los lugares de Chillida. Como bien dice su nieto Mikel, «'aitona' era un creador de lugares. 'El Peine del Viento' no es una escultura, es un lugar». Y uno de los rincones más fotografiados de la ciudad. De pequeño, Eduardo se escapaba de clase e iba a este lugar a ver el mar y cómo rompían las olas. Era su sitio favorito en la ciudad, pese a estar abandonado. Nos indica Luis una roca encima de una de las tres esculturas, donde solía sentarse su padre. Era el lugar donde, años después, sus padres iban a pasear y ver el mar.
Chillida y el mar, o la mar, como le gustaba decir. Lo comparaba con Bach, su músico favorito. «Moderno como las olas. Antiguo como la mar./Siempre nunca diferente, pero nunca siempre igual./Entre el viento y mi raíz, asombro ante lo más fuerte,/el horizonte, la mar». En sus 'Escritos', daba su agradecimiento «a la mar, mi maestro. La mar es siempre nunca diferente pero nunca siempre igual. Me ha dicho que nada se repite, que nunca dos olas fueron iguales. También Juan Sebastian Bach (otra mar) es mi maestro. Me reveló las sutiles relaciones entre el tiempo y el espacio».
En 1964, explica Luis, le propusieron a su padre hacer una exposición en San Sebastián, pues ya tenía éxito internacional. Agradeció el interés, pero propuso hacer algo que quedase en su ciudad para siempre. Así surgió la poética idea de peinar el viento. El hierro lo donó Patricio Echeverría, Luis Peña Ganchegui hizo el diseño de la plaza y Chillida puso el genio. «No quería invadir, sino poner en valor el mar, las rocas... Le gustaba que la gente disfrutara», apunta Luis.
En lo alto del monte Igueldo, avistamos una casa con unos grandes ventanales, cuyas vistas se adivinan espectaculares. Fue la última casa familiar de Eduardo Chillida y Pilar Belzunce. Se llama Intzenea, en homenaje al caserío de la abuela de Eduardo en Zumárraga. Recuerda Luis que sus padres la compraron en 1982 a una señora suiza: «'Aita' le dijo a mi madre: '¿por qué no compramos algo aquí cerca del mar?' Cuando mi padre abrió la puerta de esa casa, vio el ventanal que daba al mar y le dijo a mi madre: 'Pili, si podemos, cómprala'. La que compraba era mi madre. Mi padre nunca llevaba dinero en efectivo, ni tarjetas de crédito, ni móvil. Se ocupaba de todo eso mi madre. En una entrevista para un documental, le preguntaron cuál había sido su trabajo. Ella respondió: 'Mi trabajo ha sido conseguir que mi marido se levante todas las mañanas sin más preocupaciones que su trabajo'». Hoy vive allí parte de la familia.
No fue la primera casa que tuvieron. Eduardo y Pilar se casaron en la iglesia de Ayete. Tras volver de la luna de miel, se instalaron en París. «Compartía con Pablo Palazuelo un estudio a las afueras de París. Lo llamaban Pompeya, porque estaba derrumbado». A su regreso a España se fueron a vivir a Hernani, a una casa de veraneo de la familia. Después, se marcharon a Villa Paz, en el Alto de Miracruz, cerca del restaurante Arzak, en el monte Ulía. El estudio estaba en la casita de los guardeses. «Íbamos a jugar los hermanos. A mi padre no le molestaba. Había dos partes: arriba estaba el estudio, que es la cabeza, la que piensa. Y abajo, el taller, que son las tripas. Para concentrarse subía arriba. Pensaba, dibujaba... y luego bajaba para hacer el trabajo físico. Decía 'aita' que el taller es como somos los hombres. La cabeza es la que manda y la mano es la herramienta con la que se trabaja».
«Mi padre era denso en todo. Su comportamiento, su forma de ser... –explica Luis–. Para él, lo mejor era enemigo de lo bueno. Empezaba y meditaba sobre cómo continuar. Pensaba, repensaba. Iba masticando. Decía que era como un rumiante». Recuerda Luis que había un interruptor en la puerta del estudio: «Cuando pulsabas, sonaba la música. Casi siempre, Bach; a veces, Mozart». En el jardín de Villa Paz había un frontón. «Para darnos ventaja, en vez de una pala mi padre jugaba con una botella, y nos ganaba». Hoy vive allí uno de sus hijos con su familia. Lo que había en el estudio se donó a la Fundación Lenbur, en Legazpi, donde está Chillida Lantoki, una antigua fábrica reconvertida en museo. En Legazpi, Chillida realizó sus esculturas monumentales.
Pasamos ante el Kursaal y el hotel María Cristina. Comenta Luis que su padre fue un año presidente del Jurado del Festival de Cine de San Sebastián. ¿Era cinéfilo? «Sí. Le gustaba ir al festival. Pero, como decía mi hermano Edu, las películas que le gustan a 'aita' son siempre muy aburridas, demasiado densas. A mi madre le gustaban otro tipo de películas: las de Fred Astaire...» Recuerda Luis que su padre le organizaba partidos de tenis con el actor Franco Nero.
Nos dirigimos al casco viejo de la ciudad. Junto a la iglesia de San Vicente, la más antigua de San Sebastián, está la Colchonería San Vicente. «Rafael Ruiz Balerdi, un pintor local, muy amigo de mi padre, pensó: ¿por qué no montar un bar en el que hacer exposiciones y así la gente a la vez que va a tomarse un vino, ve arte? Posiblemente, fuera en su origen una tienda de colchones». Chillida le hizo a Rafa Ruiz Balerdi una estela de homenaje. Se halla en el Pico del Loro, en el Parque del Palacio de Miramar.
Hacemos un alto en el camino en 'La espiga' (bar de cabecera de los Chillida, donde hay un mural pintado por Eduardo, hijo del escultor) para tomar una cerveza y probar uno de esos pinchos que merecen ser patrimonio de la Humanidad. Dice Luis que «'aita' era muy de estar en casa, no le gustaba mucho salir. Bebía poco: algo de vino, alguna vez un whisky... Le gustaba más beber a Gabriel Celaya, muy amigo de mi padre, quien se quejaba de que en casa de los Chillida 'dan de beber en un dedal'».
¿Cuál era su comida favorita? «Le encantaba el marisco y la buena carne. Siempre hubo en casa muy buenas cocineras. A veces mis padres iban a comer a Arzak, que era casi vecino nuestro, o a Portuetxe. Pero lo que realmente le encantaba era estar con filósofos, con poetas. No buscaba respuestas, sino preguntas. Y cada vez le surgían nuevas preguntas». Para Mikel, director de desarrollo de Chillida Leku e hijo de Luis, «'aitona' se nutría de dudas. Aprendió más de arte con libros de biología que visitando museos». «Aparte de la filosofía y el pensamiento, le encantaban las matemáticas, la física, la química... Tenía interés por todo», advierte Luis. Frecuentaba la Librería Ramos, regentado por unas hermanas que fueron unas de las promotoras del 'Peine del Viento'. La librería ya no existe.
Proseguimos el paseo. La siguiente parada es la preciosa basílica de Santa María, donde los Chillida suelen ir a misa. Junto a una pila bautismal, una maravillosa cruz en alabastro creada por el escultor, 'Gurutz IV' ('Cruz IV'). Es la pila donde fueron bautizados los ocho hijos y los 27 nietos de Chillida. Cuenta Luis que en la boda de su hija fue necesario un dron para fotografiar a toda la familia: más de 80 personas. Al final de la calle, se avista la catedral del Buen Pastor, en cuya fachada luce otra cruz, que Chillida regaló al templo en su centenario en 1997. 'La Cruz de la Paz' fue extraída de una pieza de 800 kilos de alabastro.
Eran años difíciles, en los que el terrorismo no daba tregua. Gran defensor de la paz, el escultor admiraba la poesía mística de San Juan de la Cruz, Santa Teresa... ¿Era muy religioso? «Sí, pero muy abierto. Él creía, pero de una manera empírica. Pensaba que debía haber algo por encima de los hombres». Dejó escrito: «Creo en Dios. Tengo fe. Dios me la dio. La razón quiso quitármela en muchas ocasiones, pero no lo consiguió». ¿Le obsesionaba la muerte? «No, la veía como lo más natural. Decía siempre que lo único que tenemos claro en esta vida es que vamos a morirnos».
Tras el almuerzo, ponemos rumbo a Hernani, a pocos kilómetros de San Sebastián, para visitar Chillida Leku, «su lugar en el mundo». Cuando en 1981 muere Aimé Maeght, el marchante que impulsó su carrera, Eduardo se puso a buscar un sitio donde instalar un taller más grande para las obras en piedra y granito, y donde guardar las esculturas para que se oxidasen. «Estuvimos mirando muchos terrenos –recuerda Luis Chillida–. Debía ser un sitio accesible para que entraran camiones, grúas... Volviendo de una exposición de obra gráfica en Burdeos, en la casa donde murió Goya, acercamos a casa de su familia en Hernani al cónsul español en Burdeos, Santiago Churruca. Mientras mi madre y yo estábamos viendo la villa, mi padre se fue a pasear por el jardín. Había un caserío abandonado, con un riachuelito que sale al mar, donde está 'El Peine del Viento'. Mi padre no creía en casualidades, sino en el destino. Decía que fue el destino el que le llevó hasta allí».
En 1983 compraron el caserío Zabalaga para acoger Chillida Leku. Se inauguró en 2000. El escultor ya tenía mermada la salud. La enfermedad no entiende de genios. Para celebrar su centenario, se ha reencontrado con sus amigos (Miró, Palazuelo, Tàpies, Calder, Braque...), gracias a unos préstamos de la Fundación Maeght, en Saint-Paul-de-Vence.
Jarrea sobre la campa de Zabalaga. Chillida soñó con vaciar la montaña de Tindaya (quedó en un sueño imposible) y soñó una utopía: «Encontrar un espacio donde pudieran descansar mis esculturas y la gente caminara entre ellas como por un bosque». Ése sí se realizó. Abandonamos este mágico lugar. Bajo un magnolio, hay una sencilla cruz diseñada por Chillida. Allí están enterrados Eduardo y Pili. Fue ella quien le pidió que la realizara para su tumba. Siempre pensó que se moriría antes que su marido, pero le sobrevivió. El 19 de agosto de 2002 nos dejó Eduardo Chillida, el hombre que se medía a diario, «para saber si he crecido, no para conocer mi estatura». Es un gigante.