Corín (capítulo 6)
RELATO INÉDITO DE JORGE FERNÁNDEZ DÍAZ
Cora halló a su clienta armada y con la suficiente desesperación como para asesinar al marido infiel. Negoció con dureza y riesgo para reducirla y la jornada concluyó con los nervios destrozados y un lingotazo

El comisario mayor del caso del zapato se apellidaba Zarif, y era un turco robusto y tabaquista, que había convertido su escasa producción capilar en un afeitado diario: el resultado formaba una calva virtuosa y reluciente. La burocracia del Departamento Central lo había echado a perder, ahora tenía barriga, pero también lo había obligado a vestir día y noche traje cruzado de tres piezas y a usar gafas de cristal verde oscuro. Claudia Bruno no sabía qué le había atraído a Cora de aquel macho paternalista con olor a colonia, pero su hermana recordaba con pudor y con cierto rechazo el erotismo de los tres o cuatro encuentros bíblicos que habían tenido antes de poner prudente distancia. El sistema de creencias de Zarif era contrario a muchas de las convicciones de Cora, pero le reconocía tres cosas: era un profesional altamente capacitado (y ella siempre se rendía frente al talento), se manejaba con códigos personales (ubicados por encima incluso de sus propias conveniencias) y era todo un hombre, en el sentido viril y protector que sus amigas feministas tanto denostaban. Cora también rechazaba esa imagen vetusta y hasta indignante, aunque a veces sus principios flaqueaban a la hora de la verdad, porque el Turco la hacía sentir una mujer por encima de todo lo demás, en la vida y en la cama. Fue precisamente por eso que lo dejó; Cora no podía permitirse esa debilidad.
Tomó con pinzas, por lo tanto, la sugerencia con que Zarif la sorprendió por teléfono. Encima hablaba en nombre del general de división, retiro efectivo, Guillermo Lobo, que realmente hacía honor a su apellido: víctima de una purga temprana del Ejército, se había transformado en una fiera de los negocios. Figuraba como presidente de la sede local de Sursegur, una de las compañías más potentes de América Latina. Una corporación dedicada a la ciberseguridad, escolta de personas y compañías, vigilancia activa y dinámica, logística de valores y traslados internacionales. Lobo aparecía de vez en cuando en los diarios, pero ya no en las páginas de las Fuerzas Armadas sino en las secciones Empresas y Management. Era altísimo y delgado, también atlético: parecía un jugador de la NBA. Tenía el puente de la nariz quebrado, y esa seña de identidad no congeniaba muy bien con la imagen de gerente moderno y flexible. A diferencia de Zarif, olía a perfume francés y usaba un reloj de doce mil euros. Se decía que entre uno de los principales accionistas de Sursegur estaba el testaferro de un coronel de los servicios de inteligencia, y era obvio que el facilitador de aquel encuentro no trabajaba por amor al arte.
—Te confieso, Cora, que hemos estado monitoreando tu agencia –le dijo la fiera echándose hacia atrás, y exhalando una montaña de neblina
Ella se encontró con el Turco quince minutos antes en un café de Retiro, a la vuelta del edificio que miraba al Río de la Plata. El comisario fue al grano: querían hacerle una oferta muy jugosa, Bruno sólo tenía que escuchar y pensarlo; lo único que le pedía era que estuviera tranquila y que lo hiciera quedar bien. «¿A qué te referís?», se mosqueó Cora, poniéndose en guardia. «A que no lo mandes a pasear», le respondió Zarif quitándose las gafas verdes. Cora se rio, pero no pudo sostenerle mucho tiempo la mirada. Para la ocasión, había estado una hora probándose ropa y observándose críticamente en el espejo, exasperada porque le parecía que todo le quedaba mal y porque los trapos que la favorecían no eran adecuados. Tres veces estuvo completamente vestida y lista para maquillarse, y las tres veces se arrepintió. Al final, un tanto deprimida, se decidió por un 'talleur' neutro y unos tacos bajos. Cuando se vio reflejada en una vidriera, sintió que la falda la hacía culona. Pero ya era demasiado tarde para lágrimas, así que levantó el mentón y apechugó el día. Ahora se sentía insegura con Zarif e intimidada con esa corporación que sorpresivamente la invitaba a almorzar.
Subieron en un ascensor transparente hasta el penúltimo piso, esperaron en unos sofás y pasaron luego a un comedor reservado desde donde se apreciaba con toda claridad la costa uruguaya. Lobo se inclinó sobre ella, le dio la mano y le besó las dos mejillas. A continuación, abrazó al Turco, que lo llamó Willy, y los tres derivaron hacia una mesa minimalista y atendida por un mozo oriental. Cora Bruno estaba intrigada e inquieta por saber de qué se trataba aquella ceremonia, y tan nerviosa como en una primera cita: apenas probó la entrada (endibias y langostinos) y sólo simuló que atacaba el lomo a la pimienta. Durante esa larga media hora, su anfitrión se forzaba por hablarles alternativamente a uno y a otro, y por envolverlos en una conversación acerca de cómo estaba cambiando todo el ramo de la seguridad por culpa de la tecnología, y las experiencias útiles que se estaban importando desde Europa y Rusia. De vez en cuando, Zarif intercalaba un comentario mientras vaciaba sus platos, y ella asentía dando a entender que sabía de qué se trataba y que aun así le complacía la lección. Cuando llegaron el postre y el café, Lobo le pidió permiso para usar su cigarrillo electrónico.
—Creí que éste era un edificio libre de humo –contestó ella, y le sorprendió su propia osadía.
Los hombres se miraron y sonrieron, negando con la cabeza. Lobo prendió su artefacto, Zarif encendió un Chesterfield, y Bruno tuvo la impresión de que más allá de palabras diplomáticas los machos le hacían sentir su poder; también que le faltaba el aire y que pronto los ojos sufrirían algún tipo de alergia.
—Te confieso, Cora, que hemos estado monitoreando tu agencia –le dijo la fiera echándose hacia atrás, y exhalando una montaña de neblina.
Monitorear era un verbo que podía ser sinónimo directo de espiar: Sursegur era capaz de pinchar los teléfonos y las computadoras de ella, de su socia y de su contadora, a pesar de que Fina les había armado un escudo a las tres. Todos los músculos de Cora estaban en alerta y tensión. Los ojos grises de Lobo la recorrieron suavemente.
Lobo prendió su artefacto, Zarif encendió un Chesterfield, y Bruno tuvo la impresión de que más allá de palabras diplomáticas los machos le hacían sentir su poder
—La rentabilidad de tu agencia es más bien pobre; con un asesoramiento podrías relanzarla –dijo sin arrogancia, como un economista realizando una fría y decepcionante evaluación financiera–. La estructura está muy por debajo de tu prestigio profesional. Tu nivel de efectividad es alto, y los clientes te recomiendan. Hemos compartido algunos.
—Sursegur te estuvo derivando clientes, aunque de manera indirecta –aportó Zarif con otra de sus sonrisas torcidas.
Bruno parpadeaba tratando de procesar la información. Siempre les preguntaba a sus clientes cómo habían llegado hasta ella, y cuando le decían que era por recomendación de un amigo o un compañero, Cora intentaba escarbar hasta encontrar el origen último, porque eso le permitía tener una referencia y hacerse un panorama completo del personaje y de su propia performance. Pero es cierto que muchas veces el origen quedaba en una nebulosa, porque los clientes eran discretos y agradecían muy especialmente que la detective no insistiera. ¿Era posible que Zarif y Lobo le hubieran enviado seguimientos y paraderos que ellos menospreciaban o no podían atender? Guau. Sonaba plausible.
Cora estaba asombrada, y no sabía cómo tomar esa noticia.
—El punto es que cada vez tenemos más requerimientos de ese estilo, y nuestros jefes en Miami nos alientan para que operemos con empresas cautivas –el general barrió una pequeña miga que había quedado sobre el mantel–. Existen experimentos muy valiosos en otros países. Y sabemos que ofrecer esos servicios adicionales, fideliza. Es lo que se viene, y tampoco nos gustaría que nuestra competencia nos ganara de mano.
—¿Me quieren comprar la agencia? –preguntó Cora, confusa y angustiada.
Lobo sacudió la cabeza, pero muy lejos de la ironía. Zarif aplastó la colilla de su Chesterfield y le dijo, preventivamente:
—Sería sólo una prueba piloto, Cora.
—A demanda, pero con fijo satisfactorio y honorarios variables a pactar –confirmó el general retiro efectivo–. Con un mínimo de dos días por semana y una oficina en el quinto piso. Y toda nuestra tecnología y personal a disposición.
—Eso te permitiría mantener el boliche abierto en casa y probar suerte sin mucho riesgo –completó el Turco, y se llevó el pocillo a la boca.
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