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ABC Cultural

Corín (capítulo 5)

Relato Inédito de Jorge Fernández Díaz

Resuelto completamente el feminicidio, Cora Bruno y su equipo vuelven a centrarse en el caso de la clienta que piensa atentar contra su esposo infiel por venganza. Nuevos descubrimientos sobre esa relación

Jorge Fernández Díaz

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Cora pensaba en todas esas tonterías de sobremesa mientras tocaba ferozmente bocina para que los autos se movieran, y revisaba con frenesí el celular para ver si su clienta le devolvía algún mensaje o llamado. La fila iba a paso de hombre por Alicia Moreau de Justo, y a veces ni siquiera eso. Adelante, para colmo, sonaba una sirena de ambulancia y la perspectiva no parecía buena. Cora evaluó, por un momento, bajarse y echar a correr como una loca, porque no faltaba mucho, o incluso alertar a la Prefectura, que custodiaba el área del puerto, pero esas dos salidas le parecieron imprudentes y necias. Se mantuvo frente al volante unos minutos más, rezando avemarías, y de repente la caravana empezó a moverse, como si algo se hubiera desbloqueado. En trescientos metros alcanzó velocidad y en un santiamén giró a la derecha y dejó la Kangoo en un estacionamiento de pago, entregó un billete en la taquilla y esquivó el tráfico, cruzó un puente, hizo tres cuadras largas por ese no lugar de dársenas y edificios inteligentes, y se coló en el garaje del albergue transitorio. Le costó acostumbrarse a la semioscuridad, y anduvo buscando con la vista a su clienta. Encontró el BMW negro y brillante, pero la dama no aparecía, y por primera vez Cora Bruno pensó que se había dado manija y que se había equivocado fiero. El fallo de su imaginación extrasensorial, lejos de decepcionarla, le producía alivio. Para garantizar privacidad absoluta, en esas coordenadas de bajísimo índice criminal, el hotel prescindía ex profeso de un sistema de cámaras de circuito cerrado, así que resultaba posible ingresar, como en los viejos tiempos, a esa playa sin ser detectado por la recepción. El acceso a las habitaciones era, claro está, mucho más restringido. Se trataba de un hotel novedoso, limpio y confiable, lo mejor de la ciudad, y su reputación seguiría felizmente a salvo, porque ninguna desequilibrada le pegaría ese día un balazo a su marido infiel, ni saldría en los periódicos a raíz de su sangrienta hazaña. Cora, todavía resoplando, pero por fin relajada, dio media vuelta para irse, cuando de repente su clienta surgió detrás de una columna de hormigón. Traía los ojos desorbitados por los nervios y llevaba la Bersa plateada en la mano caída, como su instructor le había enseñado.

Su clienta surgió detrás de una columna de hormigón. Traía los ojos desorbitados por los nervios y llevaba la Bersa plateada en la mano

—No te metas –la atajó a Cora con voz perruna.

Bruno miró de reojo el ascensor de puertas automáticas para ver si una luz revelaba movimiento, y se fue acercando a la dama con mucha cautela.

—Estás equivocada –le fue diciendo–. ¿Sabés lo que te hacen cuando entrás en la cárcel de Ezeiza? ¿Tenés idea? La clienta levantó la pistola y le apuntó a la cabeza.

—No te acerques más. Mascaba maníacamente un chicle y la vena del cuello parecía que estaba a punto de explotar. Cora se frenó en seco y levantó hasta la cintura las manos desnudas, como si quisiera frenar con ellas un camión. No era valiente, y en general sufría por adelantado, pero cuando la acción se desencadenaba solía tener una incomprensible sangre fría.

—No se lo pongas tan fácil –le dijo–. ¿Sabés el daño que le podemos hacer? —Ya no me importa nada. —Escuchame, tenemos filmaciones –enumeró con los dedos–.

Se las vamos a subir a Facebook, y se las vamos a viralizar en Nordelta. Le vamos a mandar un sobre con fotos y un pendrive a cada compañero del club de golf, a cada amigo y a toda la familia, la propia y la política. Y lo vamos a amenazar con escracharlo en la red interna de la compañía. ¡Le va a dar un ataque!

—Esas cosas me humillan tanto a mí como a él –repuso la dama, pero Bruno captó de inmediato una levísima vacilación.

Y aprovechó: —¿Con una pobre secretaria? Por favor, es un cliché de mal gusto, lo muestra como un tarado y un abusador. Y además, todos se van a poner de tu parte. Todos. Hasta su madre y sus hijos. No falla nunca.

—No quiero que mis hijos pasen por eso.

—Ah, ¿preferís que se levanten un día y descubran que su madre mató a su padre y está presa? Qué lindo negocio, el tuyo. La clienta se llevó la mano armada a la cabeza, y Cora se asustó, pero sólo se trataba de un gesto de agobio: se pasó el dorso por la frente y volvió rápidamente a apuntarla, aunque con menos firmeza.

—Si se arma un escándalo, en la empresa los echan a los dos –dijo a continuación, y Cora sintió que había ganado el primer round. Y que podía dar vuelta el partido.

—Y eso a vos no te conviene, porque es matar la gallina de los huevos de oro –le explicó–. Y te deja sin una carta con qué presionarlo.

—¿Presionarlo?

—Vas a sacarle todo, lo vas a dejar más pobre que una rata.

—Es una rata.

—Lo que te corresponde por ley, y lo que no te corresponde también. –Cora volvió a usar los dedos–. La casa, el departamento de Miami, los terrenos de Villa La Angostura, y el canuto.

—¿Qué canuto? –se sorprendió la dama, y por primera vez bajó la pistola.

—Tiene una off shore.

—Me mentís.

—Te lo juro, vía Tokio.

—Roñoso malparido –exclamó–. No puedo creerlo, nunca me dijo nada. Cora estaba jurando en vano, inventando sobre la marcha, pero siguiendo un modus operandi cuya eficacia tenía probada en el terreno.

Cora Bruno dio un paso más, jugándose el pellejo y rogando

—Se llama infidelidad financiera –le aclaró–. Te podemos ayudar a rastrear las cuentas. Lo tenés agarrado de los huevos. ¿Qué mayor desquite? Dame la pistola, dale. Es una boludez. Cora dio otro paso y estiró la mano, aprovechando la claudicación y el desconcierto de su clienta. Pero la señora no estaba completamente convencida, así que volvió a levantar la Bersa 22.

—Puedo llamar a mi socia y empezar el operativo esta misma noche –le subrayó, sacando cuidadosamente del bolsillo el celular.

—¿Esta noche? –repitió, como atontada.

Cora Bruno dio un paso más, jugándose el pellejo y rogando que el infiel y su amante se demoraran otro ratito en la ducha. Porque si se abrían en ese instante las puertas del ascensor, la despechada iba a olvidar tantas ocurrencias y los iba a acribillar sin remedio. Pero el ascensor no dio muestras de vida, y la clienta no le disparó en el estómago, de modo que siguió avanzando y le sujetó cariñosamente el arma, sin arrancársela, esperando que recobrara la lucidez y se la cediera. Se quedaron unos segundos unidas por ese cañón plateado, mirándose a los ojos, y al final la mujer abrió la mano y aflojó. En cuanto Cora se apoderó de la Bersa, libre de aquella tensión, la señora de Nordelta se descoyuntó en un llanto convulsivo, se apoyó en la columna y resbaló hasta quedar sentada. Tenía las piernas abiertas, la cara roja, el rímel corrido y las facciones hundidas. Cora tiró de la corredera con un chasquido, quitó la bala de la recámara y sacó el cargador, y se acuclilló frente a ella. «Vamos a tomar una copa, que no nos encuentre acá», le dijo en un susurro, acariciándole la mejilla mojada. La ayudó a ponerse de pie, y no pudo evitar que la clienta la abrazara con fuerza. Después salieron a la vereda, caminaron del brazo hasta el Hilton, entraron en el bar y Cora le pidió un whisky doble. Se lo tomó sin hielo y sin respiro, y pidió otro. Estuvieron conversando una hora y media, mientras Cora sólo bebía un litro de agua fría. Más tarde, llamó a Fina para que preparara la viralización, y cuando las dos regresaron a sus respectivos automóviles, ya era evidente que la clienta había comprado sus argumentos y que no volvería a intentar una locura. Pero, por si acaso, no le devolvió la Bersa, que fue a parar, así desarticulada e inofensiva, al doble fondo del baúl de la Kangoo. Cora llegó deshecha a Palermo, entró en el café y se acodó en la barra. Su hermana, que la conocía más que nadie en el mundo, le estudió el semblante y le dijo: «Un mal día, ¿no?» Con todo el cansancio a cuestas, Cora asintió: «Pésimo. Dame algo fuerte». Claudia le trajo desde el fondo una porción de rogel: cuatro capas de masa con dulce leche y merengue italiano. Y al carajo con la maldita dieta.

(Continúa mañana)

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