Corín (capítulo 4)
RELATO INÉDITO DE JORGE FERNÁNDEZ DÍAZ
Lena, la peluquera amiga de la agencia, resuelve un feminicidio mientras peinaba a una testigo. Cora Bruno acude a un viejo contacto policial para tratar de confirmar los hechos. Tal vez se abra un nuevo caso

Molesta con ese desprecio, pinchada en su orgullo, Cora Bruno se apersonó en la casa de la calle Guevara, y logró que la vieja le franqueara el paso y la invitara a tomar un té. Cora se hizo pasar por un perito forense, y le contó que estaba recogiendo testimonios sobre la muerte de aquella mujer porque la autopsia había despertado ciertas dudas. La vecina respondía con suma prudencia, jamás bajaba las cartas, porque seguía asustada ante la posibilidad de que un juez le complicara la vida con comparecencias y trámites, y después que el viudo se tomara venganza. Pero Cora tenía otra enorme virtud: empatizaba con las personas, era muy cálida y ganaba rápidamente confianza en el tête a tête. La vecina le mostró las fotos de sus hijos, y de su difunto esposo, le narró su larga vida y cada uno de sus achaques, y al final, cuando ya era de noche, subió hasta el altillo y bajó con el zapato. Que dentro de un paquete con moño, Cora le dejó al comisario en la Mesa de Entradas. Treinta y cinco horas más tarde, el comisario llegó al café de Claudia Bruno, reclamó un capuchino con un tostado, y le contó a Cora la historia completa en la mesa de la ventana. Con el zapato en la mano y la pobre vecina demorada, se había presentado en la comisaría y había exigido el expediente: al cadáver efectivamente le faltaba un zapato de fiesta con taco aguja. Hubo un encuentro a solas con el jefe de las seccional, con el segundo y con el oficial instructor. ¿Por qué le habían mentido?
Con el zapato en la mano, se había presentado en la comisaría y había exigido el expediente: al cadáver efectivamente le faltaba un zapato de fiesta con taco aguja
El patriarca español, puntual colaborador económico de la cooperadora policial, siempre había soñado con un nieto, pero su único hijo casado no le daba el gusto. Bajo presión, la pareja se realizó todo tipo de estudios y se sometió a toda clase de tratamientos, pero no había resultados. Es que el hijo era, en realidad, técnicamente estéril. Lo descubrió en un testeo secreto, que le ocultó a su mujer y, por supuesto, también a su padre. No quería cargar con la responsabilidad dentro de su propio matrimonio y mucho menos en el marco de esa familia anticuada para la cual engendrar era el gran mérito y la gran prueba de masculinidad. Una noche, durante un cumpleaños, ella pidió un minuto de silencio y anunció que tenía una sorpresa para todos, incluso para su querido esposo: «Estoy embarazada». El inminente padre no pudo compartir la algarabía general, y esa misma madrugada, dentro del auto, le recriminó una infidelidad. La pelea fue creciendo: bajo emoción violenta él pretendía sacarle a bofetadas el nombre de su amante. La mujer logró zafar de la paliza y trató de escapar, pero el hijo del patriarca llevaba en la guantera una pistola, costumbre que había heredado de su progenitor. Llegó al sanatorio contando, a grito pelado, que habían sido víctimas de un robo. Y como se trataba de alguien conocido, el jefe de la seccional intervino personalmente. En seguida olió que el viudo entraba en contradicciones, y llamó al viejo para decirle que lo mejor era asegurarse de que todo quedara como debía quedar. El patriarca no dudó en pagar, aún sin entender a fondo lo que había sucedido, cosa que más tarde supo en detalle, porque su hijo se derrumbó y admitió todas las mentiras. Fue una fatalidad, nadie merecía ir preso por algo que puede pasarle a cualquiera, dijo cínicamente el jefe, y embolsó la 'recaudación'. El comisario de la calle Moreno no se rasgó las vestiduras, sólo les ordenó que empezaran de cero: le tomarían declaración a la vecina, hablarían con el juez, lo acusarían oficialmente al imbécil y lo detendrían de inmediato, y finalmente le devolverían toda la guita al patriarca. «Eso último no va a ser posible, mi mayor», le respondieron los tres involucrados; se habían patinado la plata en el casino flotante.
Es que el hijo era, en realidad, técnicamente estéril. Lo descubrió en un testeo secreto, que le ocultó a su mujer
Cora no le dio las gracias ni le regaló una sonrisa al comisario mayor, y Claudia hasta le cobró la merienda. Pero le organizaron a la peluquera una cena de honor, y la incluyeron en la mesa de los lunes. Lorena, en trance, les rogó que la aceptaran en los cursos detectivescos que impartían en la planta alta, y a lo largo de dos años asistió invariablemente a ellos y provocó algunas de las anécdotas más divertidas de esa escuelita, que realmente no formaba a nadie, que era un mero entretenimiento para soñadores, pero que al mismo tiempo representaba una buena fuente financiera y ayudaba a crear una red. Se trataba, por lo general, de civiles con empleos aburridos, que por supuesto no renunciaban a ellos cuando les extendían el diploma de detective. En la segunda parte del curso, Cora y Fina los hacían pasar a la parte práctica: llevaban a los alumnos en sus seguimientos y pesquisas, aunque tratando de no exponerlos a peligros verdaderos. Quedaban luego automáticamente registrados en una red, y cuando las chicas necesitaban una mano para una vigilancia discreta o para una diligencia en determinado barrio, esos alumnos recibidos eran 'despertados' y subcontratados: ellas pagaban poco, pero un oficinista que recibía una misión se sentía encantado de dedicar una tarde o una noche a seguir a un objetivo, con las técnicas que le habían enseñado y con la chance de ser detective por un rato. Se trataba de pequeños encargos, y todo parecía un juego. Pero a Cora Bruno la tranquilizaba saber que contaba con algunos de sus alumnos, los que realmente demostraban talento para la faena.
El hombre se encontraba muy cómodo en esa situación, puesto que no estaba enamorado de su secretaria
La organización de la escuelita, así como todo el papeleo administrativo y jurídico del café y de la agencia, estaban a cargo de la quinta integrante de la mesa: Marisa Grillo, contadora y abogada que todavía revestía como auxiliar del Poder Judicial, pero que compartía un estudio privado con su esposo, desde el cual gestionaba, a veces subcontratando personal, esos cuantiosos y soporíferos trámites. Compañera de la secundaria de Claudia, compinche de Cora e hija postiza de Franco y de Perla, ya era parte de la familia, y se la pasaba poniendo reparos a las licencias que esas detectives de poca monta se tomaban. Es que las normas regulatorias, como siempre, resultaban tan estrictas como incumplibles, y Cora navegaba por los grises, procurando no caer en la ilegalidad, pero metiendo muchas veces la pata. Marisa Grillo, con los pelos de punta, batallaba contra apercibimientos y multas, que jamás llegaban, y con el fantasma de una terrorífica inhabilitación, que el régimen de prestadores de seguridad privada preveía pero que sólo se ejecutaba en casos gravísimos. También asesoraba a Cora en sus presentaciones judiciales y la defendía de hipotéticas demandas posteriores, que al final rara vez se efectivizaban. El aporte de Marisa a la mesa de camaradería era sustancioso, puesto que se trataba de una mujer tradicional, con un matrimonio satisfactorio y tranquilo, y sus puntos de vista parecían desequilibrar entonces a un grupo integrado por una separada llena de cicatrices, una divorciada en busca, una adicta al placer y una cultora del misterio y el celibato.
Durante la última reunión, Cora había desatado un debate acalorado sobre el caso de Nordelta. Que parecía clásico en más de un sentido, pero que tenía algunas peculiaridades. Para empezar, el hombre se encontraba muy cómodo en esa situación, puesto que no estaba verdaderamente enamorado de su secretaria y no tenía la menor intención de quebrar su matrimonio. Había recurrido a ella no por frustración sexual (su esposa era muy buena en esos menesteres), sino por el gozo de la variedad, costumbre que practicaban «muchos machos mamíferos», como apuntó la peluquera citando un documental de National Geographic. Este punto llevó media hora de vigorosa y desordenada disputa dialéctica. Lo cierto es que el fulano no le había aclarado a su secretaria que esto no pasaba de un desahogo sin futuro, y se amparaba en la certeza de que no habría protestas puesto que seguía siendo su superior jerárquico en la empresa y tenía potestad para despedirla.
Fina, sin embargo, no pudo con su genio y reveló que la esposa tampoco era completamente fiel: tenía una relación íntima pero no física con un ex novio que trabajaba en Quebec. Los diálogos digitales empezaron en tono amistoso, pero seis meses después ya eran románticos y decididamente eróticos. Para Claudia, una infidelidad virtual no era infidelidad; para Marisa tenía la misma gravedad que una encamada: ella nunca lo perdonaría. Hablaron también de perdonar, y de cómo habían cambiado los tiempos y por qué cada vez había más indultos y amnistías en ese rubro.
(Continúa mañana)
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