Ángeles y diablas de la discoteca más famosa del mundo
la DORADA TRIBU
Studio 54 resultó el domicilio no laboral de los famosos, la cava del desmadre internacional, el sótano de oro de los que trasnochaban
Antonio, que estás en los cielos

A la discoteca Studio 54 entraba Bianca Jagger, de cumpleaños, con caballo blanco incluido. La discoteca Studio 54, en Nueva York, fue como el infierno, pero al revés. O sea, el paraíso con muchas copas de más. Andy Warhol fue parte del mobiliario que casi no había, porque allí todo lo vistió la música disco de entonces, los desabrochados finales de los setenta, con Diana Ross o Village People animando desde la pista a la afición. La afición la componían los citados y Mick Jagger, y Grace Jones, y Mohamed Alí, y Dolly Parton, y Salvador Dalí.
A la discoteca Studio 54 iba Truman Capote a alternar incluso con mujeres. Dicen algunos que tenía un aforo de 500 personas, pero malamente nos cuadran las cuentas, porque no sabemos cómo allí podían caber tantos famosos y tantos guapos o guapas de figuración. Studio 54 resultó el domicilio no laboral de los famosos, la cava del desmadre internacional, el sótano de oro de los que trasnochaban fieles al lema de Henry Miller: «No se vive la vida. Se devora». Hay por ahí muchas estampas de su álbum incontable, que son algo así como una hemeroteca de las vísperas de una orgía.
MÁS miembros de la tribu dorada
Ahí toda la clientela se agolpaba en esa promiscuidad del besuqueo o la cháchara, que luego solía pasar a mayores. Era asiduo Roy Halston, el modistazo, altivo de pajarita, y Warhol, momificado de sí mismo, y Liza Minnelli y su marido, Jack Haley Jr. Y luego siempre consta toda esa punta de tribu dorada y exótica que iba y venía por el sitio, metiendo ambiente, con más provocación que sastrería. El hippismo ya era por aquellos días un póster vencido y se entornaban los preámbulos del sustazo del sida. A Studio 54 iban los que eran un Rolling Stone en lo suyo, y los cuerpos gloriosos y anónimos de la ciudad, como gogós de un Miguel Ángel canalla, mirón e insomne que quizá se llamaba Steve Rubell, el dueño de aquel cotarro, que hacía de poli de puerta bajo el criterio «no quiero muermos de asiento. Sólo gente guapa y divertida». Hay una película mala al respecto, mala, pero elocuente.
Hemos citado a Roy Halston, pero Roy era Halston, sólo Halston, el príncipe de la alta costura de la época. Empezó de dibujante y acabó inventando el sombrero que adornó a Jacqueline Kennedy en la toma de posesión presidencial de su marido. Jacquie, por cierto, tuvo en Studio 54 alguna noche bailona. A Elisabeth Taylor le hizo Halston chilabas de espuma y a Lauren Bacall varias túnicas que en ella quedaban como diseños de humo. Liza Minelli también fue clienta, una musa de juerga, como Carolina Herrera, cuando Carolina era joven como una promesa.
Rubell, el dueño
«No quiero muermos de asiento. Sólo gente guapa y divertida»
Michael Jackson asomó por allí, casi bachiller, ensimismado de melena afro, y Jane Fonda celebró en el garito un fin de año, aunque en la discoteca siempre se estaba celebrando el fin del mundo, entre la bacanal y la coreografía. Si repasamos las fotos abundantes de Studio 54, parece siempre que no caben en un flashazo tantos famosos contentos, en general ángeles y diablas de todos los sexos. Pero caben. Aunque siempre hubo más parroquia fuera, en la calle bullente, haciendo cola para entrar al país de las maravillas. O no entrar. Porque a Cher, en un mal día, le dieron portazo. No consta en su biografía, pero sí en la de la discoteca, donde cada noche era nochevieja.
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