
Del guardián tutelar al coloso dormido
La vida de Goya en tiempos de guerra y absolutismo
El 2 de julio de 1815 el conde Jacob Gustav de la Gardie, diplomático sueco, hizo una visita al taller de Francisco de Goya y anotó lo siguiente en su diario:
Es decir, Goya seguía trabajando con fruición, pero se encontraba solo, apesadumbrado y hecho a las adversidades de la edad y de las consecuencias de la guerra. No es difícil pensar que apenas diez años antes ni se le hubiera pasado por la cabeza que se encontraría en semejante situación. Si echara la vista atrás recordaría aquellos años cuando había alcanzado la cúspide de la carrera cortesana con el nombramiento de primero pintor de Cámara del rey de España y había llevado a cabo una producción fructífera, segura y vibrante que consolidaron la admiración y el respeto de sus coetáneos. El nombramiento había supuesto que desde finales de 1799 disfrutara de un sueldo anual de 50.000 reales a los que se sumaban 500 ducados para gastos de mantenimiento; la constante actividad hizo que de su imaginación y sus pinceles salieran obras tan diversas como: los frescos de San Antonio de la Florida (1798) y «La familia de Carlos IV» (1801); una sin par galería de retratos de nobles, burgueses y amigos —la condesa de Chinchón y su esposo, el favorito Manuel Godoy, los condes de Fernán Núñez, las marquesas de Villafranca y Santa Cruz, el matrimonio Garcini, el matrimonio Sureda, el actor Isidoro Maíquez, etc.—, series tan desenfadadas como «El Maragato», y cuadros tan provocadores como «Las majas».

Añoraría también la gratificante y apacible vida familiar. El 8 de julio de 1805 Javier –el único hijo logrado de los siete que tuvo el pintor con su esposa Josefa Bayeu, familiarmente «Pepa»— se desposó con Gumersinda Goicoechea, hija de una próspera familia de comerciantes y banqueros vinculada al Banco Nacional de San Carlos. Podemos hacernos una idea de la satisfacción de Goya y Josefa ante la prosperidad familiar, máxime teniendo en cuenta que cuando ellos contrajeron matrimonio, el 25 de julio de 1773, carecían de todo tipo de bienes y no aportaron capital alguno. Ahora tenían rentas y propiedades, incluida la vivienda de la calle Valverde, pero cuando se trasladaron a Madrid, en enero de 1775, vivieron de prestado en casa de Francisco Bayeu. El matrimonio había ascendido socialmente y pertenecía a esa incipiente burguesía formada por las gentes del comercio, las profesiones liberales, la burocracia y la industria artesanal a la que no afectó la decadencia que se venía registrando en la ciudad desde 1804. Pero todo se trastocó con la guerra: el miedo, la violencia, la penuria y la incertidumbre se instaló en la vida cotidiana de los españoles y, lógicamente, también en la del artista y su entorno.
Durante la guerra Goya desarrolló una triple actividad que podíamos calificar de oficial, familiar y en la sombra. La primera le venía obligada por su condición de empleado de la Real Casa, en ese momento del rey José I, y su bien granjeada fama de excelente retratista, lo que explica que retratara a militares napoleónicos y colaboradores del rey intruso. Pero también podemos creer a Fernando de la Serna cuando, con motivo de la depuración a la que hubo de someterse el pintor en 1814 tras el regreso de Fernando VII y de la que salió bien librado, explicaba ante la autoridad policial que desde la entrada de los enemigos en esta capital vivía retirado en su casa y estudio, ocupándose en obras de pintura y grabado, abandonando la mayor parte de las personas, que antes trataba, no sólo a causa de la incomodidad de la privación de oído, sino todavía mucho más por el odio que profesaba a los enemigos.

En cuanto a la actividad familiar, durante la guerra se estrecharon aún más los lazos con los hijos y los Goicoechea. En torno a 1810 pintó el primer retrato que conocemos de su pequeño nieto y ese año fechaba los de medio cuerpo de sus consuegros, cuyos parientes, Juan Bautista de Goicoechea y su esposa, también fueron por entonces pintados por Goya. En cuanto a la actividad callada y silenciosa, sabemos que por lo menos en 1810 estaba trabajando ya en la serie que el artista tituló «Fatales consecuencias de la sangrienta guerra de España contra Napoleón Bonaparte y otros caprichos enfáticos», pero que hoy conocemos como «Desastres de la guerra», y dibujaba con asiduidad pues de esos años son los dibujos que forman los llamados «Álbum C» y el «Álbum D».
A medida que avanzaba la contienda la vida se fue endureciendo; el dolor y la muerte también alcanzó a Goya. Josefa falleció el 20 de junio de 1812, a la edad de 65 años, en un Madrid inestable, ocupado y asolado por el hambre y la penuria. Como consecuencia de ello el hijo heredó la casa donde vivía Goya y se hizo la partición de bienes entre ambos, levantando un inventario que nos informa, entre otras cosas, sobre las pinturas de las que le gustaba rodearse en ese momento. Entre otros, allí figuraba el retrato de la fallecida duquesa de Alba vestida de maja, una muestra de la relación familiar que existió y de la que resultó beneficiado Javier con una pensión de tres mil reales anuales. También estaba un retrato del diestro Pedro Romero por quien Goya sentía gran afición a pesar de que, según su cuñado el pintor Francisco Bayeu, los apasionados de este torero eran los «chisperos, vagos, gariteros y tunantes, y toda la carnicería». Destacan igualmente doce bodegones con atractivas viandas, pinturas únicas por el tema en la producción goyesca, e inquietantes, cuando no irónicas, si recordamos el estado de general desabastecimiento que se vivía en Madrid...

Finalmente, en el inventario figuraban también doce cuadros con «horrores de la guerra» y «un gigante» que hoy conocemos como «El coloso». Este gigante, figura del poema patriótico de Juan Bautista Arriaza «La profecía del Pirineo» que representa al guardián tutelar de España, se nos muestra haciendo frente con sus puños al enemigo mientras las gentes son presas del pánico. Esas águilas feroces de Napoleón y sus ejércitos que invadieron la Península y que Goya representaba en otro cuadro de dimensiones similares que por ahora solo conocemos por esta breve descripción: «una gran águila se cierne sobre los Pirineos, haciendo sombra con sus alas extendidas sobre toda la Península y sus gentes que huyen despavoridas ante ella».
Como es sabido, la patriótica lucha contra el francés se resolvió en una vuelta al orden que fue un auténtico horror. La confrontación entre liberales (constitucionalistas) y serviles (absolutistas) provocó una auténtica guerra civil y esto también lo vivió y registró Goya. En las estampas de los «Desastres de la guerra», al abrigo de un lenguaje figurativo de compleja interpretación, quedó constancia de la tristeza que le provocarían los hechos: la debilidad del regente, el infante arrodillándose ante Fernando VII, la marcha al exilio de amigos tan queridos como Juan Meléndez Valdés y Leandro Fernández de Moratín, el dolor ante la derrota de los liberales cuyo retrato alegórico, personificado en la nobleza del caballo defendiéndose y luchando, dejó grabado en la estampa 78, y la negrura que se adueñó de España cuando «Murió la verdad».

El empobrecimiento general de la población madrileña, el colapso de la Administración al que se sumaría la pérdida del imperio americano a partir de 1821, hicieron de la capital una ciudad triste lejos del esplendor del final de siglo, de tiendas escasas y oscuras, y calles donde deambulaban y paraban incontables mendigos de todas las edades. Por eso no extraña que una vez asentado el régimen absolutista fernandino Goya retomara la figura del «Coloso», esta vez en grabado, y en lugar de presentarlo orgulloso y erguido, le mostrara sentado penetrado de melancolía. Pero por el testimonio del conde Jacob Gustav de la Gardie sabemos que al igual que durante la guerra, Goya siguió trabajando con enorme productividad y, entre otras cosas, puso a la venta el último día de 1816 la serie grabada de «La tauromaquia», comenzada en 1815.
En estos años disfruta de la vivacidad de su nieto, al que vuelve a retratar enfrascado en su pasión por la música, y frecuenta a los pocos amigos que le quedan en la ciudad, entre ellos Ceán Bermúdez, quien se convertirá en el consejero preferente de su arte en esta época, y el reconocido grabador Rafael Esteve al que retrata posiblemente en prueba de amistad ese mismo año de 1815. Por entonces continuó trabajando en el arte del grabado y dio inició a la serie de «Los disparates» que sería la última y quedaría sin terminar. Estas composiciones son la culminación de su arte: desbordan destreza, belleza e imaginación, pero en la misma medida es el hermetismo de su significado. Parece como si su contenido fuera la directa expresión del «curioso estado mental» del pintor, por usar las palabras del diplomático sueco. Es como si hubiera trasladado directamente al cobre aquello que se le pasaba por la cabeza, una ebullición de personajes distorsionados por el tamaño y las formas donde pasado y presente se entretejen, con esa manera particular que tenía Goya de mirar las relaciones de los seres humanos «desprovistas de todo contexto real, inmersas en un ambiente nocturno que libera los instintos» y que «dan lugar a confrontaciones, frenéticas diversiones y misteriosos poderes» que anuncian las conocidas «Pinturas Negras».

Goya comenzó el año 1819 con nuevas iniciativas personales: en febrero firmó su primera litografía en el pionero establecimiento litográfico que dirigía José María Cardano, responsable de la introducción en Madrid de esta novedosa y revolucionaria técnica; y ese mismo mes compró una casa con amplia huerta a orillas del río Manzanares, conocida ya antes de que el la habitara como la Quinta del Sordo. Probablemente por razones sentimentales aceptó pintar y luego renunció a cobrar la mitad de lo convenido, el cuadro que la Comunidad de San Antón le encargó para el altar de la iglesia del colegio madrileño: Goya había estudiado de pequeño en el colegio regentado por esta orden en Zaragoza, y recordaba con cariño esa etapa de su vida. Precisamente en su pintura son los escolares los que forman multitud a la derecha, tras la figura anciana del santo que, arrodillado, recibe su última comunión mientras la luz divina ilumina su cadavérico rostro, subrayando así ese trance final del tránsito de la vida, trance en el que se sentiría el pintor al final de ese mismo año cuando cayó gravemente enfermo y se sintió a las puertas de la muerte.

Según el médico que le atendió, Eugenio García Arrieta, le acometieron unas fiebres tifoideas –una de las muchas secuelas que todavía había en Madrid de los años de guerra y privaciones-, casi imposibles de curar en aquel entonces, el único tratamiento posible era sintomático contra la fiebre y el dolor. Agradecido el pintor se autorretratara doliente atendido por el doctor en una pintura que es un auténtico exvoto, testimonio de un ofrenda publicitada que fue expuesto públicamente en la Academia de San Fernando donde llamó «la atención de todos por la semejanza y expresión de ambos personajes, por la espontaneidad del pincel y por el efecto vaporoso de la escena, sin grandes alardes de claros obscuro». Y con esa imagen en la retina se entiende mejor el alcance de la siguiente decisión que tomó el anciano artista: recuperado de la enfermedad Goya dejó la casa donde vivía con su hijo en la calle Valverde y se retiró a la apartada quinta que había comprado y en la que hizo obras de ampliación para la cocina y anejos, y finalmente pintó las paredes. Se iniciaba así la etapa final de su vida en Madrid que concluiría con el exilio voluntario y su marcha a Burdeos donde de nuevo se acordaría del Coloso. En esta última ocasión lo dibujó y añadió este texto: «Gran coloso dormido».
