Linchamiento e insultos: el follón en el entierro de Carrero Blanco que estremeció a Franco
El 21 de diciembre de 1973 se escucharon gritos de repulsa contra el cardenal Tarancón, que a punto estuvo de ser apedreado por la turba
![Francisco Franco da el pésame a la familia de Carrero Blanco durante el funeral](https://s1.abcstatics.com/media/archivo/2022/02/07/1203266079-khmC--620x349@abc.jpg)
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El 21 de diciembre amaneció con pasmo en los periódicos. «Consternación en España y en todo el mundo por la muerte del almirante Carrero Blanco». Bajo el titular, ABC desmigaba la noticia. «Una mina subterránea estalló bajo el coche del presidente del Gobierno». La explosión fatal se sucedió a las nueve y veinte de la mañana, después de que el delfín de Francisco Franco abandonara la iglesia de los Padres Jesuitas. A la altura del número 104 de la calle Claudio Coello el vehículo, un Dodge 3700 GT, saltó de forma literal por los aires. En principio se barajó la posibilidad de un escape de gas, pero no se tardó en establecer que los culpables habían sido los miembros de la banda terrorista ETA.
Además de un enorme socavón igual de largo que un autobús, el atentado dejó una sorpresa más: unas ligeras sacudidas que hicieron pensar que Carrero Blanco todavía vivía. «El presidente del Gobierno, con los ojos cerrados y el rostro totalmente amoratado, parecía que respiraba aún, mientras que por sus labios se escapaba un ligero hilo de sangre», explicaba ABC. Durante algunos momentos se creyó en el milagro de la recuperación, pero la ilusión se esfumó cuando los enfermeros subieron el cuerpo a la ambulancia: los espasmos no eran más que «movimientos reflejos». El príncipe franquista arribó sin vida a la Ciudad Sanitaria Francisco Franco, donde se corroboró que su tiempo en este mundo había terminado. Punto y final.
A partir de entonces comenzaron los preparativos para la última despedida, una que iba a traer cola. No ya por las turbulencias que iba a provocar en la sociedad que el delfín hubiese sido asesinado, que también, sino porque se escogió para oficiar una misa privada por él en Presidencia del Gobierno al cardenal Vicente Enrique y Tarancón. Y es que el 'cura rojo', como era conocido en la época, no era de los personajes más populares entre el franquismo. Defensor de la doctrina que el papa Pablo VI promulgaba desde la celebración del Concilio Vaticano II –aquello de la separación entre Iglesia y Estado-, el entonces presidente de la Conferencia Episcopal escapó por poco del linchamiento.
Tensión de buena mañana
Pero vayamos por partes. El mismo Tarancón explicó en una entrevista exclusiva para ABC en 1973 aquella historia. Su particular «viacrucis», como él mismo lo definió, comenzó poco después de que hiciera explosión la bomba de ETA. «Al ir a empezar el consejo episcopal que teníamos aquel día, me llama al teléfono un sacerdote, Moreno Ladrón, que me dice que uno de los sacerdotes de su parroquia ha visto entrar en la Ciudad Francisco Franco el cadáver de Carrero», explicó. Desconcertado, contactó con Presidencia, donde le corroboraron la noticia. «Lo hicieron de manera ambigua, sin contarme las causas». El obispo salió entonces para el hospital, y debió llegar de los primeros. «Vimos el cadáver. Rezamos el responso. El momento parecía muy grave». Y vaya que sí.
Como figura alejada de blancos y negros que era –'rojo' para unos, franquista para otros tantos–, Tarancón recibió esa misma tarde dos extrañas peticiones: oficiar la misa privada que se celebraría al día siguiente en Presidencia en honor del muerto y ser uno de los que asistiera al entierro después. Aceptó, aunque aquel había sido un año de tensiones para él por haber mostrado su oposición frontal a los lazos que unían a las altas cúpulas de la Iglesia española con la dictadura. El periodista de ABC se lo recordó de esta guisa durante la entrevista: «Se habían celebrado aquellas manifestaciones contra usted, cuando salieron aquellas pancartas de 'Tarancón al paredón'».
A pesar de ello, el bueno de Tarancón aceptó poner su vida en juego. «Aquella noche me llamaron varios de mis amigos para advertirme de que se estaba cociendo algo contra mí, que por la mañana en la misa, no antes, sino después de la misa, pasaría algo para impedir que fuera al entierro por la tarde». La conversación entre reportero y entrevistado no tiene desperdicio.
–¿Usted iba con miedo?
–Yo iba preocupado. La policía me había mandado un coche de escolta y tenían órdenes muy severas de protegerme, dando prioridad a mi coche para que yo pudiera entrar rápidamente y salir el primero de la Presidencia. Se ve que algo sabían ellos y, lógicamente, todo eso te preocupa.
Bronca tras bronca
Como sus contactos habían augurado, la locura no se desató cuando arribó a la misa a eso de las diez de la mañana; la pesadilla arrancó al salir a la calle. A pleno sol, Tarancón se topó con un hombre que hablaba a grandes voces. «Yo apenas pude enterarme de nada porque los policías me rodearon y me llevaron casi en volandas hacia el coche», afirmó a ABC. En el momento de subirse al vehículo vio a una inmensa muchedumbre que se dirigía hacia él para lincharle. «Llevaban pancartas de 'Tarancón al paredón', pero apenas tuvieron tiempo de nada porque mi coche fue el primero en arrancar. Como yo desaparecí enseguida la pagó el Nuncio, porque su coche no aparecía y estuvo veinte minutos aguantando gritos».
Por la tarde, la situación se calentó todavía más. «No pararon de llegar llamadas diciendo que no fuera yo por la tarde al entierro, porque iba a ocurrir algo muy grave. A mi no me dijeron nada, pero la cosa llegó a los policías y estos lo comunicaron a la Dirección General de Seguridad», explicó Tarancón. Desde aquella institución le insistieron en que no acudiera al evento. Y lo mismo pasó desde su familia y amigos, pero él mantuvo su decisión: «No, no. Yo soy arzobispo de Madrid, yo voy por encima de todo». Para su desgracia, el espectáculo no le decepcionó.
–¿Qué sucedió?
–Me di cuenta de que algo muy grave estaba preparándose. Vi como los militares tomaban posturas, como rodeándonos, y, en cuanto salimos del coche, comenzaron los gritos, que duraron toda la primera parte del entierro. 'Asesino', 'Fuera obispos rojos', 'Tarancón al paredón', 'Todos a la cárcel de Zamora'. Y, de cuando en cuando, mezclados con estos, otros gritos de 'Viva el obispo de España', porque Marcelo González y Guerra Campos iban en la fila detrás de mi. Los que gritaban eran unos centenares, avanzaban a nuestro lado sin dejar de gritar.
La función siguió hasta el final del entierro. «Yo tenía en aquellos momentos dos sentimientos. El primero era de pena: yo que había vivido los tiempos de la República y había sido muchas veces insultado, verme ahora insultado de nuevo por gentes que se creían más católicas que yo me producía una tristeza muy honda», desveló. El segundo era de pena y le sobrevino cuando le tildaron de asesino. «Fue una de las horas más tristes de mi vida, sino la que más», añadió. A pesar de ello, a nivel físico pudo escabullirse sin mayor problema.
La situación estaba tan caldeada que, pocas horas después, contactaron con él desde el Gobierno para pedirle que no dijera misa al día siguiente. Su respuesta fue igual de tajante que hasta entonces: «Yo al funeral voy. Si no quieren que diga misa, es problema suyo». Como cardenal, tuvieron que pasar por el aro una vez más. Lo que no sabía nuestro protagonista es que allí todavía le quedaban por aguantar varios desplantes.
–Hábleme de lo que ocurrió al dar la Paz.
–La verdad es que no habíamos pensado en ello, pero nos pareció que debíamos darla a Franco, al Príncipe, al presidente del Gobierno y al de las Cortes. Efectivamente, bajé hacia Franco...
–Él no lo esperaba.
–No. Entonces yo, en lugar de un simple saludo, le abracé y él se reclinó sobre mí llorando como un niño, pero contento de que le diera el abrazo. […] Luego comencé a dar la paz a todos los ministros.
–Fue entonces cuando sucedió lo del ministro de Educación.
–Sí, la cosa fue normal hasta llegar a Julio Rodríguez. Yo lo vi con los ojos llorosos y como ido, y pensé que no se daba cuenta, así que pasé adelante. Pero después estaba Licinio de la Fuente que me estrechó la mano con un calor fuera de lo normal, como si tratara de deshacer algún agravio.
–Que usted no había experimentado...
–Nada. Yo creía que no se había dado cuenta. Solo cuando me volví y vi las caras de todos comprendí que no había querido darme la mano.
El último mal trago que tuvo que pasar el buen Tarancón no le raspó la garganta. Aquello de la costumbre, que es tan útil como amarga. Finalizado el entierro, el cardenal volvió a salir por piernas cual reo perseguido por la justicia. Aunque en este caso el acto final de la función había sido planeado al milímetro. En lugar de a su coche habitual, fue escoltado a un vehículo oficial bajo el más estricto secreto. Así se evitó recibir los golpes y los insultos de un centenar de extremistas que le esperaban en las cercanías. Después marchó para Villarreal, donde pasó varias jornadas al abrigo de la Guardia Civil. Se negó varias veces a ello, pero los agentes le insistieron: tenían órdenes, y no estaban dispuestos a incumplirlas. En todo caso, salió vivo de aquello.