Sabino Fernández Campo, conde de Latores, que fue secretario general y jefe de la Casa del Rey entre 1977 y 1993 y que acompañó a Su Majestad en los momentos más difíciles de la Transición, falleció la pasada medianoche a los 91 años en la Clínica Ruber Internacional de Madrid, donde había sido ingresado el pasado 12 de octubre para ser sometido a una operación intestinal. Después de experimentar una mejoría, su estado se agravó como consecuencia de una insuficiencia respiratoria originada en el pulmón, donde meses antes había sufrido una hemorragia en la pleura. Su muerte ha llenado de pesar a la Familia Real, que ha seguido con preocupación y dolor las últimas horas del que fue su leal colaborador.
De Sabino Fernández Campo, nacido en Oviedo el 17 de marzo de 1918, siempre se ha destacado su sagacidad, discreción, prudencia, lealtad, sentido de humor y finura intelectual. También el Rey ha subrayado, en muchas ocasiones, el «agudo talento, el prudente criterio, el leal consejo y la generosidad ilimitada» con que este militar le asistió en «una etapa trascendental en la historia de España».
Sin embargo, en los últimos años, a Fernández Campo le gustaba transgredir y romper esa fama de hombre discreto que siempre le acompañó, pero que, en su opinión, «no se corresponde con la realidad». Para él, la lealtad era «decir siempre lo que sientes y estar dispuesto a dejar tu puesto si lo que dices no gusta». «La lealtad estriba muchas veces en la más absoluta sinceridad», decía. Él mismo se definía como «un Pepito Grillo al que en ocasiones (el Rey) tiene ganas de tirarle un mazo a la cabeza». Decía que había aprendido en el Ejército unos valores morales y éticos que trataba de aplicar en todas las situaciones.
Y estas máximas, unidas a su amor por la verdad —por su verdad—, las siguió aplicando cuando ya no tenía puesto que dejar, y sus opiniones, que antaño transmitía en la intimidad de los despachos de Zarzuela, alcanzaron en varias ocasiones la categoría de noticia. Pasó de «comprar silencios ofreciendo secretos», cuando estaba en activo, a sorprender con sus palabras al propio periodista.
Cuando Rosa María Echevarría le hizo una entrevista para ABC hace seis años sobre un libro que acababa de publicar —«Escritos morales y políticos»—, de repente le espetó: «Ahora bien, a mí lo que me gusta es escribir mis memorias». Ante la sorpresa incrédula de la periodista, agregó: «Ha oído usted perfectamente. Es un ejercicio muy saludable que se lo recomiendo a todo el mundo... No sabe lo que disfruto con tantos recuerdos, con tantos sucesos... Y cuando ya los he escrito, los rompo en pedacitos para que nadie caiga en la tentación de ir a buscarlos en la basura... No se imagina todo lo que han ofrecido por ellas...».
Pocos años antes su rechazo a escribir las memorias era mucho más firme: «Es una tentación que siempre atrae, pero en la que jamás caeré». «Lo que puedan ofrecerme los editores no lo necesito. Estoy bien así». «Me dan mucha pena las personas que escriben libros para poner verdes a quienes en su día halagaron». «Eso es despreciable y yo nunca lo haría».
«Ni está ni se le espera»
El hombre que acuñó la famosa frase «ni está ni se le espera» durante muchos años no quiso hablar ni siquiera de la noche del 23-F. En otra entrevista a ABC aseguraba: «Mi papel se redujo a estar al lado del Rey, atender los teléfonos cuando Su Majestad no podía, por la gran cantidad de llamadas que se produjeron, y mantener hasta el final, de acuerdo con las instrucciones del Monarca, una decisión que se tomó desde el primer momento...»
Fernández Campo se declaraba «profundamente religioso» y creía que ello le hacía «poco inclinado a las manifestaciones externas exageradas u ostentosas». Con sus habituales juegos de palabras, decía que tenía «mucha esperanza de salvarme; pero tal vez me pueda salvar el pensamiento de que no merezco salvarme». Asturiano hasta la médula, imaginaba el Cielo como «un lugar lleno de prados verdes y cielos con neblina». Adoraba su tierra, pero no fue él, sino el Rey, quien escogió el nombre de Latores para acompañar al título de conde que le concedió Don Juan Carlos.
Latores es el pequeño pueblo en el que vino al mundo su padre, un comerciante humilde pero emprendedor que se abrió camino y pudo procurarle una licenciatura en Derecho. Latores era también el pueblo en el que pasó sus vacaciones durante su infancia y juventud hasta que la Guerra Civil lo mandó al frente con 18 años, donde fue alférez y teniente provisional. Al terminar la guerra, ingresó en el Cuerpo de Intervención del Ejército. Fue profesor y jefe de estudios de la Academia de Intervención Militar, e interventor de la Casa Militar de Franco. En diciembre de 1975 fue nombrado subsecretario de la Presidencia, y en julio de 1976, subsecretario del Ministerio de Información y Turismo. Cargo este último del que dimitió a petición propia en 1977, por encontrarse dentro de las incompatibilidades reguladas por el real decreto de julio de 1977. En mayo de 1980 ascendió a general interventor general del Ejército, máxima categoría de dicho cuerpo, y el 3 de septiembre de 1984 pasó a la reserva activa.
Un guepardo en Zarzuela
La llegada de Fernández Campo al Palacio de La Zarzuela se produjo el 31 de octubre de 1977, cuando fue nombrado secretario general de la Casa de Su Majestad el Rey, en sustitución del general Alfonso Armada, quien le había propuesto para sucederle. De su primer día en el despacho, le gustaba recordar una anécdota inolvidable. Mientras contemplaba su nuevo lugar de trabajo se abrió la puerta del despacho y apareció su primer visitante, un precioso guepardo que emitió unos escalofriantes rugidos. Tras el felino, que resultó ser inofensivo y obediente, llegó el Rey para dar la bienvenida a su nuevo colaborador.
La educación del Príncipe
En 1980 se volcó con las gestiones que contribuyeron a la creación de la Fundación Príncipe de Asturias y en aquellos años coordinó el proyecto de educación del Heredero de la Corona. Pero el papel más destacado de su paso por el Palacio de La Zarzuela lo jugó, al lado del Rey, durante el intento de golpe de Estado del 23 de febrero de 1981.
Después de trece años como secretario general, el 22 de enero de 1990 fue nombrado jefe de la Casa del Rey, en sustitución de Nicolás Cotoner, marqués de Mondéjar. En el ejercicio de este cargo, el 30 de abril de 1992, fue nombrado conde de Latores, con Grandeza de España, por su «larga y brillante trayectoria de servicios destacados, militares y civiles, al Estado», según el real decreto publicado en el BOE de 6 de mayo de 1992. El 8 de enero de 1993 cesó como jefe de la Casa del Rey, puesto en el que le sucedió el diplomático Fernando Almansa. Entonces fue nombrado consejero privado del Rey y se le concedió la Gran Cruz de Carlos III. Poco después, el 5 de marzo de 1993, el Consejo de Ministros aprobó su nombramiento como teniente general con carácter honorífico.
En 1995 el periodista Manuel Soriano publicó la primera biografía de «Sabino Fernández Campo. La sombra del Rey». Según el escritor, «Sabino se había convertido en la caja negra del Reinado de Don Juan Carlos».
Estaba en posesión de las grandes cruces del Mérito Militar con distintivo blanco, la Orden de Cisneros, San Raimundo de Peñafort, del Mérito Militar y Aeronaútico y la Gran Cruz del Mérito Civil, entre otras. Recibió gran número de homenajes y de distinciones, entre ellas: Hijo predilecto de Asturias (noviembre de 1981), Cruz de Sant Jordi, máxima condecoración que otorga la Generalitat de Cataluña; Orden Civil de Sanidad (abril de 1989) o la Insignia de Oro y Brillantes del club Sporting de Gijón (marzo de 1990). En 1994 ingresó en la Real Academia de Medicina de Asturias y León y el 28 de junio de 1994 en la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, acto al que asistieron los Reyes. El 27 de noviembre de 1996 fue investido académico de honor de la Real Academia de Doctores y el 17 de diciembre de 1997 recibió el Premio de Convivencia de la Fundación Manuel Broseta de Valencia.
Estuvo casado con Elena Fernández-Vega Diego, con quien tuvo diez hijos. Enviudó el 14 de marzo de 1993 y sufrió la terrible desgracia de ver morir a cuatro de sus diez hijos: uno de ellos, Sabino, falleció el 9 de septiembre de 1994, víctima de un accidente de tráfico, y otras tres hijas murieron como consecuencia de enfermedades. «No me quejo de ser viejo —se lamentaba—, sino de las cosas que le suceden a uno por ser mayor. En este caso, ver morir a mis hijos».
El 15 de octubre de 1997 contrajo matrimonio con la escritora y periodista María Teresa Álvarez, quien se convirtió en su compañera inseparable.
«El buen militar»
A lo largo de su vida, recibió muchísimos homenajes, tantos, que él mismo decía: «Creo que me han reconocido demasiado. Sería feliz si la vida no me castigara más». Pero el homenaje más significativo fue el que se le rindió al cumplir 89 años por su servicio a España y a la Corona. El Rey le envió un mensaje lleno de cariño que el propio Sabino leyó ante las 600 personas que se reunieron en el Palacio de Congresos y Exposiciones de Madrid: «Ante el éxito, la alegría, el dolor, la contrariedad, el esfuerzo o el riesgo —le decía el Rey—, encontré siempre en ti la integridad del buen militar capaz de asumir siempre su responsabilidad de concluir la superación de las dificultades con un templado “sin novedad”».