Valmaseda, el último herrero
En Toledo vive todavía uno de los últimos herreros: Antonio Valmaseda. Su obra se encuentra dispersa por iglesias, edificios públicos y casas particulares de todo el mundo

En algunas tradiciones arcaicas, el oficio de herrero era privilegio de chamanes y de reyes fundadores de dinastías y ciudades. Se trataba de un trabajo sagrado. Los dioses toman el martillo y con él forjan el cielo y la tierra. En el Rigveda, el hacedor del mundo es un herrero. Tvashtri forma el arma de Indra, que es el rayo, y Hefesto la de Zeus. En los mitos escandinavos, los enanos, que viven en las entrañas de la tierra de donde se extraen los metales, forman el martillo de Thor. En todas las culturas, los «dueños del fuego», los herreros, están ligados al origen de la civilización, pues forjan el utillaje que necesitan los cazadores y los agricultores, pero también a la fabricación de las armas de la guerra y la destrucción, de ahí que fueran respetados y temidos, tuvieran fama de locos y vivieran lejos de la aldea o en un barrio reservado cerca del río
En Toledo vive todavía uno de los últimos representantes de esta estirpe de herreros míticos: Antonio Valmaseda. Aprendió al lado de Julio Pascual y del Tajo a dar vida al hierro, en la otra orilla del río, en el margen, y al margen, de las convenciones sociales, solo con sus herramientas, solo con su «familia». Allí lo hemos visto trabajar con el martillo, el fuelle, el yunque y el horno como si se tratara de seres animados y mágicos. Rejas, brocales de pozo, verjas, campanillos, lámparas, braseros, camas, veletas y toda clase de esculturas que forjaba o componía con materiales reciclados salían de unas manos diestras que sabían oficiar como nadie la comunión del agua con el fuego. Obras que nunca firmaba (la firma es la obra, solía decir) y que se encuentran dispersas por iglesias, edificios públicos y casas particulares de todo el mundo. Y como si el trabajo de herrero tuviera pocas evocaciones míticas, Valmaseda ejerció durante casi treinta años el oficio de barquero. Pero más que al barquero de la muerte que cruza el Aqueronte con su macabro pasaje, recordaba a un ángel de la guarda que salva a los bañistas imprudentes de morir ahogados. Los vecinos todavía se acuerdan de cómo con su barca de remos sacó del agua a más de uno. Lo conocimos después, en los primeros años de funcionamiento de la barca de cable. Le daba a la manivela y saltaba y bailaba, entre chanzas y gracias. En aquel momento nos pareció un chiflado, un chiflado genial que soltaba frases como ésta (cuando le preguntamos, pues supongo que estábamos en época de elecciones, que de qué partido era): «Ni partido ni quebrado; se es o no se es».
Y Antonio Valmaseda es de los que son. De los que son y se forjan en el arte para el que han nacido y para el que viven. Desde ese día comenzamos a tratar con él, un trato que quienes lo conocen saben que no siempre es fácil. Es el precio que se paga por la genialidad. Las veces que hemos estado en su casa de la Antequeruela no ha dejado de asombrarnos su talento natural desplegado en los cientos de piezas de forja artística que atiborran la vivienda, muchas de ellas obras de encargo que no vendió, bien por un desacuerdo con el precio final, bien porque no quiso desprenderse del «hijo» que había salido de sus entrañas.
Nos lo encontrábamos a menudo, andando a paso vivo, con su gorrilla de marinero fluvial y su gafas de sol compradas en un mercadillo, que no tenían otra misión que la de tapar el ojo extraviado que le había dejado un grave accidente de coche. Así que cuando lo veíamos, no podíamos menos de acordarnos de esos otros herreros míticos, los cíclopes. Imprevisible, desconfiado y genial, despotricaba siempre contra los políticos que lo despidieron improcedentemente de su puesto de barquero y que después trataron de expropiarle su casa junto al río. Sus hijos, que no acababan de encontrar trabajo fijo, era otra de sus preocupaciones constantes. Resultaba evidente que su talento era tan grande para las cosas artísticas como escaso para las prácticas.
Nos costó, pero finalmente le sacamos el compromiso de hacernos una pieza, aunque fuera modesta. Él mismo nos sugirió un gallo. Los plazos y los presupuestos no iban con Valmaseda. Por mucho que uno sea condescendiente con la idiosincrasia del artista, siempre acaba impacientándose. Después de muchas discusiones y dilaciones, una tarde se presentó en casa con un gallo bajo el brazo, como si hubiera salido de una novela de García Márquez . Un gallo de hierro forjado que había traído caminando desde su casa en la Antequeruela. Si hubiera cantado, no estaría más vivo el animal, de tal modo había conseguido plasmar, no el aspecto exterior y superficial, sino el alma del gallo. Recuerdo el día que bajamos a su fragua junto al río para encargárselo. Allí estaba, cual Vulcano de nervudos brazos, batiendo el yunque, ajeno a todo lo que no fuera lo que se traía entre manos. Les dio un martillo a los niños, entonces aún pequeños, y les dijo que le pegaran fuerte al hierro candente. Nos enseñó después algunos de los bocetos para el brocal gótico que estaba haciendo; los tenía, perfectamente dibujados, sobre trozos de papel de un saco de cemento.
La última vez que lo vimos fue el día del Valle, remendando con lodo del río la casita que le compró al barquero anterior y que durante muchos años les sirvió, a él y a su mujer, para pasar los veranos. Con más de ochenta años, recién enviudado, solo y con aspecto abandonado, nos dijo que ya no puede trabajar, que es por lo único que está en el mundo. No puede trabajar porque unos vándalos han forzado la puerta de su fragua y le han robado todo, destrozando además lo que no se han podido llevar. Y se queja amargamente, y nosotros con él, de que nadie, ninguna autoridad, haya hecho nada para impedirlo. Queremos desde estas páginas denunciar la situación tan lamentable en la que se encuentra uno de nuestros artistas mejor dotados. Reclamar el justo reconocimiento que Toledo le debe al último de sus herreros míticos. ¿Por qué no pagar la deuda que la ciudad tiene contraída con Antonio Valmaseda con un homenaje, o con una exposición antológica, o mejor, que es lo que más agradecería, protegerle de esta situación de desamparo y restituirle la que siempre ha sido su fragua, para que en el valle vuelva a resonar el acompasado golpear del martillo sobre el yunque?
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