El Expolio de Cristo
Creo que no es preciso mucho esfuerzo para convencer a cualquier tipo de espectador, en el sentido de que el cuadro de «El Expolio», que brilla como un sol en la Sacristía de la catedral de Toledo, es una de las obras más ricas y singulares dentro de la amplia creación pictórica del genial cretense que decidió hacerse toledano.
Lo que ya no podríamos asegurar es si todo el mundo conoce la serie de disgustos que, a nuestro ahora tan laureado pintor, le acarreara la férrea disciplina ortodoxa del claustro catedralicio, quien le abocaría inclusive, con amenazas más o menos veladas, ante las mismas puertas de la temible Inquisición. Y que por buenas composturas, le obligara a aceptar como pago del mismo la reducida cuantía que los enojados clérigos, de forma unilateral, estimaron oportuno.
Se quejaban de muchos defectos y errores en lo que ahora resulta ser una de las obras de arte más perfectas y hermosas del mundo: anacronismo por la inserción de la figura de un caballero, embutido en flamante armadura correspondiente a muchos siglos después; irreverencia ante las figuras de la horda situadas en planos superiores a la impresionante cabeza del Salvador..., y un largo etcétera.
Pero parece que lo que más agraviaba al celoso Cabildo era la presencia de un entrañable grupo femenino ubicado en el ángulo inferior derecho, desde la posición del resplandeciente Jesús inmerso aún en la púrpura sublimada: la Santísima Virgen María, María de Magdala y María de Betseda; «las Marías», en expresión coloquial de los críticos de Arte. ¿Razones? Porque la presencia de tan nobles figuras en ese momento crucial de la Pasión estaba en riguroso desacuerdo con los textos evangélicos. ¡Quién lo iba a decir, con lo oportunas que a todos parecen ahora!
Lo que parece no echaron de menos los honorables «cancerberos» catedralicios, es la ausencia en el lienzo de un personaje emblemático que, en tantas ocasiones, y en esta concreta con mayor rigor bíblico se halla siempre fiel al lado del divino Maestro: el Apóstol del Amor, San Juan.
Como es lógico, tampoco se percatan de la intencionalidad y simbolismo que mueve al Greco a «perpetrar» tamaña omisión, obviando al más leal testigo en el Sacrificio del Señor. Su objetivo no es otro (el Greco no dejaba nada al azar) que el de regalar al sacerdote de turno, cada vez que se revistiera ante el Altar Mayor de la Sacristía que preside «El Expolio de Cristo», para celebrar el Santo Sacrificio de la Misa, el hueco que está denunciando la ausencia del amado discípulo. El oficiante transmutado en San Juan. Glorioso honor ciertamente.
De haber entendido el trascendente mensaje, es de suponer que los acendrados canónigos hubiesen visto las cosas de otro modo muy distinto, casi con el arrobo actual.
La ausencia es patente, el espacio sigue libre; mas a todas luces parece que ninguno de nuestros contrarreformistas de aquel momento se ve retratado en la singular pintura. Ninguno lo comprende ni lo valora, ni siquiera el rey Felipe II cuando mira el cuadro en la primavera de 1579, en su visita Toledo con motivo de las Fiestas del Corpus. «No le agradó nada a Su Magostad», comenta solidario el P. Sigüenza.
¿Les sobraba celo religioso y les faltaba sensibilidad cristiana? ¿Era falta de libertad y ausencia de cultura? Lo ignoramos. Lo cierto es que le hicieron la cruz, el peor de los exorcismos para el valiente Doménikos. «Acabas de perder -le dijeron sin palabras-, amigo «griego», tus dos mejores clientes”.
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