Un don excepcional (***): Niña prodigio
Sin trampas ni golpes bajos opta por un camino más gris, real como la vida misma y lleno de sentimientos (todos los personajes rebosan), lo que puede ser una virtud para el realismo, aunque quizá no tanto para el espectáculo dramático
El problema de criar un niño prodigio es que no puedes ocultarle durante demasiado tiempo . Es lo que descubre el protagonista Chris Evans cuando su hijita de siete años llama la atención de una profesora atenta que, con la mejor intención, sugiere que la niña debería dejar de perder el tiempo con sumas y restas y entrar en una institución para alumnos especiales: en efecto, la niña tiene no solo una cara angelical (la que le presta McKenna Grace) sino que su infinita capacidad para la matemática la convierte en una mente maravillosa, como el título de aquella oscarizada película sobre otro genio, bastante más conflictivo que esta monada prodigiosa.
Y sobre esa mente bascula todo el conflicto de la película. Evans no es el padre sino el tío de la niña: su madre, también prodigio de los números, acabó mal y ese es el negro futuro que trata de evitarle, condenándola a una vida de normalidad sin teoremas insolubles ni otros algoritmos existenciales.
Entra en escena la abuela de la niña, una estirada Lindsay Duncan que se proyecta a mitad de camino entre madrastra o estricta gobernanta muy british, es decir, lo contrario del informal atractivo eco-hipster (un poco de diseño) del papá adoptivo. Ya tenemos el dilema prístino, como le gusta a Hollywood, entre dos posiciones que son dos formas de vida.
Nos gustaría poder decir que la película se aparta de tan predecible esquema y consigue sorprendernos con uno o más giros de guión de manual. Pero no lo hace: sin trampas ni golpes bajos opta por un camino más gris, real como la vida misma y lleno de sentimientos (todos los personajes rebosan), lo que puede ser una virtud para el realismo, aunque quizá no tanto para el espectáculo dramático .
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