El patriarca

Tan obsesionada con proyectar una estampa de muy europea modernidad en las antípodas del rancio casticismo hispano, y CiU está a punto de acabar sus días de vino y rosas imitando, ¡ay!, los más chuscos epílogos de las más chuscas repúblicas bananeras. Repárese por un instante en la gran foto de familia en el balcón del Majestic tras saberse consumado el fiasco. Como siempre de medio siglo a esta parte, el septuagenario Pujol dirigiendo el funeral. Al modo de Torrijos o Noriega en Panamá –y de tantos espadones latinoamericanos – , encarna el sucedáneo catalán de la figura del hombre fuerte, el patriarca que mueve los hilos en la sombra, ese gran clásico tercermundista siempre recurrente en el sofocante costumbrismo tropical de las novelas de García Márquez o Vargas Llosa. Aunque lo suyo no sean cien años de soledad precisamente, sino más bien de hiperactivo ir y venir. Un andar enredando sin descanso que, contra lo que esperaban los más optimistas, no amaina con el paso del tiempo sino al contrario.

Acaso víctima de un tardío brote de acné senil, al emérito Jordi Pujol le ha dado ahora por dejarse llevar de esas airadas radicalidades tan propias de los adolescentes en trance de maduración tardía. Vaya usted a saber, igual en su fuero interno el padre “padrone” coincide con Rilke y aquel célebre dicho suyo – "la única patria de un hombre es su infancia"–. Sea como fuere, el Pujol pensionista de la Seguridad Social se nos ha revelado un iracundo insurgente ante al que los más atrabiliarios antisistema de las CUP pasan por unos tibios posibilistas de tertulia de rebotica. Tal que así, inopinado híbrido entre Peter Pan y Theodor Herzl, el patriarca anda predicando que la disyuntiva es simple: o la independencia o el Apocalipsis. Y he ahí la consecuencia, esa transmutación de un anodino gestor al que todos creíamos más cerca de Laureano López Rodó que de Charlston Heston, en el Moisés del Llobregat. Pobre Mas.