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EL ÁNGULO OSCURO

Machismos

Y si se quiere triunfar sobre las mujeres en la política, aunque solo sea en un debate televisivo, vana es la actitud paternalista y condescendiente de Cañete

Juan Manuel de Prada

A Cañete, que quiso convencernos de que no abusó de una presunta «superioridad intelectual» sobre Valenciano para que no lo motejasen de machista, podríamos decirle sarcásticamente aquello que la sultana Aixa le espetó al flojito de Boabdil: «¡Llora como mujer lo que no supiste defender como hombre!». Y es que las excusas a toro pasado de Cañete nos suenan a llantina de boxeador sonado que justifica la paliza que le pegaron en la lona asegurándonos que el combate estaba amañado.

Lo cierto es que Cañete perdió ante Valenciano por la misma razón por la que tantos hombres, de Adán hasta la fecha, pierden ante las mujeres, que no es otra sino el miedo de que la mujer se aproveche con instintiva astucia de las debilidades masculinas; miedo que el hombre siempre ha embozado arrogándose una olímpica (e inútil) superioridad intelectual. Durante siglos, el hombre trató de disimular este miedo a la mujer confinándola en el negociado doméstico; ocurría esto cuando la mujer era muy de su casa, para mayor gloria de Dios, o muy de la ajena, para mayor gloria del vecino. Pero llegó un momento en que la mujer se puso a imitar al hombre, demostrando que podía ser igual de bruta que él; y que, puesta a hacer canalladas, podía incluso eclipsarlo, puesto que era mucho más sibilina. Entonces el hombre, desconcertado y ofendido, formó en torno a la mujer una leyenda de carácter patológico, pintándola como un ser impulsivo, impresionable, débil, cuyos actos son únicamente reflejos de su exaltado sistema nervioso. Freud nutrió de cháchara científica esta leyenda con sus teorías pelmazas sobre la histeria; y Schopenhauer le dio expresión literaria feroz: «Las mujeres tienen los cabellos largos y las ideas cortas». Sin embargo, Schopenhauer (que era misógino, pero no tonto) concedió a la mujer una enorme ventaja, reconociéndole un «agudo sentido del presente» que le permite aplicar su inteligencia a las cuestiones prácticas y actuales de modo infinitamente más eficaz que el hombre.

Durante siglos, la mujer despreció la política; pero no –como sostiene mostrencamente Marañón en Biología y feminismo– porque su ejercicio requiera «gran independencia de criterio, resistencia a la sugestión, firmeza de juicio, iniciativa intelectual rápida, voluntad recia y aun cierta dureza sentimental incompatibles con la contextura espiritual de la inmensa mayoría de las mujeres», sino porque –como sostiene perspicazmente Chesterton en Lo que está mal en el mundo– las mujeres sabían que «las principales causas del despilfarro son la taberna y el parlamento». Durante mucho tiempo, las mujeres despreciaron la política y el bebercio como sacaperras para embaucar a seres vulgares que son, pero llegó el momento en que sintieron envidia de esa vulgaridad de la que habían sido exoneradas por el buen Dios, y se pusieron a empinar el codo y a gritar como posesas en los mítines. Y, desde entonces, empezaron a prosperar en la política, porque no hay oficio en el mundo para el que sea tan útil ese «agudo sentido del presente» del que hablaba Schopenhauer.

Y si se quiere triunfar sobre las mujeres en la política, aunque solo sea en un debate televisivo, vana es la actitud paternalista y condescendiente de Cañete. Puestos a ser misóginos, hay que serlo al modo fustigador e implacable de Nietzsche. Conque Cañete, la próxima vez que debatas con Valenciano azótala con razones y sarcasmos, si los tienes; y, si no los tienes, deja de llorar sobre la leche derramada al modo del flojito de Boabdil. Machista te van a llamar igualmente; pero siempre queda más digno ser machista con espolones que machista capón y cagapoquito.

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