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VIDAS EJEMPLARES

¿Comemos?

La siesta ha muerto, pero quedan las «comidas de trabajo»

Luis Ventoso

EL gran buque de la prensa neoyorquina, hogaño ya con vías de agua, ha señalado la siesta como paradigma de la baja productividad española. Confiando en el venerable New York Times, vas mirando aquí y allá en busca de gente sopas a las cuatro de la tarde, pero los durmientes no acaban de aparecer. En las oficinas, la parroquia ya está atornillada a sus ordenadores pasadas las tres y media, tras una lechuga fosilizada. Tampoco hay abogados o empleados de banca traspuestos en pijama y orinal, que diría el maestro Cela; ni coches patrulla apalancados en la cuneta para despejar una cabezada. El legendario paquidermo de Manhattan exagera: la siesta es historia. Por contra, sí continúa vigente otro ingenioso invento español para quemar el tiempo: las comidas de trabajo.

«Oye, ¿por qué no comemos un día de estos?», propone amable un tío con el que por imperativo laboral mantienes una relación epidérmica. «Encantado, cuando quieras», respondes en piloto automático, imaginando que el otro se olvidará, que todo se quedará en una frase de cortesía. Pero un día, cuando ya ni recuerdas tu compromiso, llega un correo, o un guasap intrusivo, y la comida se convierte en una realidad inexcusable. Así que sales del trabajo a la una y pico, dejando cosas a medio hacer, para bajar a comer a un lejano restaurante del centro. Paras un taxi. Resulta ser de gama manta, de los que fustigan el olfato y cubren el asiento con una esterilla de listas rescatada del archivo arqueológico de Kabul. Tras un par de gruñidos asertivos, te lleva a tu destino dando un rodeo descarado y te clava 17 euros. Llegas tarde. El otro comensal aguarda sentado ante una copa de cerveza tipo balón. Se levanta y con alegría impostada te estruja la mano con fraternal efusión: «¿Tomas algo de aperitivo?». Ante la pereza que te suscita la cumbre, te soplas una birra con él. Luego llega el maître. Entusiasmado, cual Steve Jobs presentado un cacharillo al mundo, ofrece de entrante una «borraja impresionante, los primeros ajetes del año o nuestros pimientos de cristal, que de verdad, son colosales». De tapadillo, vas fisgando la carta y observando con disimulado pasmo que cada uno de esos platos de berzas se abona a precio de percebe, cerca de 20 euros. Se encargan los segundos y tu anfitrión añade una botella de «algún riberita majo que tenga por ahí» (resulta ser un tintorro de 14,5 grados y 28 euros, ideal para una feliz reincorporación vespertina al trabajo).

Comienza la comida. Primero te pregunta cómo va todo por tu empresa, con interés fingido, pues en verdad le da más o menos igual. Luego te cuenta su milonga. Si resulta ameno e inteligente, la comida se convierte en salvable, hasta productiva. Si es del modelo turrillas (que es lo habitual en el subgénero político encantado de haberse conocido) te distraes zampándote tres bollitos de pan, dándole al morapio, y mirando al descuido el móvil, que has camuflado bajo la servilleta en previsión de muermazo súmmum. Tras las despedidas, en las que ambas partes mienten y dicen que «ha sido un placer, tenemos que repetir pronto», te subes a otro taxi, esta vez higiénico, y tras pagar otros 15 euros, cuando son ya casi las cinco, aterrizas en la oficina, bostezando por el vinazo, espeso como un plato de lentejas y con toda la tarde por delante. «¿Comemos?».

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