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CAMBIO DE GUARDIA

Mar Negro

Putin no puede retroceder un milímetro en Crimea. Sin suicidarse

CLAUSEWITZ –cuyo tratado De la guerra releo estos días en la estupenda edición de Tecnos– aconsejaba no cerrar todas las salidas a un enemigo en trance de derrota. Salvo que se esté seguro de poder aniquilarlo a bajo coste. Y ese cálculo suele ser ilusorio. La ausencia de esperanza de sobrevivir fuerza al combate suicida, cuando morir matando sale al mismo precio.

Es verosímil que Laurent Fabius recordara a Clausewitz en su memoria de político culto –en Francia existe aún eso–, al llamar, antes del vuelco en Kiev, a no forzar a Ucrania a elegir entre la UE y Rusia. Era obvio que esa elección traería guerra. Esta que empieza ahora. En Crimea.

Porque esa, Crimea, es la clave insoluble. Antes de hacer retórica, conviene hacerse con un mapa del mar Negro y un manual de historia. Todo se vuelve más turbio entonces. Y a la lírica de la libertad sucede la prosa de las determinaciones militares. Aun al coste de erosionar su imagen y sus intereses, Putin –aunque aquí deberíamos escribir Rusia– puede renunciar a Ucrania; aguardando, eso sí, a que futuras guerras civiles hagan transitoria su tentación de Occidente. No puede retroceder un milímetro en Crimea. Sin suicidarse. Es la hipótesis pésima contemplada por Clausewitz para las formas más erosivas de una guerra.

El mapa, en primer lugar. Donde el mar Negro es solo un lago. Sin más salida que la ínfima, controlada por Turquía, en el Bósforo y los Dardanelos. Una superficie de 436.400 kilómetros cuadrados (apenas una sexta parte del Mediterráneo), embolsada sin otra salida que la de los estrechos turcos. Si la flota rusa instaló allí su sede, fue porque no le quedaba otro remedio. Era la única vía de acceso al Mediterráneo y, a través de él, a los grandes océanos. Pero, en fría lógica militar, es un emplazamiento horrible. El cierre de esos estrechos turcos –operación tácticamente sencilla– convierte el mar Negro en una charca. Esa fue, a lo largo de la Guerra Fría, la debilidad militar mayor de la URSS: su Armada.

La historia, luego. La península de Crimea es el epicentro de una laguna militar. Desde que fue arrebatada por Catalina II al imperio otomano. Sebastopol –frente a la Odesa que los cinéfilos conocemos sobre todo por el Acorazado Potemkin de Eisenstein– es el corazón, hasta hoy, de una flota a la cual Rusia sueña con sacar de su decadencia de los años finales del declive soviético. La inversión en renovar y tecnologizar la Marina es una de las apuestas más ambiciosas –y más costosas– de los años Putin. Suponer que esa inversión esté destinada al cubo de la basura parece un desatino.

A la hora de tolerar la independencia de una Ucrania que Rusia creyó poder mantener bajo su influencia, la flota fue dividida en dos lotes desiguales. Rusia se quedaba con lo esencial de ella, a cambio de una compensación económica. Pero esa flota no valía para nada sin el control pleno de Crimea. Hoy, región ucraniana «autónoma». Mañana, «independiente» y rusa. Moscú puede negociar todo. Menos eso.

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