Margaret Thatcher, el éxito de la hija del tendero
Le gustaba cantar con el pianista del Ritz, leyó a Hayek y a Kipling y, vestida de ama de casa, transformó el mundo de las ideas de los hombres

Margaret Thatcher le gustaba cantar. Cuando aún mantenía sus facultades, se sentaba junto al pianista del hotel Ritz y cantaba, para sorpresa de los comensales, «A Nightingale Sang in Berkeley Square», una conocida canción de tiempos de la guerra que versionearían luego Sinatra y Nat King Cole. Sus cuidadoras han explicado que en sus últimos días buscó refugio, como tantos octogenarios aquejados de demencia, en las nanas de su infancia. El célebre hotel londinense, propiedad de sus amigos los hermanos Barclay, siempre estuvo entre los rincones favoritos de la Dama de Hierro, junto al hotel Goring, los pequeños italianos del Soho o el Carlton Club, el selecto club «solo para hombres» que le hizo presidenta en 2009. En el Ritz, su llegada al restaurante era recibida con la clientela en pie para aplaudirle.
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Thatcher creció encima de una tienda de ultramarinos de una pequeña ciudad de provincias y murió en una suite de un cinco estrellas . Algunos han querido ver en el escenario de sus últimos días la confirmación miope de sus prejuicios hacia ella. En realidad, confirma hasta en el último suspiro la biografía de una mujer inglesa de alcance universal que nunca encajó —rompió— los moldes ideológicos, políticos, económicos y de género de su tiempo. Su hermana Muriel y ella crecieron, literalmente, encima de uno de los dos ultramarinos que regentaban sus padres, Alfred y Beatrice, en Grantham. Su padre dejó el colegio a los trece años y era pastor metodista a tiempo parcial. La pequeña Margaret Hilda Roberts (nacida el 13 de octubre de 1925) ayudaba en la tienda pesando el té, el azúcar o las galletas, en un entorno de austeridad material y espiritual. «En casa no se desperdiciaba nada, vivíamos solo dentro de nuestras posibilidades», explicaría más tarde.
Su padre y Oxford
El molde de su personalidad se forjó con la presencia imprescindible de su padre, un militante conservador, religioso y pequeño-burgués que llenó de orgullo a su hija cuando fue elegido alcalde de Grantham a finales de los 40. «Le debo casi todo a mi padre», explicó Thatcher, «me educó para creer en todas las cosas en las que creo». De niña era estudiosa y tocaba el piano. Y fue progresando con tesón en la elitista estructura educativa inglesa hasta ser aceptada —porque una alumna rechazó su plaza— para estudiar Químicas en Oxford. Si su padre le enseñó las leyes de Dios en la Tierra, Oxford le expuso a la implacable lógica de las leyes de la naturaleza. Más tarde, cuando se casó en 1951 con Denis Thatcher, un simpático divorciado —y acaudalado empresario—, éste le animó, y financió, su sueño de cursar estudios de Derecho, para completar así su formación con las leyes de los hombres.
Estas mimbres guiaron siempre su acción de gobierno en los tres mandatos que presidió entre 1979 y 1990. «Con la retórica de un ama de casa, sacó la economía del terreno seco de los técnicos para llevarla al día a día y convertirla en tema del debate político», explicaba esta semana Charles Moore, exdirector de «The Daily Telegraph» y su biógrafo oficial. «Mis políticas no se basan en una serie de teorías económicas sino en cosas con las que crecieron, como yo, millones de personas: un día de trabajo honesto por un salario honesto, vivir dentro de tus posibilidades y pagar tus facturas a tiempo», explicaba en una entrevista en 1981 Thatcher, que será despedida este miércoles con un funeral en la catedral de San Pablo .
En realidad manejaba un universo de referencias teóricas mucho más profundo que lo que expresan estas manifestaciones, típicas de su desdén hacia el «establishment» que tanto crispaba a los barones elitistas de su partido. Cuando en 1975, bajo un gobierno laborista, sus asesores le pidieron pragmatismo ideológico, ella lanzó sobre la mesa un ejemplar de «La Constitución de la Libertad» del filósofo Friedrich Hayek. «Esto es lo que creemos», exclamó, en referencia a las ideas políticas, económicas y monetarias de uno de los padres del liberalismo político.
Le gustaba rememorar las glorias —y miserias— del Imperio Británico leyendo a Kipling, y aprendió la defensa apasionada de la libertad de disidentes soviéticos como Alexander Solzhenitsin. Pero lo suyo era la acción, guiada de forma implacable por sus ideales. «Mi misión es impedir que Gran Bretaña sea roja», explicó al llegar al poder. Cuando, ya en el gobierno, los funcionarios le recordaron que un informe crítico con sus políticas se basaba en hechos, ella exclamó: «¿Hechos? ¡Me han elegido precisamente para cambiar los hechos!». Y cambió los hechos. Y, con ellos, la faz de la Gran Bretaña en declive y dividida que heredó en el «verano del descontento» de 1979. Y, así, cambió la historia de las ideas.
«Mi misión es impedir que Gran Bretaña sea roja», explicó al llegar al poder
La lista de empresas privatizadas nacidas al albor de su furibundo ataque contra el papel del Estado en la Economía incluye British Petroleum (hoy BP), British Airways, Jaguar o Rolls-Royce. Como brazo ejecutor en la tierra de las ideas monetaristas de Milton Friedman, duplicó el IVA y subió impuestos en plena recesión para someter los tipos de interés. Desmanteló el poder de los sindicatos. Y ofreció a las clases medias la promesa de la propiedad. Cuando su adversario y amigo Gorbachov le echó en cara gobernar solo para «la clase de los propietarios», ella le contestó que lo que quería era «un país de propietarios».
«Esa maldita mujer»
Se arrepintió siempre de no haber pasado más tiempo con sus hijos , que le vieron como una madre ausente. Mujer con atributos de hombre, esta semana la diputada laborista Glenda Jackson le negaba incluso el género. «Fue el primer primer ministro de género femenino de nuestra historia, sí; pero mujer, según mi definición, no». Thatcher consideraba que «no le debo nada al movimiento de liberación de las mujeres». Siendo líder de la oposición en 1976, el primer ministro laborista Jim Callaghan le dijo: «Permítame felicitarle por ser el único hombre en su equipo». Ella no se escandalizó. «Eso es un hombre más de los que tiene usted en el suyo», contestó. Para Edward Heith, de quien asumió el liderazgo «tory» en 1975, Thatcher fue siempre «esa maldita mujer». Los más esnobs de entre sus filas recurrían al susurro clasista cada vez que llegaba tarde a una cena oficial por quedarse un rato sirviendo vino al personal de servicio de Downing Street.
Steve Hilton, el gurú de David Cameron, explica en «The Spectator» que Thatcher «era una punk excitantemente anti-establishment», «una mezcla de Steve Jobs, Richard Branson y Lady Gaga». Quizás por eso, John Lidon alias «Johnny Roten», cantante de los Sex Pistols, ha criticado las celebraciones de su muerte como las que se vieron ayer en Trafalgar Square: «Fui su enemigo en vida, no lo seré en su muerte».
«Era una mezcla de Steve Jobs, Richard Branson y Lady Gaga»
Cuando le preguntaron a Thatcher, ya retirada, cuál creía que era su principal legado, citó el Nuevo Laborismo, la corriente socialiberal impulsada por Tony Blair. «Si el legado de un líder político se mide por la decisión del bando contrario de que no se puede dar la vuelta al reloj, entonces la huella de Thatcher en la historia es enorme», cree Hugo Young, autor de una biografía de la exprimera ministra, en «The Guardian». Curiosamente, este fin de semana el actual «premier» británico, David Cameron, ha visitado a Angela Merkel, a quien el polítólogo alemán Andreas Busch califica como «la mejor alumna de Tony Blair». Tras las elecciones alemanas de septiembre, el rumbo de Europa se encomendará a un político-mujer con aires de ama de casa de la región suabia que entronca directamente con los dos «outsiders» de la historia británica de las ideas: Blair y Thatcher.
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