«La bohéme», sufrir y disfrutar
El Teatro Real tiene estos días en cartel «La bohéme», una de las óperas más populares y queridas del repertorio. Tres sopranos encarnan a Mimí y dos tenores a Rodolfo, los dos amantes que creó Giacomo Puccini

TEXTO: ALBERTO GONZÁLEZ LAPUENTE FOTOS: JAVIER DEL REAL
Mucho han cambiado las cosas en el mundillo operístico madrileño desde aquel diciembre de 1998 en el que volvía al Teatro Real «La Bohème», última ópera representada en este escenario antes de su cierre en 1925. Por eso, hubo muchas páginas dedicadas a explicar la popularidad del título, entrevistar a los participantes y anticipar resultados. Merece la pena volver sobre las declaraciones hechas entonces por el joven tenor Aquiles Machado, alumno de Kraus, buscador de lo «místico en su trabajo» y debutante; recuperar las del director de escena Giancarlo del Monaco acerca de su primer trabajo enteramente español, un «antro sucio de vómitos, con nieve y frío, insano»; incluso releer las visionarias conclusiones de la crítica.
Y es que la polvareda de entonces es hoy la pátina de un ambiente distinto. «La Bohème» ha vuelto y las diez funciones de abono se han convertido en dieciséis de venta libre, varias a precio reducido, que el Real ha programado con ánimo de «divulgar» el género aunque no menos aprovechando la oportunidad del momento, pues los cerca de 30.000 espectadores que estos días acuden al Teatro lo hacen también gracias a los años de cosecha y a aquellos excesos propagandísticos propios de la «novedad».
Porque se ha madurado. Lo hacen las cosas y las personas hasta el punto de que Aquiles Machado es hoy un Rodolfo más realista que «místico», con menos frescura y lirismo, y más contenido ante ese encanto un poco ingenuo y diletante que es base de «La Bohème». Machado atiende hoy a los detalles de lo íntimo y a ellos se entrega aunque sea a base de haber sacrificado el gusto por la melodía eternizada. El Puccini «compositor de las cosas pequeñas» tiene aún recorrido en su voz, advirtiendo que lo pequeño no tiene nada que ver con lo debilitado, sino con lo recogido. Pero toda doctrina tiene, al menos, un par de respuestas. Así, el Teatro Real ha resuelto las actuales representaciones con dos repartos, casi tres, para que Roberto Aronica le diera la réplica al papel proponiendo a un poeta más vigoroso, brioso y resuelto antes que exquisito.
A esta dicotomía de caracteres también se ha apuntado la sufriente y religiosa Mimì, bien con Inva Mula y bien con Ángeles Blancas, ante quienes la soprano Norah Ansellem apareció para mediar pero se presentó demasiado destemplada como para acabar de dibujar un personaje con verdadero peso. Entre las dos primeras ha quedado resuelto el encuentro de lo inocente y lo vivido. Bonitas medias voces, largueza lírica, corrección en la medida, gracia e inocencia se han sentido en Mula frente a un canto más expansivo y ligero, de bello vibrato y timbre, con sustancia y temperamento que Blancas ya dejó asomar en la reposición de finales del 1999.
Ahora bien, frente a los veteranos se han presentado algunos nombres más novedosos como el del barítono Fabio Maria Capitanucci en quien se ha visto a un Marcello de buena dicción y proyección, menos denso que el muy resuelto de Manuel Lanza. Y en este juego de espejos otras dos personalidades más: la del director Jesús López Cobos, atento, cuidadoso, algo distante, y la del debutante David Giménez, a quien merecerá la pena volver a escuchar por su compostura y eficacia, y por el sólo hecho de haber conseguido en el último acto semejante intensidad con una orquesta que venía muy domada por el titular. Y eso es un mérito, especialmente cuando la intención coincide con la fría visión final de las calles de París, Mimì muerta, Rodolfo vagando sin rumbo ni futuro.
Habrá que valorar la contribución que para el éxito de esta «Bohème» ha tenido la naturalista puesta en escena de Giancarlo del Monaco que hace siete años recibió los elogios justos, pero que se ha engrandecido porque en el fondo está hecha con el oído puesto en la música. Que se le ha quedado algo artrósica la maquinaria y por eso rechina cuando se mueve por el escenario, pero que apoya con ideas de buen teatro cada uno de los «quadri» de Giacomo Puccini. Sin melancolía, con emotividad, proponiendo para la obra un tiempo distinto al soñado por el autor pero sin que tal detalle sea apreciable, jugando a superponer el espacio interior y las afueras sin sobresaltos, saltando de lo íntimo a lo bullanguero sin cortapisas. La ópera permite estas cosas imposibles y quien lo disfruta no lo olvida. Por eso han cambiado las cosas en el mundillo operístico madrileño: porque los años de cosecha y dislate han enseñado a ver y escuchar, y ambas cosas se hacen ahora de otro modo. Los que llenan y aplauden estos días «La Bohème» del Real así lo confirman.
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