Lola Flores. La boda del año de hace medio siglo
Dicen que hacía frío aquella mañanita en El Escorial y que algunos copos de nieve temprana ponían fondo de tarjeta de Navidad a la culminación del romance entre la cantante y su guitarrista gitano.Los
Dicen que hacía frío aquella mañanita en El Escorial y que algunos copos de nieve temprana ponían fondo de tarjeta de Navidad a la culminación del romance entre la cantante y su guitarrista gitano.Los calendarios marcaban la fecha del 27 de octubre de 1957 y las manecillas de los relojes dividían en dos la esfera, convertidas en diámetro del círculo horario: eran las seis de la mañana.
Antes de llegar a la capilla de la basílica del Monasterio, ambos contrayentes, ella con 34 años cumplidos y él con 31, habían cubierto por separado las etapas de sus respectivos currículos sentimentales, agitados y nutridos. El de Dolores Flores Ruiz era una suerte de páginas amarillas del mundo del espectáculo y los deportes, en el que podían encontrarse nombres de toreros de postín, flamencos de tronío y hondura, futbolistas de campanillas, actores, cantantes, un anticuario y algún potentado, aparte de episodios fugaces. ¿Nombres?: Rafael Gómez «Gallito», Manolo González, el Niño Ricardo, Manolo Caracol, Gustavo Biosca, Gerardo Coque, Rubén Rojo, Rafael Romero Marchent, Ricardo Montalbán, Carlos Thompson... El novio, Antonio González Batista, incluía en su ajuar un historial amoroso con sus correspondientes romances y dos hijos: Antoñita, fruto de su relación con Dolores Amaya, sobrina de la gran Carmen Amaya, y Antonio, nacido de sus devaneos con la bailaora jerezana Carmelita Santos, quien, por cierto, había sido novia de Manolo, el hermano menor de Lola Flores fallecido a temprana edad. La verdad, no había mucha variedad onomástica en esta prole preescurialense del Pescaílla.
Dolores Amaya y su hija, aunque sin bendición eclesial de por medio y según el mandato de la tradición gitana, vivían con la familia de Antonio González en el barrio barcelonés del Charco de la Pava. Cuando los rumores de la anunciada boda entre la racial artista multifacética y el guitarrista llegaron a la ciudad condal, una contariada delegación femenina de los Amaya se acercó al número 9 de la madrileña calle de Povedilla, donde a la sazón tenían su domicilio Lola y sus padres. La Faraona se asomó a la ventana cuando escuchó los ruidos de un tumulto en la calle y desde arriba pudo contemplar cómo varias gitanas enfurecidas gritaban y propinaban airados empellones a un hombre menudo que no sabía cómo escapar de la que le estaba cayendo encima. Ese hombre era Pedro Flores, amistosamente conocido por el remoquete de Pedro «el Comino» y padre de Lola. La madre, doña Rosario, y la hermana pequena, Carmen, se lanzaron a la calle para arrancar a don Pedro de las garras de aquellas furias. Lola quiso hacer lo mismo, pero tropezó en las escaleras y se cayó; al levantarse, comprobó espantada que angunos hilillos de sangre le resbalaban piernas abajo. Avisaron al doctor Antonio Pérez Márquez, médico de la familia, quien recomendó a la artista reposo si no quería perder la criatura que llevaba en las entrañas. Y es que Lola, sin duda por la inercia futbolística previa a su romance con Antonio, se casaba de penalti.
La pareja había pasado una luna de miel anticipada en Mallorca, donde Lola había alquilado un chalé junto al mar en el que disfrutó junto al guitarrista de «dos meses maravillosos». Luego acudieron al Festival de Venecia y visitaron Roma. «Cuando llegamos allí -contaba Lola en "El coraje de vivir", la estupenda miniserie biográfica que dirigió Luis Sanz-, tuve la primera falta de Lolita. ¡Iba a ser madre! Me encontraba en estado y era la mujer más feliz del mundo.»
Separación de bienes
Antes de la boda, los contrayentes habían firmado un acuerdo de separación de bienes. «Tenemos las separaciones de bienes hechas ante notario, como Dios manda. Los dos, Antonio y yo, somos artistas, pero cada uno es cada uno; a cada cual lo suyo, como corresponde a la ley. Lo hicimos antes de casarnos, porque el amor aparte, yo estaba bien aconsejada, y así como él trajo al matrimonio lo que tenía, su patrimonio entero, su guitarra, yo llevé lo mío, que era mucho, a lo que él renunció en su momento: mis alhajas, mis pisos, mis bienes. Pusieron hasta los colchones de mi cama y las medallas que llevaba puestas», recordaba Lola en la serie televisiva mencionada.
Pero volvamos al motivo de esta evocación cincuentenaria, a la basílica del Monasterio de El Escorial, privilegiado escenario donde no se podía casar cualquiera: Antonio y Lola tuvieron que obtener un permiso especial. El novio acudió de negro, sin corbata, con una camisa blanca bordada y con chorreras, del brazo de la madrina, Paquita Rico. Lola llevaba un elegante traje de encaje gris perla con mantilla, y guantes y zapatos de raso del mismo color, confeccionado por la modista Asunción Bastida, quien también realizó el camisón de la noche de bodas, de sobria inspiración española. Flanqueaba a la novia como padrino el productor Césareo González, llamado «don Necesáreo», por su decisivo papel en el cine de la época. Ofició la ceremonia el padre agustino Marciliano García, cuyas palabras retumbaron con imponente gravedad evangélica en el congelado aire de la basílica, mientras los novios las escuchaban embriagados por un demoledor cóctel de frío y nerviosismo.
Los testigos
Firmaron el acta de la boda como testigos, según recoge la escueta nota publicada por ABC dos días después: Medardo Bellot, Pedro Chicote, el empresario teatral Francisco Muñoz Lusarreta, Rafael Herrera, José Palma, Alfredo Tocildo, Carlos Servet L. De Altamirano y Vicente Parra. «A mediodía -especifica la información- en el Hotel Felipe II se sirvió un banquete, al que asitieron unas cincuenta personas. Su carácter íntimo se debió al deseo de Lola Flores de que así fuera. A los postres se pronunciaron varios discursos. Pedro Vargas cantó en honor de Lola Flores y Miguel de Molina recitó unas poesías. Lola Flores dio las gracias emocionada.» La artista recordaba, en «El coraje de vivir», más invitados. Tras la ceremonia, contó, «trescientas personas vinieron a almorzar, aristócratas, toreros, artistas... Una fiesta preciosa. Antonio y yo nos embalamos y empezamos a cantar, tres o cuatro canciones. Yo estaba muy cansada porque llevaba mucho tiempo en pie, pero llegaba un amigo mío y me decía: "Ay, Lola, que no te he visto con la mantilla y la peineta puestas". Y yo a ponerme la mantilla y la peineta. Me las quitaba, porque estaba cantando y me encontraba bastante sofocada y cansada, y llegaba otro y me decía lo mismo... Total, que me las puse y me las quité unas ocho veces; la verdad es que terminé como una muñeca a la que dan cuerda.»
Concluido el nupcial jolgorio, los recién casados se dirigieron a la suite reservada en el Hotel Felipe II. Algo achispados, hay que decirlo, por las tradicionalmente copiosas libaciones epitalámicas, quisieron interpretar la escena vista en tantas películas del novio con la novia en brazos. Antonio, con Lola acunada en su regazo, empujó con el pie la puerta de la habitación y perdió el equilibrio. Y así les vio, en el suelo, riéndose entre un barullo de encajes de color gris perla, el actor Vicente Parra, que se dirigía a su habitación. Cincuenta años hace ya.
Esta funcionalidad es sólo para suscriptores
Suscribete
Esta funcionalidad es sólo para suscriptores
Suscribete