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La extinción de los peones camineros

La extinción de los peones camineros

Manuel Castrejón

«En la casilla que ocupábamos teníamos pozo y un poco de patio para poder sembrar algo, pero si mi mujer quería comprar algo en el pueblo tenía que andar 5 kilómetros»

Los peones camineros charlan ante una de las casillas de piedra en las que vivían junto a la carretera

Antonio Moreno Alvarez

«Mi abuelo, mi padre y dos de mis tíos eran peones camineros. Además, me casé con la hija de otro peón caminero, así que todo se queda en casa»

Tomás Moreno González

«Cuando empecé, en 1968, cobraba 4.062 pesetas y pagaba 4.200 de patrona en el pueblo donde vivía, así que tenía que hacer algunas horas segando alfalfa»

POR MERCEDES CONTRERAS

MADRID. No quedan más de 10 en toda la región y por poco tiempo. Rondan los 65 años y la jubilación se acerca. Con ella, desaparecerán los peones camineros que, aunque hace tiempo abandonaron su espuerta y azada, siguen, en algunos casos, viviendo en sus casillas de piedra pegadas a las carreteras.

Son el escalón más bajo en la cualificación profesional del mundo de las infraestructuras viarias, pero han tenido una vida peculiar, al aire libre, que les ha curtido. Han pasado de depender de la Diputación a hacerlo de la Consejería de Infraestructuras y Transportes, pero ya no se «patean» 5 kilómetros de calzada, lo que conocían como el «trozo», y sobre el que, cada uno, tenía responsabilidad y vigilancia. «Ahora -dice Manuel Castrejón- vamos en coche y somos señoritos privilegiados. Es otra forma de calidad de vida».

Tal vez lo dice Manuel porque cuando nació su primer hijo vivía en una casilla de peón caminero en el kilómetro 24 de la M-507, en Villa del Prado. De ella recuerda «la soledad» y «el trabajo durante las 24 horas del día».

Copas de aguardiente

«Con nuestro azadón, el palo, el rastrillo y la espuerta -añade- limpiábamos las cunetas para que no se acumulara el agua y no se incendiaran las ramas. Cuando tocaba bacheo nos juntábamos 6 o 7 y, bajo el mando de un capataz, íbamos parcheando con arena, gravilla y una mezcla de agua con betún. Con ello, conseguíamos una masa como si fuera cemento».

De convivir entre peones camineros sabe mucho Antonio Moreno Álvarez, cuya familia ha mantenido, generación tras generación, la tradición de este empleo. «Llevo -dice- 43 años en esto. Cuando empecé era tan joven que, en el pueblo en que estaba mi casilla, tuve que dejar de pasar por el bar por las mañanas. Cuando entraba todos decían «¡que caminerito más joven nos han traído¡ Ponle una copa». Naturalmente era de aguardiente y una tras otra eran demasiadas copas para llegar entero al tajo».

Recuerda que, viviendo en mitad de la carretera, había gente que acudía en busca de ayuda, «y poco podíamos hacer con una bicicleta», al tiempo que nosotros nos veíamos obligados a buscar esa ayuda cuando alguien se ponía malo. «Para mi -añade- la casilla en Ciempozuelos me brindó la ayuda de las monjas del manicomio que, principalmente una a la que llamábamos Sor Citroën, nos echaban una mano».

Su primo, Tomás Moreno González, se ríe al contar cómo tenía que conducir el cochecillo de su capataz. «Él -dice- tenía que dar las autorizaciones de obra, por eso de que no quedaran muy cerca de la carretera, y para poder ir a ver su trabajo se compró un coche. Como no sabía conducir, era yo el encargado de traerle y llevarle».

Tomás vive hoy en día en la casilla de Cadalso y, en principio, podrá utilizarla durante toda su vida en usufructo.En ella recuerda el uniforme obligado, traje de pana y gorra de plato, «incluso en verano, hasta que nos dieron un mono azul», junto con una carterilla para llevar el boletín de denuncias, puesto que realizaban labores de vigilancia como la mencionada cercanía de una obra o el paso de los animales por zonas no marcadas.

El dinero en sobres

Manuel Alfonsín, muy unido a sus compañeros, ha estado por el contrario más lejos físicamente de ellos. Su vida le llevó a las oficinas, a atender los permisos de obra y, a final de mes, a meter el dinero en esos sobres que todos sus amigos esperaban.

«Hubo una vez -asegura-, que con el dinero recién recogido en el banco, nos pilló una manifestación en Castellana y los coches estaban bloqueados. Eran los sueldos del personal del taller mecánico y faltaba algo más de un kilómetro para llegar. Todos esperaban para cobrar. No podíamos retrasarnos. Así que, sin una cartera a mano, metí el dinero en el mono, atando brazos y piernas, y a paso ligero conseguir llegar para pagar a los obreros».

Manuel Alfonsín Antón

«Al aprobar las oposiciones de peón caminero me mandaron a las oficinas de la Diputación y así terminaron llamándome Alfonso porque creían que lo de Alfonsín era algo de confianza»

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