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La pintura de Juan Olivares

NUNCA he comprendido del todo por qué la abstracción pictórica no ha calado por completo en el común de los espectadores, cuando creo que estaba llamada a ser la pintura popular por excelencia. Aquella que sitúa la mirada de su contemplador ante el mayor grado de libertad que pueda desearse, la que más invita a participar en el acto de desentumecimiento del objeto artístico que supone estar delante de un cuadro. (Las obras de arte están -como se sabe- dormidas, entumecidas, encogidas, a la espera de una mirada piadosa que las despierte, que las desembarace, que las desencoja, mediante el acto de leer en ellas, de sumergirse en sus profundidades, de dejarse arrastrar hacia su fondo.) La abstracción, por rupestre, por ancestral, por primigenia, debería ser lo más familiar para cualquiera que se propusiese mirar, y no la mucho más artificiosa, refinada y elaborada pintura figurativa.

Me parece que existe un excesivo respeto observador, por parte de los supuestos profanos, ante la pintura en general, y ante la pintura abstracta en concreto. Los mismos individuos que no se sienten intimidados por un abstracto cielo azul, o por un mar gris salpicado de platas, o por una estepa ocre que se extiende hasta donde alcanza la vista, o por una ladera de nieve impoluta, o por una pared recubierta de espuma en un solar de la ciudad, con sus óxidos imposibles, cierran los ojos, apocados, ante esos mismos colores dispuestos para reñir en una tela. Me parece que suele deberse a una falta de valentía imaginativa, de confianza en las propias fuerzas del mirar y el pensar (que son una y la misma cosa, a fin de cuentas).

A esa valentía del disfrute visual invita la valentía de la exposición Hilvanando el espacio, del pintor Juan Olivares (Catarroja, Valencia, 1973), que permanecerá hasta noviembre en la sala La Gallera, ese difícil espacio para cualquier obra, porque constituye en sí mismo un objeto visual, un ámbito mágico que se traga lo expuesto, un círculo mítico del que no es fácil escapar.

Juan Olivares escapa -y nos atrapa, impidiéndonos que escapemos- con una pintura valiente que se atreve con toda la paleta del color. Que no desdeña los amarillos saturados, los rosas subidos, los rojos candentes. Colores que se superponen, que se mezclan, que se rozan en retículas, que se manchan los unos a los otros, que se respetan desde sus respectivos universos del color. Color en una epifanía del color. Color que tatúa el suelo de la sala, para que lo pisemos, para que nos internemos en él, caminando, mirando, tocando, una estructura tubular de acero que juega, como un hilo gigante, como un sólido garabato del pincel, como un enorme trazado del lápiz, a ocupar el espacio, a hilvanarlo, a pespuntearlo de color.

El color -parece decirnos Olivares- es el lujo de lo real, la lujosa quintaesencia de la materia. En él, en sus atrevimientos, en sus extraños maridajes, en sus armonías y desarmonías se encuentra la esencial impureza de la que está constituida la belleza del mundo. El color -nos afirman estos cuadros, esta instalación- no sólo es parte de lo que somos, sino un absoluto que nos asienta como un todo, que nos da unidad en el disfrute. Somos criaturas cromofílicas: esa es una de las mayores enseñanzas que uno extrae del goce contemplativo de esta exposición. Estamos llamados a ser los amigos del color. Los que en el color hallan buena parte de su identidad. Los que por el color van al color de las cosas, y encuentran, en el color de las cosas, el color del mundo y de sí mismos.

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