Suscríbete
Pásate a Premium

En carne viva, Madrid 1936-1939

La de los Candamo es una historia de antihéroes, supervivientes de nuestra guerra incivil. Don Bernardo, el padre, íntimo amigo de Unamuno y liberal de libro, mantuvo abierto el Ateneo de Madrid durante la contienda. Don Luis, el hijo, aprendió bajo las bombas que los dioses de la guerra —y a veces los de la justicia— cargan de metralla sus fuegos de artificio

En carne viva, Madrid 1936-1939

Vio una luz verde, preciosa, sobre el cielo de Madrid. Estaba asomado al balcón de su casa del barrio de Salamanca, en la confluencia de Claudio Coello con Don Ramón de la Cruz. «Ven, ven, que están tirando bengalas», gritó Luis a su padre, que salió a contemplar el espectáculo. Primero la luminaria y luego... ¡boom! Cortes hasta en el cráneo y la casa de enfrente destruida. El adversario, sin duda, buscaba hacer diana en la columna Mangada que había ocupado un convento de monjas a espaldas del edificio, pero erró, como se equivocaron los Candamo, inexpertos como eran en estas cosas de la guerra. Hoy don Luis G. de Candamo me enseña parte de esa metralla, que conserva setenta años después, y que ese día quedó incrustada en las persianas de madera de la casa. Aquella que tanto frecuentaron Alberti, Baroja, Azorín, Valle —que le daba un miedo horroroso al mozalbete—, los Machado, Paco y Julio Camba, el conde camarada Tolstoi e Illia Erhemburg —que iban a charlar en ruso con don Bernardo—... La misma hasta la que Unamuno ascendía de tres en tres escalones, con los bolsillos llenos de ajos para su artrosis, demostrando al Luis niño, con el que llegaba en el tranvía 3 —el rector desde la Residencia de Estudiantes, el chico desde el Instituto Escuela—, que estaba en plena forma. Una fortaleza de músculo igual a la que revela la sustancia de los recuerdos de Luis G. de Candamo y que esta tarde pasa por el tamiz del corazón mientras sorbe una copa de rioja. «La mayor tristeza —corría el 31 de diciembre de 1936— fue la noticia de la muerte de Unamuno. Luego —me dice— tuvimos tragedias mayores».

Pero de esas no habló el jueves pasado, segundo día del otoño ya vencido de Madrid. Tampoco habló ni de «rojos» ni de «fachas». Sólo de los «hunos» y de los «hotros», como decía don Miguel. Si acaso, ya digo, del adversario, que vaya usted a saber. Y cuando desde una butaca del magnífico anfiteatro del Ateneo, al que fue invitado para glosar su memoria histórica de la guerra, le preguntaron a don Luis por Alberti, el amigo de su padre, supo con elegancia magnánima citar por delante a María Teresa León, y cuando otro le preguntó por «La Pasionaria», responder que no la conoció. Y cuando desde la última fila alguien quiso saber qué pasó con el registro de los nombres de los ateneístas al final de la guerra, Candamo, exaltado, espetó: «mi padre era un intelectual que no entendía de registros». Ya se lo dijo a don Bernardo aquel hombre que le arrancó de la calle por un brazo cuando Alcalá era pasto de los «pepinazos»: «No pensar en que le puede pasar algo terrible es ¡falta de imaginación!». ¡Hay tanta! ¿O acaso alguno de los asistentes a ese ejercicio de recuperación de la memoria del Ateneo que no conociera de antemano a Candamo siquiera sospechó que si el padre sufrió la depuración franquista hasta la casi aniquilación, su único hermano, el mayor, el primogénito del héroe del Ateneo, había muerto a los 25 años en el frente, en Villaverde, mientras combatía junto a Franco como militar de carrera con empleo de capitán de artillería? Duda Luis que la bengala verde que vieron sobre sus cabezas fuera lanzada por su hermano, pero sabe a ciencia cierta que aquel día de octubre en que la metralla segó la femoral de su hermano Bernardo, amigo y compañero de Manuel Gutiérrez Mellado, perdió lo que más quería. Y desde ese día su madre, la hija del general Feliú, el militar afecto al Rey, la amiga de la infanta Doña Isabel, ya nunca se quitó el luto.

¿Y con quién está «Franquito»?

«Pienso —reflexiona en voz alta este hombre de 86 años, de cultura larguísima y políglota— que en la guerra incivil la gente, en cierto modo, se afilió por antipatías. El general Villalba, de la Brigada Roja y Alba, que así se llamaba, parece ser que tenía una aversión tremenda a Franco desde la Guerra de África, donde se habían puteado medallas y ascensos, y cuando le propusieron si se quería adherir al movimiento preguntó “¿y con quién está “Franquito”? Pues yo con el contrario”. La guerra de España fue un ensayo de la guerra mundial. A Unamuno no le gustaba la influencia extranjera, pero tampoco le gustaba el comunismo, que no le gustaba a casi nadie, y si no ahí está el libro de Fernando de los Ríos, “Viaje a la Rusia sovietista”, donde cuenta su experiencia por los colegios y universidades rusos y cómo le parecieron horrorosos, y el régimen, tremendo. Bueno, pues justo antes, el 1935, había sido el mejor año de mi padre, ya que tuvo unos éxitos tremendos como socio responsable de la biblioteca del Ateneo —a él se le debe—, gran conocedor como era de todos los libros que se producían en el mundo, y la completó mucho en todas las materias. Por eso Manuel Azaña, Fernando de los Ríos, que entonces presidía el Ateneo, Alejandro Casona y el doctor Lafora, entre doscientos ateneístas, le rindieron un gran homenaje. Para él fue una gran satisfacción. Además, la embajada francesa le había concedido las Palmas Académicas, no en vano mi padre, que había nacido en París, era de cultura absolutamente francesa. Luego, cuando estalló la guerra, todos esos señores tan importantes salieron huyendo (se ríe) y mi padre no quiso dejar el Ateneo, su amada biblioteca, a pesar de que De los Ríos le ofreció ser agregado cultural de la embajada española en París, de la que él se había hecho cargo. Eso hubiera cambiado nuestra vida. Pero mi padre consideró que, habiéndose ido todos los representantes de la junta conforme se aproximaba el cerco a Madrid, él era el único dueño legal de aquello. Así que no quedaron en Madrid más que el general Miaja, representante de la fuerza, y mi padre, al frente de la cultura en el Ateneo, la única institución pedagógica y la única biblioteca (ni siquiera lo estuvo la Nacional) que permaneció abierta en los tres años de contienda».

¡Lo que luchó don Bernardo, el modernista que había sido aglutinador de la Generación del 98 y corresponsal durante 40 años de Unamuno —el historiador Jesús Blasco recoge ese epistolario en su libro «Unamuno y Candamo» (Ediciones 98)—, el intelectual puro, el hombre «sin imaginación», para poder pagar los sueldos de los 30 empleados del Ateneo! Un edificio que se congelaba por dentro (y por fuera, claro) al carecer sus ventanas de cristales —los bombardeos contra el próximo Hogar Vasco los habían pulverizado—. «Telefoneaba a Azaña continuamente, al que no le costaba demasiado decirle “ahora llamo a Miguel Salvador —que era el jefe de su secretaría—, que lo arregle inmediatamente”. Y sí, llegaban las órdenes de pagar, pero en la delegación de Hacienda no había una peseta. Fue durísimo».

Las clases y el ruso blanco

Cerrado el Instituto Escuela, epígono de la Institución Libre de Enseñanza, para Luis G. de Candamo el Ateneo también se convirtió en su refugio. Su padre, para evitar que la docta casa languideciera, reactivó su vertiente pedagógica: Hortensia Aranzadi daba clases de inglés; matemáticas, el profesor Barinaga; ruso, Kiskilla —que también enseñaba particularmente a don Bernardo, un aprendizaje que mantuvo hasta el fin de sus días—, y alemán un tal Wiesenthall, «un judío que había salido de naja de su país. Todos eran magníficos y Hortensia, tan divertida, además nos ponía motes. A una señora rusa de la familia de los Romanov, Vera Romanova, que había sido cantante de ópera y entonaba unos gorgoritos de impresión, la decía “the Russian Lady”. También había un ruso blanco, un ingeniero magnífico que calculaba estructuras, y que había vivido muy bien antes de la guerra, pero que entonces, como todos, estaba sin un duro. En esos momentos había mucha inquietud por los rusos blancos, sobre todo desde la llegada del embajador soviético Marcel Rosenberg, y venían a buscarle de vez en cuando para meterle en la cárcel. Entonces Antonio Torres, el conserje que era masón, se acercaba al pupitre número 1, el que siempre ocupó mi padre, y le decía “don Bernardo, que vienen a por el ruso” y mi padre le avisaba, saliendo el matemático escopetado por la puerta secreta de Santa Catalina».

Pero en el Ateneo, además de libros y clases, había hambre, un hambre feroz, como en el resto de Madrid. Don Luis me cuenta que a veces hasta hacía amago de pellizcar las patas de pollo de los bodegones de su casa. De un libro de Horacio saca un original de 1938 escrito por el latinista Bonifacio Chamorro, que no hizo otra cosa en su vida que traducir sus obras salvo una oda propia en honor de ¡la patata! «Julián, que era un empleado muy famoso del Ateneo, —explica Candamo— había traído de su pueblo unos tubérculos. Los repartió y al catedrático le cayó alguno. Aquello le llevó a componer su oda que inició “Se han cumplido mis antojos/ estás aquí ante mis ojos/rubia y chata/no eres pues sombra ilusoria,/ni vano tema de historia,/ ni ensueño, ni patarata/¡Existes, noble patata!».

Mientras asistían a clase los bombardeos no paraban, «la gente decía, mal, “que caen obuses”, pero el obús era el aparato que lanza el proyectil. Da igual: eran uno pepinazos de impresión. La misma lluvia que soportaba mi padre cuando cada día, y por cuatro veces, recorría el camino desde la casa de Claudio Coello hasta la calle del Prado, 21, el Ateneo». Pero no siempre iba andando. «Alberti y María Teresa habían convertido el incautado palacio del marqués de Heredia Espínola —en la calle de Salustiano Olózaga, a espaldas de la actual Casa de América— en su casa y en la sede de la Alianza de Intelectuales Antifascistas. A León Felipe le regaló Alberti un abrigo cojonudo del marqués, forrado de piel, que arrastraba por todo Madrid. Bien, pues María Teresa llamaba a mi casa “ahora le mando el mecánico a don Bernardo”, porque era muy fina y no podía decir chofer, y ante la indignación de mi madre que le reprochaba “te vas con esa gentuza, bueno vendrás”, llevaban a mi padre a esas fiestas de impresión donde se ponían las botas Hemingway, que trabajaba para Asiated Press en la acera de enfrente, Malraux, León Felipe... Luego el “mecánico” le devolvía a casa, y a veces hasta le subía, ante la irritación de mi madre. Y él sacaba una chocolatina, una pasta, los apoforeta que decía Pío Baroja cuando alguien le advertía que se manchaba los bolsillos al meterse hasta el salmón de las fiestas del Instituto Británico, a las que no iba casi nadie, pero nosotros sí por nuestra tradición liberal, y para las que ni se quitaba la boina. “A mí qué me importa mancharme —gritaba don Pío—. ¿Es que no sabe que es tradición romana? ¡Yo cumplo con los apoforeta!”». El «rito» de llevarse lo que sobraba.

Testigo profesional

El gran maestro Luis Calvo recordó en una Tercera de ABC de 1965, la necrológica de don Bernardo, que «Se decía: “Los del 98 y Candamo”. Pero Candamo, que acaba de morir a los 86 años, sabía más literatura que los hombres del 98. (...) ¡Cuántos recuerdos deleitosos se juntan y atropellan evocando la leve figurilla de ave de Bernardo Candamo, miope, sabio, rendido, solitario!». Aquel hombre del que sospecharon era testigo profesional, y apunto estuvo de costarle caro, por ir a las checas intentando salvar el pellejo al que podía; aquel a quien terminada la guerra se le hizo juicio sumarísimo porque le creían masón —y no se había guaseado nada don Bernardo de la masonería: “ya le han puesto a usted el mandilito” inquería—. A punto estuvo de ser fusilado. Le salvó haber dado un hijo «por Dios y por España». Luego veló por él Finat, conde de Mayalde, director de Seguridad que fue teniente provisional del hijo muerto. «Y le prohibieron escribir con su nombre. Usó el seudónimo de Iván d´Artedo —nostalgia de la asturiana Concha de Artedo de su niñez—, salvo en el ABC, el único donde pudo firmar como Candamo. «Tengo aún papeles de prueba escritos por Calvo —cuenta don Luis— en los que ponía “don Bernardo, haga el favor de escribir con mejor letra porque no le entiende ni Dios”».

Ha sido una lección magistral de rememoración, los antípodas de esa «cosa monstruosa y estúpida que pide condenas para muertos ¡de hace 70 años!». Entonces, Luis González de Candamo apura su copa de Paternina. Me mira y sentencia: «Mi audacia ha sido no tener jamás amo». Y ya no me cabe ninguna duda: Este Candamo es otro héroe «sin imaginación».

Esta funcionalidad es sólo para suscriptores

Suscribete
Comentarios
0
Comparte esta noticia por correo electrónico

*Campos obligatorios

Algunos campos contienen errores

Tu mensaje se ha enviado con éxito

Reporta un error en esta noticia

*Campos obligatorios

Algunos campos contienen errores

Tu mensaje se ha enviado con éxito

Muchas gracias por tu participación