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California Misiones españolas

En la pequeña ciudad californiana de San Juan Bautista permanece la recreación de un pueblo del siglo XIX con su hotel, su saloon y su cuartel. Sobre estos edificios, destaca contra el azul del cielo

En la pequeña ciudad californiana de San Juan Bautista permanece la recreación de un pueblo del siglo XIX con su hotel, su saloon y su cuartel. Sobre estos edificios, destaca contra el azul del cielo la blanca pared de una iglesia. En el extremo tiene un campanario encalado con tres campanas de bronce y una cruz en la cúspide. Anejo hay un silencioso cementerio. A lo largo de la fachada principal se estira un porche cubierto que ofrece sombra en el tórrido verano. A la entrada, escucho hablar en castellano. El acento no es mejicano, tan frecuente en esta zona. Es español de España. Una pareja y una chica joven caminan delante de mí. Es un matrimonio de Madrid. Han venido a visitar a su hija, bióloga con una beca de investigación en la universidad de Stanford. Ellos también están visitando las misiones españolas. Sinceramente admirados, reconocen que desconocían que España hubiera dejado semejante huella en este estado de la unión tan famoso por las películas, el surf y su peculiar gobernador anabolizado. Pocos españoles recuerdan que viajar por California es hacerlo por su propio pasado.

La conquista de las Californias (alta, media y baja) se debe por igual a frailes y soldados. La costa oeste ya se había recorrido hasta Alaska por barcos españoles que zarpaban desde puertos mexicanos, pero el agreste interior estuvo prácticamente sin hollar hasta la expedición de Baltasar de Portolá en 1768, quien al año siguiente divisaría una gran bahía natural que hasta entonces los navíos habían pasado de largo. Ninguno descubrió la estrecha entrada que hoy cruza el Golden Gate, hasta que el San Carlos de Juan de Ayala penetró en su interior en 1775. La bahía por fin recibiría su nombre el 28 de marzo de 1776 cuando arribó por tierra el legendario explorador Juan Bautista de Anza.

Hijo de un militar español asesinado por los apaches, Juan Bautista de Anza con 24 años ya era capitán. Destacado en lo que hoy es Arizona, solicitó permiso al virrey de Nueva España para intentar una vía terrestre hasta California. En 1774 marchó con 20 soldados, 3 curas y 140 caballos a través de un ignoto desierto, territorio de los indios yuma y de las serpientes de cascabel. Este páramo se llama hoy de Anza-Borrego y es un parque estatal. Tras grandes penalidades, llegaría hasta las costas de Monterrey. España pretendía entonces reforzar su presencia en Alta California para frenar el avance ruso desde Alaska y le concedió permiso para una segunda expedición que esta vez llegaría hasta el corazón de esa gran la bahía que el llamó de San Francisco.

Probablemente, se hubiera llamado de San Javier o de San Ignacio si Carlos III no hubiera expulsado de todo su reino a los jesuitas en 1767. Los franciscanos, más colaboradores y menos díscolos con el poder terrenal, ocuparon su lugar. Entre estos estaba Fray Junípero Serra, quien fundó nueve misiones siguiendo el ejemplo de las mexicanas. En total hay veintiuna misiones, repartidas a lo largo de 996 kilómetros de lo que se conoce como el Camino Real. Una de otra dista unas 30 millas, o lo que es lo mismo, un día de caballo. Visitarlas supone una fenomenal experiencia pues la senda discurre por grandiosos paisajes de áridos desiertos, blancas playas y los valles más fértiles.

La imagen que tenemos de estas instalaciones religiosas y civiles la ofreció la película La Misión, en la que los jesuitas se aliaron con los indios guaraníes para combatir a los portugueses. Pero las misiones franciscanas tienen otra fisonomía. Construidas con adobe encalado, el edificio principal es siempre una iglesia de tejado a dos aguas y alta fachada de la cual salen unos pabellones anejos de una sola planta que forman un claustro con jardín en cuyo centro borbotea una fuente. Frescas y silenciosas, ofrecían reposo para la educación y cuidado de los nativos, refugio para la oración y sede para la gestión administrativa de la agricultura y la ganadería. Secularizadas en 1834 por el Gobierno Mexicano, se convirtieron en propiedad estatal y entraron en una imparable decadencia.

Por desidia, saqueos o por la inestabilidad sísmica, las misiones quedaron totalmente arruinadas a principios del siglo XX sin que a nadie pareciera importarles. Salvo a William Randolph Hearst, Ciudadano Kane, quien se construyó un delirante castillo en las inmediaciones de la misión de San Antonio de Padua. En cualquier caso, las misiones, engullidas por la expansión urbanística, fueron devueltas a los franciscanos a mediados del siglo XX. Actualmente, todas están perfectamente restauradas y devueltas al culto.

La última y más septentrional es la de San Francisco Solano, fundada por el padre Altimira, quien convirtió muchos indios Miwoks para lo que parecía una prometedora carrera misionera. Pero pronto se granjeó el resentimiento indígena por la facilidad con la que recetaba látigo y jarabe de palo. Temiendo un levantamiento, se refugió en la misión de Buenaventura. En 1828 regresó a España sin pena ni gloria. Sin embargo, antes de su marcha, le había hecho a California un valiosísimo regalo. Fue él quien ordenó plantar en 1825 las primeras vides en el valle de Sonoma, hoy mundialmente famoso por sus vinos.

TEXTO Y FOTOS: MIQUEL SILVESTRE

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