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Entre los ángeles

CUANDO el médico le diagnosticó el cáncer que nos la acaba de arrebatar, cuando

JUAN MANUEL DE PRADA

CUANDO el médico le diagnosticó el cáncer que nos la acaba de arrebatar, cuando sabía que sus días estaban contados, María Ángeles de Armas escribió un poema de una belleza teresiana y frugal que tituló «En las manos de Dios»: «Una inmensa serenidad / has sembrado en mi corazón, / voy por la senda de tu paz: / gracias, Señor. // Si Tú permites que hasta mí / llegue la dulce revelación / de que me llamas para sufrir: / gracias, Señor. // Si en mi camino has de sembrar / sólo tristeza y desolación / y mis rosas espinas dan: gracias, Señor. // Y si quieres que yo te dé / la vida que tu Amor me dio, / aquí la tienes, tuya es: / gracias, Señor. // Una inmensa serenidad / has sembrado en mi corazón, / voy por la senda de tu paz: / gracias, Señor». Me lo leyó un día por teléfono, con voz plácida y pudorosa, la misma voz plácida y pudorosa que había empleado siempre para regalarme su amistad, para alentarme, para contagiarme ese rescoldo de sagrado entusiasmo que late en la sangre de los verdaderos artistas, un rescoldo que ni siquiera se apagó cuando el dolor más acerbo (el de la madre que tiene que enterrar a sus hijos) la golpeó. Siempre la fe religiosa, formando una íntima amalgama con su vocación artística, alumbró esos pasadizos oscuros donde se agazapa la desesperación, ahuyentándola; siempre mantuvo incólume ese venero de ingenuidad, de generosa donación, de honda piedad y hondo coraje que le permitió comulgar el sufrimiento y metamorfosearlo en gratitud por los dones recibidos: el don de una vocación artística, el don de un marido desvelado y absorto que la amaba como sólo ella merecía, el don de unos amigos a los que siempre regaló su tiempo, el bálsamo de su sonrisa, la belleza de sus cuadros y de su alma. He conocido pocas almas tan hermosas como la de María Ángeles de Armas: delicada como un búcaro, encendida como un rosal, fragante como la hierba recién segada.

Desde niña se sintió tocada por la gracia de la creación. Escribió poemas y relatos en su adolescencia, pero un día -de forma casi azarosa-descubrió la pintura, a la que iba a consagrarse en plenitud. En sus cuadros está siempre expuesta su alma privilegiada; son cuadros de un -llamémoslo así- surrealismo místico, a veces perfumados por una brisa naif, que se asoman a esos mares de sargazos donde late el tumulto de las pasiones, para traer a la superficie, atrapado entre las redes de su genio, como un pez de plata, el tesoro palpitante de una esperanza que no declina. Hay siempre en sus creaciones un resquicio de luz, esa luz que queda atrapada en una lágrima, esa luz que sólo brota de los espíritus que han apurado hasta las heces el cáliz más amargo y lo han transmutado, mediante no sé qué secreta alquimia, en una energía vital que exorciza el imperio de la noche. Son cuadros muy poderosamente femeninos, coronados de espinas pero también embriagados de una rara exultación, de una sensibilidad casi sangrante de tan vívida. Son cuadros que primero nos propinan una bofetada de emoción y después anidan dentro de nosotros, como semillas que anhelan convertirse en árboles, susurrándonos una promesa de beatitud.

María Ángeles de Armas se ha ido como un pájaro que abandona su rama, con la misma frugal y teresiana serenidad que anunciaba en aquel poema que un día me leyó por teléfono. En la hora definitiva en que ya sentía acogida en el regazo de Dios, le encomendó a su marido, el abnegado Pepe, que nos transmitiera sus últimas palabras: «Dile a nuestros amigos que, cuando esté con Dios, cuidaré de todos ellos. Y que, si necesitan algo o tienen algún problema, me lo digan, que Dios me escuchará cuando yo se lo diga a Él». Amada María Ángeles, lloro tu marcha mientras escribo estas líneas, pero ya siento tu alma enjugando mis lágrimas, tu alma delicada como un búcaro, encendida como un rosal, fragante como la hierba recién segada, ya en coloquio eterno con Dios. Sé que siempre estarás a mi lado, cuidando de mí.

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