El Angliru entroniza a Heras

Voraz como Lance Armstrong, insensible como los depredadores, majestuoso como un águila, Roberto Heras levantó un monumento en el Angliru. Allí donde llegaron ciclistas al borde de la congelación, rostros irreconocibles en el aguacero que suplicaban una manta, tapados por la niebla como espectros, apareció él, un superdotado de la naturaleza. Ganó Heras y su descarga sacudió la Vuelta con una violencia atroz. Como si hubiera que clausurar la carrera hoy mismo y anular cualquier imagen del pasado. La irrupción de Aitor, la sonrisa adolescente de Sevilla, el tren cebra de Cipollini o los latigazos de Pablo Lastras. Heras arrasó con todo, como Armstrong en versión ibérica.
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La lluvia feroz aplacó el olor del Angliru, un aroma a goma quemada, a embrague muerto, a minutos interminables de sufrimiento para más de 130 ciclistas, los que no tenían ninguna cuenta pendiente con este templo de adoración. Por más que pasen los años, el Angliru impresiona. Sus curvas de 40 grados, su perfil salvaje, su ingeniería irracional. Habría que indagar alguna vez para descubrir al cerebro que pergeñó esta cuesta asfaltada, que ataja hacia el cielo por el camino más recto.
Mala jugada de Aitor
El infierno sepultó a Óscar Sevilla. Aitor González también colaboró a su manera, inconformista como es, intratable en su ambición. Aitor no negoció con la diplomacia del segundo que les separaba. Hubiesen bastado los últimos seis kilómetros del Angliru para decretar el derrocamiento, que Sevilla tenía malas piernas, malas ruedas, mal de todo. Pero su ex amigo apretó la clavija allí donde se requería un cierto compromiso. Si Sevilla se quedaba, Aitor podía actuar. Pero no sucedió esto. El guipuzcoano adoptado alicantino atentó contra la jerarquía.
Al acelerar en el primer tramo imposible, atacó a su compañero y desde ayer ex amigo. El Angliru le insufló un ánimo increíble a Aitor González, que se sintió amo y señor del escenario por encima de cualquier otra consideración. Pero el Angliru es largo y tormentoso y allí donde creyó ver una senda de oropel hacia su gloria se topó con un monstruo. En la meta sólo extrajo 34 segundos frente a su enemigo doliente. Ni Aitor se podía comer el mundo ni Sevilla era un cadáver ambulante. Término medio.Se anunció un calvario para el líder, se vinieron a la memoria la sequía de triunfos del de Ossa de Montiel, su aura propagandística, su sonrisa cautivadora. Pero no. Sevilla demostró algo más que eso. Sufrió como un perro para no regalar ni un segundo de más al cuchillo que le taladraba.
Y en estas apareció Roberto Heras, impulsado por la inmodestia de Aitor. Suyo fue el recital, mientras la noria giraba ordenada por detrás. El eficiente Beloki, solvente y decidido, pero sin la chispa del Tour. El genuino Mayo, inquebrantable en su voluntad. El italiano Casagrande, por fin presente en una Vuelta que no le conocía.
Heras voló como los grandes. Retorciéndose como una culebra en la Cueña Les Cabres y sus vallas intimidadoras. Forzó hasta la extenuación en cada curva, indómito bajo las tinieblas de un puerto que apenas podía ser captado por las imágenes de televisión. Como aquel Gavia que congeló a ciclistas y alimentó la épica de un deporte popular. Heras hizo grande al ciclismo y el Angliru le devolvió el trono que nunca debió perder al servicio de Armstrong.
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