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De nada

HACE unos días estaba en Barajas cuando me vino a la cabeza la historia de aquella ciega que está pidiendo limosna en la acera de los Campos Elíseos con un cartel a sus pies y una lata para recoger

HACE unos días estaba en Barajas cuando me vino a la cabeza la historia de aquella ciega que está pidiendo limosna en la acera de los Campos Elíseos con un cartel a sus pies y una lata para recoger las monedas de los viandantes. La mañana no está siendo muy fructífera. Y por si fuera poco, de pronto nota como alguien coge el cartel del suelo y escribe algo en él. La ciega empieza a quejarse y al cabo de unos segundos la extraña le devuelve el cartel (por cierto, si alguien se pregunta que cómo sé que las protagonistas de esta historia son mujeres, que pregunte en el Ministerio de Igualdad).

Sigamos. Recuperada la tranquilidad, la ciega se da cuenta de que las monedas empiezan a caer con más frecuencia en la lata, y le entra la sospecha de si no tendrá algo que ver el incidente del cartel. Así que a la primera persona que se acerca le pide que le lea lo que pone en el cartel. Se entera entonces de lo sucedido. La extraña le había dado la vuelta al cartel y había escrito para que lo leyeran todos: «Hoy es primavera en París y yo no puedo verlo!»

En este mundo nos encontramos con muchas situaciones de injusticia y con mucha gente que pasa necesidades. Podemos inventarnos mil y una teorías para mirar a otro lado: que se ocupe el gobierno, que yo ya pago impuestos; lo que yo pueda hacer es una gota en un océano; a saber después en qué se gastan el dinero... Puede haber algo de verdad en estos argumentos, sin duda, pero una cosa es cierta, no habremos hecho nada para cambiar el mundo.

Si cada uno, en la medida de nuestras capacidades y de nuestras habilidades hacemos algo por los demás, por pequeño que sea, el mundo será un poco mejor.

Andaba yo con la historia de la ciega de París en la cabeza, tomándome un bocadillo en el bar del aeropuerto -porque aunque alguien piense que los académicos vivimos la mar de bien, lo cierto es que acabamos comiendo bocatas en los bares de los aeropuertos-, cuando se acercó un individuo joven, que iba dejando objetos en las mesas. Al pasar por la mía me dejó un papel en el que explicaba que era sordomudo y que me ofrecía comprarle dos modelos de llaveros de los que me dejaba una muestra.

Al cabo de un breve tiempo empezó la tarea de recogida. Cuando pasó por mi mesa me hubiese gustado saber cómo se dice en el lenguaje de los sordomudos: «De nada». Lo que nunca sabrá es que las gracias debería habérselas dado a una historia de una ciega en París que quizás nunca sucedió.

Joan

Fontrodona

Profesor de Ética Empresarial.

IESE Business School

TRIBUNA ABIERTA

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