Juan Ferrando Badía
Mis primeros recuerdos de lo que, andando el tiempo, sería una larga e intensa relación académica con el Profesor Ferrando Badía -don Juan para todos, absolutamente todos, los que yo vi tratarle- se

Mis primeros recuerdos de lo que, andando el tiempo, sería una larga e intensa relación académica con el Profesor Ferrando Badía -don Juan para todos, absolutamente todos, los que yo vi tratarle- se remontan a finales de 1982, justo cuando yo comenzaba mis estudios en la Facultad de Derecho de la Universidad de Valencia, y él acababa de retornar a ésta para ocupar la cátedra que poco antes había dejado vacante Diego Sevilla Andrés.
De aquel año académico tan repleto de nuevas vivencias, recuerdo no pocas asociadas a su persona. La primera, cómo no, tenía que ver con sus clases de Derecho Político: confiado el desarrollo cotidiano del programa de la asignatura a una de sus colaboradoras, don Juan aparecía por el aula sólo de cuando en cuando, a veces acompañado de un pequeño séquito de ayudantes, para romper la rutina hablando de lo divino y de lo humano desde la altura que le daba su ya dilatada trayectoria académica, y que reforzaba en no poca medida el escenario casi teatral del Aula Magna de la vieja Facultad de Derecho en Blasco Ibáñez. Si para muchos compañeros su aparición por clase era bienvenida por la sencilla razón de que lo que don Juan contaba no entraba para examen, para otros su visión directa y crítica de un devenir político del que él estaba siendo actor, observador y analista, constituía un valioso contrapunto a la sobreabundancia de teoría que bien podíamos encontrar en los manuales académicos.
El segundo de mis recuerdos tiene que ver, precisamente, con su copiosísima producción científica, buena parte de la cual tuvo como destinatarios últimos los que -como yo- éramos sus estudiantes. Recién salido, como quien dice, del Instituto, la tarea de aprenderse -uno tras otro- sus voluminosísimos Estudios de Ciencia Política, más los borradores de lo que después serían las segundas ediciones de El Estado unitario, el federal y el regional, y Democracia frente a autocracia, constituyó -además de un motivo de desesperación y de no pocas noches de insomnio-, una fascinante experiencia que me puso en contacto directo con las grandes cuestiones que la política contemporánea plantea y a las que el Derecho intenta, infructuosamente a veces, dar respuesta. Acostumbrado a los sencillos esquemas de los libros de texto utilizados en la enseñanza preuniversitaria, el derroche de citas, tesis, argumentos y contraargumentos, casos y ejemplos expuestos -a veces desordenadamente- por don Juan constituyeron -para mí al menos- la primera evidencia palpable de que en el mundo de la Política y del Derecho todo era discutible, todo era argumentable, y todo era experimentable.
Por último, el tercero de mis recuerdos se asocia con el ya desaparecido despacho de moqueta verde, muebles clásicos y librerías acristaladas que don Juan ocupaba en el Seminario de Derecho Político. En mi condición de delegado de curso -y, confesémoslo, de alumno empollón con aspiraciones a hacer carrera en la Universidad- frecuenté no pocas veces ese lugar, desde el que Don Juan dictaba a sus secretarias, reprendía a sus ayudantes, y despachaba en persona o por teléfono con una interminable procesión de catedráticos, decanos, rectores, alcaldes, consellers y hasta cardenales, casi siempre tratándolos con ese «¡Ilustre...!» que tantas veces utilizaría conmigo y que tan halagador resultaba. Entre el aturdimiento y la fascinación, esas periódicas esperas me servirían para comprender que si bien el investigador universitario puede legítimamente optar por encerrarse en la torre de marfil de su biblioteca para leer a cientos libros cubiertos de polvo, el académico comprometido con su sociedad y con su tiempo está moralmente obligado a saltar a la arena del debate poniendo al servicio de aquéllo en lo que crea los talentos que Dios le haya brindado.
Don Juan Ferrando falleció el pasado 2 de diciembre, aunque desde hacía años el Alzheimer se había llevado ya por delante no sólo su memoria, sino también su vitalidad y su espíritu combativo: todo aquello, en suma, que no le dio tiempo a poner en los papeles. Sin querer ocupar el lugar de las necrológicas al uso con la enumeración minuciosa de las obras más relevantes de su copiosa producción científica, el listado -también dilatado- de las universidades en las que enseñó y de los cargos públicos por los que transitó, y la valoración de su intensa actividad pública en defensa de la cultura, la historia y las señas de identidad valencianas, quizás sí sea oportuno subrayar que el legado que deja en el campo estrictamente académico es -y seguirá siendo- de un valor singular.
Sin alejarse del tratamiento de los problemas más intemporales de la Ciencia Política, de cuyo estudio fue pionero en nuestro país, lo cierto es que las principales preocupaciones de Ferrando Badía como académico estuvieron estrechísimamente conectadas con el pulso del tiempo en el que le tocó vivir. Sus estudios en torno a la disyuntiva democracia-autocracia y los modos de transición y afianzamiento de ésta se produjeron en el momento mismo en el que España encaraba ese preciso camino; del mismo modo que su análisis de las formas de organización territorial del Estado -iniciado en los sesenta con sus trabajos sobre el sistema regional italiano- trasladó su enfoque hacia el modelo autonómico español y la vertebración de las instituciones autonómicas valencianas, en el momento en el que éstas empezaban a definirse y aquél a precisar de una teorización. En lo uno y en lo otro, y en general en toda su producción académica, su identificación con la postura de que solo un análisis jurídico de la política, y político del Derecho estaba en condiciones de brindar una visión completa de nuestra realidad jurídico-constitucional marcó a una generación de académicos y servidores públicos, toda vez que entre los que se reconocen como discípulos y alumnos suyos se cuentan no solo una buena parte de quienes actualmente enseñamos el Derecho Constitucional en la Universidad de Valencia y varios reconocidos catedráticos de otras Universidades españolas, sino también algunos de los políticos más relevantes de nuestra Comunidad, con su President -como él mismo ha reconocido- a la cabeza.
Pero, por encima de cualquier otra, la lección que con más intensidad se aplicó a enseñar Juan Ferrando fue la de la sustantividad de la vocación universitaria. Un hombre como él, de trayectoria dilatada e intenso compromiso cívico, tuvo sin duda muchas oportunidades para saltar desde la cátedra hasta cualquier puesto relevante en el Gobierno, el Parlamento o la Administración, y ello tanto a nivel nacional como autonómico o local. Sin embargo, su compromiso con la institución universitaria no se quebró jamás, como atestigua el hecho de que su paso por instituciones como el Consell Valencià de Cultura, el Consell Jurídic Consultiu o la Sindicatura de Agravios de la Comunidad Valenciana no se verificase hasta después de su jubilación como catedrático. En tiempos como los que ahora atravesamos, en los que el desánimo y hasta frustración traspasa al mundo académico de uno a otro extremo, el entusiasmo y la rotundidad con la que Juan Ferrando afirmó siempre que su primera y principal condición era la de universitario merecería ser recordada e imitada. Confío en que a don Juan le alegrará saber que así lo hacemos, al menos, aquellos que la aprendimos de él.
Esta funcionalidad es sólo para suscriptores
Suscribete
Esta funcionalidad es sólo para suscriptores
Suscribete