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Un «mirón» convertido en asesino

TEXTO: P. MUÑOZ, C. MORCILLO FOTOS: JAIME GARCÍA / EFE

Quienes le conocen dicen que es «un maltratador desde siempre»; a los 21 años, Gustavo Romero, el asesino de los novios de Valdepeñas y de Rosana Maroto, ya era un «mirón» y un «obseso», como lo define la Policía; una navaja y un cordón le hicieron formar parte de los «serial killer»

VALDEPEÑAS/MADRID. Los investigadores sospechan que Gustavo Romero estranguló a la joven de Valdepeñas Rosana Maroto con un cordón, después de golpearla con furia y agredirla sexualmente. Al margen de las declaraciones del detenido, será difícil que la autopsia pueda determinar con precisión todos estos extremos, dado que han transcurrido cinco años del crimen y el cadáver de la muchacha, rescatado de un pozo, está esqueletizado.

En el caso del niño Jonathan Vega ningún análisis científico ha sido capaz de explicar a día de hoy si el pequeño, de sólo tres años, fue asesinado o murió de forma fortuita -sus restos fueron encontrados en muy malas condiciones, pese a que transcurrieron seis meses entre la desaparición y el hallazgo del cuerpo-. No obstante, es probable que la juez instructora ordene una reconstrucción de los hechos en la que participe el acusado para arrojar luz al caso.

La medida de la personalidad de Gustavo Romero, de 31 años, la ofrece él mismo, que admite padecer trastornos y ausencia de control que le provoca miedo y ha pedido ayuda psiquiátrica. Quienes le conocen aseguran que «ha sido siempre un maltratador» no sólo de su mujer, sino también de sus hijos pequeños -según su cuñada Carmen Sáez-; un «mirón» -una testigo protegida del caso afirma que la espió cuando estaba con su novio en las fechas en que mató a una pareja- y un «obseso», que probablemente no llega a la violación, pero sí a las vejaciones -según agentes que han seguido los casos-.

«Parecía un corderito»

«Es un tipo que te lo encuentras por la calle y no te asustas ni te cambias de acera. Y no sólo por su aspecto físico, atlético y nada más. Me resultaba raro que hubiera matado a cuchilladas a Ángel Ibáñez y Sara Dotor y cuando se descubrió lo de Rosana me quedé de piedra. En la cárcel se vuelven corderitos, pero éste además lo parecía», afirma un policía que lo ha tratado en la cárcel de Herrera de la Mancha.

En este perfil psicológico no elaborado por expertos reside la transformación de un «voyeur» en un asesino que ha acabado, que se sepa, con la vida de tres personas en un intervalo de cinco años y ha soportado la presión interna y externa durante diez (a los novios los mató en 1993) con una vida en apariencia normal, un cumplimiento laboral, relación con parte de los hermanos de sus primeras víctimas e, incluso, una familia, eso sí rota por los malos tratos que él infligía.

Los encargados de las pesquisas siguen atando cabos y tratan de determinar si el acusado ha tenido algo que ver con dos crímenes de mujeres, también en la provincia de Ciudad Real, que no han sido resueltos. Su ADN se encuentra ya a disposición de la Guardia Civil para que los laboratorios de Criminalística de este Cuerpo hagan el cotejo pertinente, aunque cabe la posibilidad de que no se recogieran muestras de las que se haya podido obtener el perfil genético.

Mientras, la familia de Rosana Maroto que había suplicado a la Policía que no abandonara la búsqueda de su hija y llegó para ello a entrevistarse con Aznar -el Ministerio del Interior ofreció en su día una recompesa de 25 millones de pesetas a quien aportara pistas fiables- ha optado por recluir el dolor en las paredes de su casa a la espera de poder enterrarla. Deberán esperar a que concluya la autopsia, la identificación y la autorización judicial.

«Estoy casi segura de que mi hija no le conocía de nada, si acaso de vista. Desde luego nosotros no tenemos ni idea de quién es él ni su familia. Rosana tuvo la mala suerte de cruzarse con él, de que no hubiera nadie en el camino y nada más». Cristina Quintana, madre de Rosana Maroto, rota por la larga espera de cinco años, recuerda para ABC la última tarde de su hija. «Hacía sólo dos días que había vuelto con las vacaciones del curso. Le apasionaba montar en bicicleta, así que pese al calor que hacía me dijo que se iba a «El Peral» -una urbanización de verano que dista 6 kilómetros de Valdepeñas- sobre las 18.30, como cualquier día cuando estaba en el pueblo. A la vuelta, a eso de las 21.30 había quedado con su padre, pero no apareció. Yo sabía que mi hija no se había ido ni sola ni con nadie. ¿Cómo quiere que estemos? Una cosa es ponerse en lo peor y otra que llegue».

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